La maleza



Verano en el patio trasero. Sentado junto a la mesa del jardín veo las nubes estratosféricas y el cielo claro que trae el poniente. Hace ocho años que nos mudamos a esta casa y las paredes ya reclaman una mano de pintura. Algunos de los robustos maceteros que con tanta ilusión compramos han sido reventados por las raíces de unas plantas ahogadas en su propio espacio. Hay que ahorrar para devolver su aspecto a las cosas. Al otro lado del muro veo unos árboles que apenas eran unas varas con hojas cuando llegamos. El tiempo y el abandono del huerto de naranjos que una vez fue les ha permitido crecer hasta sobrepasar con creces la altura de un tercer piso. Más allá, pasados los pinos ya de camino a Gandía, empiezan los campos abandonados a su suerte que han sido desbrozados en un intento del ayuntamiento de restablecer el orden frente a la tupida selva en que se habían convertido. En un país donde la crisis hace mella vuelve a reinar la tendencia universal a la máxima entropía.

Parece que los periodos de bonanza económica nos lanzan a una carrera de dominio del cosmos. Construimos como termitas y pensamos que vamos a dominar el paso del tiempo y el espacio, pero no es así. Cuando llega la crisis económica lo hace acompañado de una crisis personal y moral que deja a la sociedad catatónica y dispuesta al abandono. Las grandes ciudades del pasado, Palmira, Petra o Chichen Itzá fueron descubiertas como grandes moles de piedras abrazadas por lianas y gruesos troncos.

Detroit, la ciudad americana una vez capital mundial de la automoción, se asfixia entre estertores y abandona a su suerte grandes áreas residenciales, industriales, culturales o de servicio. La naturaleza es como un motor implacable que no se detiene ante nada y basta un amago de abandono por parte de los seres humanos para que invada, ataque y deshaga la tarea titánica de las civilizaciones. Bastarían unas horas para que el metro de Nueva York quedara inundado sin la ayuda de las bombas que mantienen el agua a raya. Dicen que estamos a dos días de los saqueos si la maquinaria de nuestro mundo se detuviera por cualquier causa y a unos pocos años de la desaparición de todo resto de nuestro presente.

El llamado síndrome de Diógenes, esa obsesión por la cual algunos seres humanos viven en la podredumbre rodeados de gatos, ratas y mil objetos sacados de la basura, parece una vez más el resultado de una lucha perdida contra el desorden. Canalizamos ríos que devoran las riadas, creamos diques que son aniquilados por los maremotos, levantamos edificios que más pronto o más tarde caen por efecto de la piqueta o de las fuerzas de la naturaleza. El mito del eterno retorno nos llevará más tarde o más temprano a la maleza que se enroscará sutil pero implacable.

Es inútil. Nada podemos hacer contra el infinito poder del caos. Somos naturaleza y por más que creamos que a ella nos podemos imponer, siempre triunfará en el mismo momento en que perdamos las fuerzas o las ganas de luchar y nos dejemos vencer por la maleza. Podemos ganar batallas pero jamás la guerra.








Comentarios

  1. Jorge: claro está que se puede considerar como un poco pesimista tu análisis.
    Pero, a la vez, quizá no sea nada triste considerar el tiempo como no siempre un amigo sino un elemento con el que tenemos que componer.
    Lo que pasa es que, como tú dices, aquel tiempo tiene un don para arruinar lo que paulatinamente habíamos edificado. Pero creo que así van las cosas…
    Lo único que cuando nos enteramos, pensándonoslo… es cuando, de cierta forma, algo duele. ¿No?
    Así medimos un poco de la vanidad de nuestros esfuerzos.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy