Surtido de Ibéricos IX: La gloria perdida

Entramos en España y seguimos las indicaciones de Cáceres subiendo al norte por una carretera desolada entre páramos, fincas rurales y con, apenas, uno o dos pueblos en casi cien kilómetros. No es casualidad que el término municipal de Cáceres sea el mayor de España y que acoja a uno de cada cuatro habitantes de la provincia. La misma sobriedad de la dehesa comunica una belleza contenida pero cruel. Es esta soledad se hace evidente la falta de oportunidades y esa tendencia a la emigración de tantos extremeños desde los tiempos de la conquista hasta la actualidad.

Le entrada en Cáceres fue confusa por las obras y la posición del hotel en un centro peatonalizado hace pocos años. La ciudad ha crecido hacia el sur y, por ello, mantiene un centro histórico de calles medievales que está engañosamente cerca del campo. El disgusto de mi hija al entrar por primera vez en el recinto de Cáceres monumental fue mayúsculo. Casas, palacios y, aparentemente, demasiada poca animación. En realidad no era así. Fue salir de nuevo a la Plaza Mayor y bajar por el eje de las calles Pintores y San Pedro para acceder a la bulliciosa Avenida de España. Por su trazado urbano en el mapa se deduce que la ciudad ha crecido hacia el sur y no en todas direcciones y por ello los edificios y las avenidas modernas están mayoritariamente por este lado.

La avenida volvía a traerme los recuerdos del Paseo de las Germanías en la Gandía de mi niñez. Una multitud de cacereños paseaban en ese acto tan latino de pavonearse en el foro, ver y dejarse ver. Socializar alrededor de una mesa de terraza comiendo tapas mientras los niños corren libres y juegan por los setos y jardines. Algunas mujeres de mediana edad, ataviadas con sus vestidos de domingo, andaban a unos pasos tras sus esposos. Unos muchachos con aire de empollones hablaban en voz alta de informática. Las adolescentes lucían su belleza juvenil con esa seguridad de que siempre iba a ser así. La escena era un dejà vu de cualquier ciudad de tamaño medio. Sin escuchar el acento podría haber sido cualquier región española. Por fortuna son costumbres que nos resistimos a perder. Pasear ver, saludar, informarse de aquello que pasa en tu comunidad, tomarse una cerveza con tapas y jamás mostrar que las cosas te van mal. Nos unimos a la celebración tomando un menú de tostas en la Plaza Mayor. Decir que estaba delicioso es decir poco.

Fundido encadenado y estamos desayunando en el mismo lugar. En unas horas habíamos cambiado de semana y de mes. Lunes dos de septiembre. La temperatura era ideal y, protegidos del sol por una sombrilla, tomábamos tostadas, café con leche y zumo de naranja.

A esa hora la plaza estaba casi vacía. De acá para allá los viandantes recorrían una explanada de losas de granito rodeadas por el oeste por casas con soportales y por el este por las murallas de la antigua Cáceres monumental encerrada entre torres y muros. La reforma, tal vez, había sacado el máximo partido al lugar, pero dejaba un centro de la plaza excesivamente desolado. Parecía estar buscando deseperandamente la complicidad con el edificio del ayuntamiento,algo más elevado sobre unas escalinatas, en el que debería haber algún político o personalidad dando un discurso o alguna reina de las fiestas llamando a las mismas a una multitud que llenara el vacío. En ese momento casi nada daba vida al recinto. Terrazas vacías, ningún coche, poco verde y escasos transeuntes.

Nos dirigimos a un local pegado a la muralla anunciado por el pomposo rótulo que decía Asociación de Guías de Cáceres. Una mujer rolliza, de piel sanguínea y melena corta de cabello rojizo sentada tras su escritorio nos miró por encima de unas lentes que le daban aspecto de terrible profesora de latín de las del bachillerato de los cincuenta. Casi no nos dejó hablar. -Hoy lunes los museos están cerrados y no podremos entrar-. Por el tono parecía que pensara que nos íbamos a sentir estafados y no cesó de repetirlo como una letanía cada vez que veíamos una puerta cerrada. -No, no hay rebajas para estudiantes- nos contestó con sequedad. Pagamos, pues, y seguimos, identificados con una pegatina, hacia el interior de la ciudadela. El grupo era variopinto con mezcla de franceses lechosos, holandeses espigados, andaluces de piel morena y otros de aspecto español. La guía llevaba un bolso mochila y una blusa de encaje que dejaba ver la piel rojiza de la espalda. Hablaba con un cierto retintín aristocrático y sin pudor alardeaba de su amistad con los nobles que residían en las casas señoriales. La mayoría de familias habían vendido o cedido el patrimonio a organismos públicos y, si bien es cierto que el barrio era hermoso, mi hija tenía razón en decir que estaba, igualmente, falto de vida real. La propia guía, con casa propia en el recinto, nos habló del esfuerzo por impedir la entrada de coches que afeaban las perspectivas. Se lamentó de lo caro que resultaba el mantenimiento de las casas y de los impuestos que se pagaban sin preguntarse si no sería en proporción mucho más caro para un pobre trabajador de vivienda de protección oficial. Parecía feliz de ser parte de esa minoría que habitaba en las alturas en un mundo perdido siglos atrás y no dejaba de proclamar su derecho a la diferencia, a vivir en un mundo congelado en el pasado, encerrado en hermosos patios de hiedra con olivos e higueras.

El barrio histórico se ha ganado con justicia un lugar en el patrimonio de la humanidad. Los palacios e iglesias, de imponentes muros de sillares, han mantenido todo su explendor del pasado, casi sin cambios, hasta nuestros días. Las plazoletas y callejuelas se suceden entre torres, portalones o patios interiores con claustros de columnas. Cada casa parece pugnar con las de los vecinos por manifestar su importancia. Viejas historias de rivalidades se cuentan en las torres desmochadas o en los matacanes instalados sin pudor en las fachadas para atacar con aceite a los enemigos. Familias de orgulloso abolengo proclamado en los blasones de las entradas, que una vez cruzaron el océano y encontraron la riqueza y la gloria en las Indias Occidentales. Hoy la mayoría ha perdido el interés por la casa solariega y o bien han muerto sin descendencia o viven en grandes ciudades lejos del solar que una vez fue el de sus ancestros. Tal vez fue esa decadencia la que preservó ese aspecto puro del pasado que se hubiera perdido si Cáceres hubiera gozado de mayor fortuna.

Era tiempo de partir y así lo hicimos. Consideramos la oportunidad de ir a ver Trujillo y en poco más de una hora estábamos entrando en su Plaza Mayor. El lugar ha conservado casi intactos la monumentalidad del pasado. La estatua de Pizarro se yergue desafiante recordando la gloria del conquistador y obviando las acciones que hoy consideraríamos genocidios y fanatismo en la imposición del cristianismo. No podemos juzgar el pasado con las varas de medir el presente y, en cualquier caso, cada pueblo se identifica con el paisano que ha destacado en el pasado. No teníamos mucho tiempo y subimos por las calles hasta Santa María La Mayor un edificio románico con final gótico cerrado en esos momentos. Eran las tres de la tarde y casi nadie osaba a desafiar al sol. Un turista nos señaló un pequeño escudo en lo alto del campanario. Ahí está, dijo orgulloso, el escudo del Atleti. Al parecer algún párroco forofo había conseguido esconder en una restauración un homenaje al club de sus amores.

Unas monjas salieron de su convento de clausura a tirar unas bolsas de basura. Nos miraron con desconfianza al ver la cámara. Una de ellas era una anciana de mirada fiera, la otra una monja café con leche de las que están llegando para dar vida a los conventos que mueren por falta de nuevas vocaciones. Finalmente les compramos unos dulces de la repostería que elaboran y que nos vendieron a través del tradicional torno. Estábamos cerca de la muralla  donde finaliza abruptamente el casco urbano y del castillo. Trujillo se extendía a nuestros pies a la luz del mediodía. 

Pasamos por la casa donde nació Pizarro. Toda la gloria de sus conquistas había nacido en un diminuto lugar en una ciudad perdida en la dehesa extremeña. Siglos donde la ambición y conquista dominaron la mente de tantos hidalgos de familias hechas en las guerras contra los moros y en el Mediterráneo. Tiempos de conquistadores que levantaron un imperio, destruyeron otros tantos y cambiaron el rumbo de la historia. Extremadura conmemora a sus héroes que le dieron un patrimonio y una riqueza con la que todavía siguen soñando.


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