Estoy vivo.


¡Qué abandonado tengo este blog! La verdad es que entre las horas que le dedico al trabajo y a mi pasión por la fotografía, la lectura y a mis recorridos por las montañas o por tantos y tantos caminos de los alrededores, poco me queda para este pequeño espacio de reflexión. Por otro lado, me da la impresión que poca gente se interesa por leer estas líneas y eso me hace más perezoso si cabe (¿Por qué tenía que ser diferente?). He de admitir que no tengo problemas en escribir si es por encargo o si padezco una crisis existencial que me empuje a lo más profundo de mis abismos personales. Es entonces cuando la escritura se convierte en un plan de escape o, al menos, en esa estrategia que permite, arañando las paredes del pozo, subir y cruzar la siguiente frontera.

Cerca ya de mis 55 años voy notando el desgaste propio de la edad. Por momentos olvido quien soy y me siento como quien fui, pero ese dolor de tendones en los hombros, esa necesidad imperiosa de vaciar el cuerpo o el pelo ya blanco me sitúan en la realidad de un hombre que empieza a vivir ya en la madurez o con la vista en la meta. Es ley de vida. No hay queja. Vivir es abandonar las moradas de la juventud.

Ayer nos juntamos con Trevor y su esposa Janet, más un pequeño grupo de ingleses para despedirlos antes de su vuelta definitiva al Reino Unido. Trevor, un hombre vital y bondadoso, ya en los ochenta, ha sido una compañía maravillosa desde abril de 2015, cuando fui invitado a unirme a un grupo de ingleses que, cada sábado, subían a la montaña. Esas subidas a la montaña me sacaron del abismo tras la muerte de mis padres y otros golpes que me dio la vida en el 2013 y el 2014. 
Voy a echar mucho de menos a Trevor. En tantos kilómetros de rutas he tenido ocasión de charlar de lo humano y lo divino y he sentido esa maravillosa sensación de conectar con una persona que podría ser mi padre y saber de su vida, de las luchas de su generación, criada en plena guerra, de sus viajes y vida por todo el mundo. Trevor, a pesar de nuestras buenas intenciones, de las promesas de vernos otra vez aquí o allá empieza a ser otro hito de tantos del pasado. El primitivo grupo de ingleses, envejecido y con falta de energía empieza a ser un trio, con un tercio de sangre hispana, que muchas semanas ni siquiera puede llegar a ser.

Sí,vivir es dejar atrás. Esta semana tuve la suerte de tener acceso a la orla de mi promoción del Colegio y fotografiarla. En su día nos ofrecieron una copia fotográfica, pero hablando de 1977, en plena crisis del petroleo, no estábamos en casa para tirar cohetes y sólo la había visto una vez que volví a poco de abandonar el colegio. Cuarenta años han pasado desde que aquellos adolescentes de 14 años posaran ante el fotógrafo. Ya contaba con tres fallecidos entre los cuarenta y siete personajes. Alfredo Llorca fallecería por un tumor cerebral a los pocos años. Antes de poder ni siquiera estudiar en la universidad. Andrés Franco murió al caer desde el andamio con el que pintaba una fachada. Javier Herrero, como tantos otros, se dejó la vida en la carretera. El resto de caras, algunos con apariencia de niños, se han desdibujado y no se qué habrá sido de su vida. Santo Google me ha permitido saber de alguno de ellos y de sus actividades, otros los sigo viendo muy de tanto en tanto y algunos, incluso, han contactado a través de la foto que subí a mi perfil de facebook.

Imagino la fascinación que hubiéramos sentido en aquellos años si nos hubieran hablado de las tecnologías actuales, de los ordenadores, los teléfonos, las redes sociales o la vida geolocalizada. Aunque veíamos series del espacio, Star Trek, Espacio 1999 o otras jamás hubiéramos sospechado que se daría esa mezcla de vida tradicional con tecnologías increíbles. 

La vida y las ilusiones de futuro son comunes a cada generación. Mis alumnos de secundaria miran el futuro con el optimismo del joven. No sospechan que, a la velocidad que se suceden los cambios, su futuro será con toda probabilidad muy diferente de nuestro presente. Ellos mismos empiezan a verle las orejas al lobo. Hace una semana el hijo de un compañero de trabajo de mis años de socorrista, apenas un muchacho de diecisiete años falleció en un accidente. El lunes hicimos un minuto de silencio en todo el instituto y muchos de sus amigos y conocidos lloraron por la pérdida: por la del fallecido y por la suya propia. El futuro nunca será el mismo.

Y ya para acabar. Siempre hay que esperar un día que llegará. Será ese día en que la extraña geometría del mundo sumará un frente que llega del ártico acompañado de viento frío, unas nubes cargadas de humedad y unas montañas con la suficiente altura. Como en una obra preparada, el día siguiente saldrá el sol con la fuerza suficiente para iluminar un día sin nubes un paisaje de colores primaverales por el este y blancos glaciares por poniente. Ibiza aparecerá flotando entre brumas tras el Mongó y la muralla del castillo de Sagunto se dejará ver al norte con la ayuda de un buen teleobjetivo. En la Vall de Laguar los pueblos serán como los de un diorama, bellos y delicados entre riscos y barrancos. Un tapiz de nieve, una senda de huellas cristalizadas y escalones morunos nos llevarán entre bancales a la cresta de la sierra. La nieve caerá otra vez desde los pinos mecidos por el viento de mistral. Montañeros como nosotros este sábado, se sentarán en la cumbre y se dejarán absorber por el paisaje. El Cavall Verd, donde estuvimos el sabado, fue el último reducto de desesperación de los moriscos valencianos aferrados a su tierra, a su pasado, temiendo por su futuro. El lugar de la felicidad y la belleza para nosotros fue el de su dramático final. Derrotados o muertos dejaron su tierra. Vivir es abandonar una y otra vez.

Bajamos de la montaña dejando atrás los recuerdos. Es vida, estoy vivo.


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