Rituales




La primavera de este 2014 se desliza como agua entre los dedos bajo nubes que huyen cabalgando el viento y entre olor a pino y romero. Miles de cubículos sobre cuatro ruedas, recorren pistas de gris asfalto y desparraman su contenido por campos y playas en forma de tumbonas, mesas plegables, niños con balón y perros de rabo rápido. 
 Son días de reencontrarse con la luz que nace de nuevo. Momentos de salir y celebrar la vida en ese ritual tan nuestro, y tan querido, que es la pascua. Ayer pasamos un día magnífico por Cotalba y sus piedras poderosas. Entre muros del monasterio sentimos el eco de generaciones que piedra a piedra levantaron el lugar sin que nadie hoy los recuerde. Algunos han sobrevivido por sus méritos o por sus obras que siguen en su lugar a pesar del huracán del tiempo. El acueducto que baja desde las montañas hace honor a los que lo levantaron y a su tenacidad en mantener vivo esta casa de eremitas. La religión concita fuerzas sociales muy poderosas que generan obras de arte que perviven en el tiempo. Un San Jorge en la vacía Iglesia del monasterio atraviesa con una lanza el pecado y la maldad del diablo encarnado en dragón.
Los seres humanos celebramos el paso de los ciclos con celebraciones simbólicas de la muerte y la vida que realizamos sin preguntarnos el porqué. Con inocencia aceptamos la explicación de la religión más común en nuestra cultura y pensamos que celebramos la muerte y resurrección de Jesús cuando en realidad exorcizamos nuestras propias pasiones. Las festividades unen el subconsciente colectivo de las culturas más ancestrales del Mediterráneo clásico, las celebraciones a la vida y la belleza que es la pascua y su sentimiento apolíneo y el desenfreno de los sentidos y los olores, dionisíaco, que es un Viernes Santo.

¿Por qué a lo largo del planeta decenas de culturas celebran el dolor, la muerte y la sangre? Algún significado deben de tener en el más profundo recoveco de nuestras necesidades para que la mayoría acepte esas manifestaciones ostentosas de dolor y sangre. La Semana Santa es el momento de la muerte, el momento en que el sol Dios se oculta sangriento tras las montañas para surgir resucitado un domingo cual Ave Fénix. El ritmo pausado y violento del tambor es un latido subterráneo que surge de las cavidades volcánicas del magma del planeta, el terremoto que anuncia la guerra. Los pecados y los vicios de una sociedad, que son esos capirotes en punta, se ocultan tras una máscara desde donde miles de desconocidos observan una multitud que sigue emocionada una actuación repetida cada año. Las cadenas que se arrastran en ese deseo de mostrar que el sacrificio lleva a la virtud y las cruces que se clavan en el hombro de quien quiere salir de su propia tragedia con la mortificación. El silencio, la soledad que todos sentimos a veces vienen precedidas por el toque de la corneta que ordena callar. La fuerza masculina, el mito del macho joven, viril viene dado por esos legionarios musculosos con cuellos de tendones marcados por el esfuerzo. El encuentro que tanto conmueve lo es tanto por el sonido acerado de los metales como por esa tragedia que se masca y que todos tanto tememos. Dos imágenes de expresión dramática se contemplan y pasan a ser el símbolo universal de la muerte de un ser querido. Ya no son Jesús y María, somos nosotros huérfanos ante la muerte de un hijo o de nuestros padres. Son sentimientos que la multitud capta perfectamente de una manera subconsciente.

El poder, sea la Iglesia, el Islam o el alcalde de turno perciben este momento de fragilidad de la multitud en la que los sentimientos humanos más profundos están a flor de piel y hacen como que nos representan cuando simplemente representan, también de forma simbólica, que son diferentes y poderosos. La escala social encuentra su representación en esas colas de hombre y mujeres con traje que cierran el paso de cada hermandad.

No todos tenemos esta capacidad de la empatía. Escribía María Josep Escrivá, de sus particulares procesiones al son del croar de las ranas y de su disgusto ante las fiestas de sangre y cadenas que llenan las calles de multitudes. Yo mismo me siento sobrecogido ante estas manifestaciones que no puedo reproducir pero que siento como el calambre eléctrico que recorre la multitud encontrándome entre ellos como un científico que observa un hormiguero estremecido por un pisotón. Confieso que encuentro la paz espiritual mucho más en la soledad de una montaña o en el movimiento majestuoso de la bóveda estrellada un día de verano, pero acepto entrar en el grupo y fotografiar fascinado el sentimiento que no siento y sienten otros.

Tal vez el ojo del fotógrafo, el del poeta, el del pintor y el del filósofo estén unidos por esa capacidad de ver el mundo con pasión pero distancia y no podamos escapar de esta mirada analítica del que roza la comprensión de esa poderosa geometría del universo, de giros de galaxias, de depredadores y víctimas ante las que el ser humano siente el vértigo.

Es evidente que algunos escapamos a este fervor colectivo, pero también lo es que es la única manera en la que toda una sociedad hace su catarsis particular limpiando el dolor y renaciendo en la belleza de una primavera de ranas que cantan y aroma a azahar.

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