El camino perdido al Buixcarró


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Cuando ocurrió el incendio de Llutxent, en 2018, sufrí pensando que todo el pinar entre Pinet y el Puntal del Buixcarró acabaría devorado por las llamas. Afortunadamente, esa parte de la sierra se salvó, aunque por muy poco.

Desde Pinet, la ruta comienza por una pista que se convierte en senda en muy mal estado. Antes de descender hacia la Caseta del Tío Honori, se intuye un camino que se desliza hacia el norte entre matorrales. De repente, como el esqueleto de un pasado que no volverá, se alza una casa en ruinas. Parte es de piedra y estuco; parte, de azulejo moderno —testimonio de que alguien intentó salvarla del abandono implacable que va desdibujando la vida tradicional. No muy lejos, se encuentra una inmensa cerca de piedra seca que habla de ganadería desaparecida.

En siete años, el camino se había borrado tanto que por momentos parecía que avanzábamos por una selva, donde las uñas del zarzal rasgaban la piel. Lo que recordaba como un pinar ordenado, como un jardín japonés, ahora se había vuelto una jungla densa, un laberinto vegetal donde era fácil perderse. Antes, la senda serpenteaba entre pilares de piedra que parecían dispuestos por la mano de un dios creador.

La luz se filtraba dulcemente entre las ramas, creando contraluces misteriosos. Solo se oían nuestras voces y los crujidos de las plantas apartadas. Juan nos miraba, disgustado —la senda tan perdida no era de su agrado.

Teníamos que comparar constantemente nuestra posición con la ruta marcada en el mapa. La senda aparecía y desaparecía, conduciéndonos a veces a simas desconocidas —albiradas por la presencia de una higuera— o a rincones sin salida, obligándonos a retroceder. Navegábamos entre matorrales para recuperar la ruta prevista. No era un camino ignoto: en una segunda sima había señales humanas de peligro de caída. Finalmente, llegamos al puntal, a unos seiscientos metros, desde donde se divisaba la Costera, con Xàtiva y su castillo, y el embalse de Bellús en la Vall d’Albaida.

Llegamos a los crestones solitarios del Buixcarró. Las agujas de roca caliza pinchaban un cielo de un azul inmenso, como de verano que juega a ser primavera. Desde el Buixcarró, la mirada volaba hacia el mar, por un lado, y hacia la sierra Grossa, por otro. Las líneas sinuosas del término de Barxeta conducían a Xàtiva y su castillo. Sobre la llanura, se alzaba el Puig de Santa Maria, y detrás, la ermita de Santa Anna. En días claros, la línea azul del Mediterráneo se dibuja limpia, o la silueta de la Sierra de Corbera, como una ola petrificada sobre la llanura costera.

Juanes, el tercer mosquetero, subió a un trampolín de piedra que sobrevuela el abismo. Es la imagen típica: el senderista destacándose sobre las casitas tranquilas del Pla de Corrals.

Los pinos de esta zona son muy distintos. Son altos, esbeltos, con brazos que se abren como candelabros, creando en su base un bosque poco común en estas tierras.

Descendimos por la pista entre Pla de Corrals y Pinet. Después de una ruta agreste, empinada y casi selvática, se agradecía la sencillez de la pista forestal hormigonada. Al llegar a Pinet, unas buenas jarras de bebida fresca mitigaron todos los males del verano.

Los años no perdonan. Parece que fue ayer, pero después de siete años, el cambio es evidente en la naturaleza.

Si este paisaje fuera un ser consciente, quizá habría percibido también los cambios que me han transfigurado a mí. Pinet sigue siendo un pueblo tranquilo: cuatro calles, unas casas resguardadas entre sierras y barrancos, como si vivieran a caballo entre la memoria y el olvido. Ya han pasado siete años desde aquel infierno que, por poco, no engulló al pueblo y al pinar mágico del Buixcarró. Y, sin embargo, aquí seguimos: como las higueras aferradas al abismo, como la piedra que espera el sol de la mañana, como la memoria que no se deja borrar.

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