Kennedy el poder de una historia


Yo era un bebé de unos meses hace cincuenta años. Mi padre estaba a punto de cumplir sus treinta y seis. Justo sería el día siguiente.Mi madre era una joven ama de casa que se acercaba a sus treinta y dos ocupada en sus bebés y las tareas diarias. La España de aquellos años sobrevivía de la somnolienta resaca de una guerra incivil y cabeceaba al ritmo de una tranquila vida cotidiana. Los Estados Unidos estaban tan lejos en lo físico como en lo mental que podrían haber sido casi otro planeta. Pero era el planeta de donde llegaban las grandes historias, las estrellas, la modernidad, las lavadoras, los coches y los magnicidios.

Crecí escuchando las historias de dos líderes americanos contemporaneos de mis padres y cabezas visibles de la sociedad que, especialmente desde la Segunda  gran Guerra, pugnaba con la URSS por el control del mundo. Mi madre me hablaba, cuando yo era algo más mayor, de Kennedy y de Luther King y sus asesinatos fascinada, como todos, por el magnicidio tanto como por la historia de glamour de sus personajes. Ambos eran los héroes de unos cambios que se producirían con rapidez y que llevarían tanto al hombre a la Luna como a los negros a compartir derechos civiles con los blancos. Esa visión desinformada era tan inocente y simple como las historias de los héroes buenos, buenísimos del Hollywood clásico. Kennedy era así una especie de James Stewart o un Gary Cooper "Solo ante el peligro" de los malvados comunistas. Tampoco es que en España los informativos fueran especialmente objetivos y por ello todo pasaba el filtro del censor.

Era y sigue siendo, la del presidente americano, una buena historia con todos los ingredientes que nos atrapan y nos han atrapado desde la más remota prehistoria. Un presidente atractivo (el personaje del emperador), una esposa elegante, (el personaje de la reina hermosa en realidad), una familia numerosa de católicos en un país todavía en manos de los anglosajones protestantes (la minoría religiosa que triunfa a pesar de todo). La mezcla de ingredientes literarios, heroismo, liderazgo, atractivo y elocuencia se sumaban en un personaje con mayor verosimilitud si cabe una vez conocidas sus historias, entonces escondidas con pudor, de sexo y enfermedad.

Esta tarde, cincuenta aniversario de su muerte, pasaba ante mis ojos un torrente de material audiovisual y testimonios recogidos aquel fatal día. Era fascinante ver la vida brillando en los ojos de los protagonistas. En las imágenes se veía congelada la emoción del último discurso, el gesto íntimo de las manos de la pareja que se agarran en el aeropuerto, la multitud ilusionada ante la presencia de la personalización del poder americano, las bandas de estudiantes americanos con sus imponentes trombones y las animadoras, las multitudes congregadas ante la llegada de una pareja casi de estrellas de cine. Texas se dibuja en el documental en una moviola repetida una y otra vez.

Dallas. La comitiva presidencial arranca con toda la pompa teatral del poder. La fatídica cabalgata no se detiene en su infernal inercia por más que todos sabemos va a resultar atacada tras girar la curva final. Los movimientos desde los distintos ángulos se han convertido en una coreografía hipnotizadora, en un producto del montaje cinematográfico tan verosimil que casi nos hacen sentir que también nosotros estuvimos allí.

Si algo faltaba para engrandecer el poder de la historia fue el de la muerte de su supuesto asesino a los tres días, el misterio que entonces hubo y las piezas que aún ahora siguen sin encajar.¿Quien mató a Kennedy? ¿Se trató de una conspiración?

Es ahí cuando nuestra historia pierde fuelle. Justo cuando pensamos en el asesino único. Parece un final cojo para una buena novela y por eso nunca nos hemos conformado con un Oswald aislado. ¿Un lobo solitario? No, es una pena desperdiciar tanto material poderoso, mítico, con ese final patético en que un loco de barrio decide acabar por su cuenta con el hombre más poderoso del mundo. Así surge con toda la fuerza y la hermosura literaria una posible conspiración dentro o fuera de la Casa Blanca. Una narración sobre el mundo despiadado de la política, de lucha por el poder entre las columnas clásicas de los edificios de Washington. Oliver Stone supo retratar con fuerza y ritmo endiablado esa teoría de la conspiración nunca probada. 

Tal vez algún día algún escritor americano tenga la suficiente magia en sus palabras como para recrear un Hamlet, o un personaje como el que creó Vargas Llosa en "La fiesta del Chivo". El poder y sus entresijos dan para mucho si la historia lo vale. ¿Porqué estropearla entonces dejando que un loco le matara o emborronando la figura de un Kennedy que fue un hipócrita en su política respecto al muro de Berlín? Eso ya se sabe hace tiempo. Si por un lado proclamaba su condición de berlinés, por otro se lavaba las manos como un Pilatos aceptando los hechos consumados. Si en la versión oficial aparecía como un líder luchador contra los cubanos en la Crisis de los Misiles por otro lado cedía en Turquía retirando las cabezas nucleares. El tiempo le ha conferido la condición de gran estadista, pero olvidamos que consintió la patética invasión de la bahía de Cochinos en esa especialidad yankee en considerar Latinoamérica como su patio trasero. Todo sea dicho el presidente mantuvo con hipocresía el mito de una familia perfecta, modelo tardío del "american way of life" de los cincuenta ya casi a punto de llegar Vietnam, la revolución sexual y los hippies. Finalmente si no hubiera sido asesinado hubiera sido un político humillado por la edad y sus actos, pero tuvo la suerte literaria de morir joven (obviamente él no hubiera estado dispuesto al martirio por más que lo convirtiera en un mito).

¿Para qué recordar las sombras? De Kennedy los medios oficiales prefieren recordar la luz de sus discursos, la elegancia europea de su esposa y el pequeño haciendo el saludo militar delante de la tumba de su padre. De eso se están nutriendo muchos medios y canales de televisión estos días. A fin de cuenta a todos nos gusta una buena historia y, si es posible, una historia de personajes tallados con el cincel en la perfección del mito heróico. ¿O no?

Pero no, sólo a los niños y a los simples les gustan los personajes de santoral. En la construcción del personaje las sombras juegan un papel fundamental en su constitución como persona real, como Kennedy hombre fue, como todos somos. Recordando sus grandezas y sus miserias lo devolvemos, paradojicamente, a una vida que las imagenes, los clichés en que se han convertido, le han robado. Más allá del icono el ser humano renace sólo en el balance entre bien y mal. En esa contradicción que nos hace humanos.

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