Agua y aceite


Foto: Grupo de adolescentes haciendo cola frente a un centro comercial

Una música suave de jazz llenaba el silencio del aula de reflexión del centro. Una profesora tecleaba en el ordenador las preguntas del examen de inglés para los de tercero. En dos pupitres dos alumnos se espatarraban en las sillas mirando con hastío y aburrimiento las paredes. En la calle se escuchaba el sonido de los coches y las voces de las madres que llevaban a sus hijos a las clases de la tarde en el colegio de primaria situado en la acera de enfrente.
Laura, la profesora de idiomas, alcanzaba a mirar por la ventana a los más pequeños cogidos de la mano de sus madres que llegaban cotilleando sobre lo divino y lo humano. — Tan monos de pequeños y tan pesados cuando vienen aquí— pensó la profesora antes de seguir tecleando el texto.
— ¿Profe, quieres que te enseñe la cresta roja que me hice este verano? — Dijo el más grande de los dos. El adolescente, de dieciséis años y todavía con rasgos aniñados, era enorme como un armario. Laura lo tuvo dos cursos atrás. No era de los peores, pero pesado como su propio cuerpo y vago. Jamás había traído el material de clase. Sus padres, como de costumbre, desaparecidos.
— Si quieres sacar el móvil ya sabes que no puedes. Está prohibido traerlo al instituto— Con unos cuantos años la profesora ya sabía que niños y perros comparten esa machacona insistencia que abre brechas en el muro de las normas a menos que uno se cierre en banda como una almeja.
El adolescente bufó en el aire con cara de fastidio. El otro observaba silencioso sin entrar en la conversación.
—¿Profe, porqué han venido los moros esos? —
En la última semana se habían integrado en el centro una docena de adolescentes en protección de menores en el centro de Mislata. — No les llames moros y han venido porque viven en la zona que corresponde a este instituto—. El adolescente se revolvió en su silla. — ¿Y cómo los tengo que llamar profe? — Laura pensó, —Qué pesado, no me va a dejar acabar—.
—No se, llámalos como quieras, pero de manera respetuosa. —.
— Es que son moros profe. Y me aburro. ¿No puedo sacar el móvil y leer el periódico? —
— Ya sabes que no, además, ya me ves a mí, tengo cosas que hacer, si tú fueras de otra manera estarías ocupado haciendo tus cosas e, igualmente, no estarías aquí. —
— Yo no he hecho na’, no sé por qué me han castigado.
— Algo habrás hecho. Si quieres que te diga la verdad es una lástima que desaproveches tu tiempo como lo has hecho desde que llegaste al centro. Deberías pensar en tu futuro. En unos años estarás trabajando y cuando más te prepares más oportunidades tendrás. Te lo digo de corazón —. Laura habló con sinceridad. Desde su perspectiva de adulto sabía que estos gallitos de instituto serían carne de cañón, piezas menores en una maquinaria cruel de los que mandan y los que son mandados. — Mira, estos inmigrantes he han dicho que vienen con muchas ganas de aprender. La mayoría quieren ser mecánicos. Huyen de países en guerra o muy pobres. Son gente de tu edad que se ha jugado la vida para venir a España. Si no te esfuerzas en el futuro igual son ellos los que se llevan el trabajo que tú querrías. —
Algo se removió en la conciencia del alumno. Miró con odio a la profesora y le dijo.
— Así es como este país es una mierda.
— ¿Crees que es justo que te den a ti un trabajo si hay alguien más preparado que tú? ¿Por qué un empresario debería contratarte a ti y no a una persona más preparada? No seas tonto y estudia, podrás construir tu futuro y evitar tener un jefe que te diga lo que tienes que hacer y que tú tengas que bajar la cabeza, aunque no tenga razón.  Si aprendes a leer, a comprender textos, podrás firmar la hipoteca de tu piso sin que te engañen. — La profesora había pasado de la compasión a una indignación creciente por la ceguera que ya había visto tantas veces.
El alumno miraba ya con odio a su profesora.
— ¿Sabes? Ojalá tuviéramos aquí a Trump. Me alegro que haya ganado. Y cuando pueda votar votaré a VOX. —
En ese momento sonó el timbre y los dos castigados cargaron con unas mochilas ligeras de peso y desaparecieron por el pasillo. Laura cerró el portátil y se puso el abrigo. En la calle ya no había niños sólo adolescentes que sacaban ansiosos el teléfono o fumaban unas caladas antes de perderse por las calles del barrio.
Cuando salía por un centro ya vacío recordó a la hermana del alumno. Sin ser una alumna brillante había sido formal y trabajadora. Todo lo contrario de su hermano. Sabía que estudiaba en la universidad y era pareja de otra alumna del instituto.
—Votará a VOX—, se dijo para si misma.


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