El viejo listín de teléfonos

Las casas de los ancianos tienen una cierta atmósfera particular. De los objetos que compramos durante nuestra vida probablemente sean los muebles los que más tiempo nos acompañan. Tal vez sea por eso que las casas de los jubilados comparten un cierto sabor a pasado y un estilo ecléctico donde marcos de fotos con familiares pasados y presentes, color y escala de grises, se funden con un televisor de plasma de nueva generación o un aparato de aire acondicionado.

Sí, nos apegamos a nuestros objetos como naufrago a una tabla de salvación en un mar en el que finalmente vamos a desaparecer. Mi madre cumplió el jueves ochenta años y me acerqué a su casa. La abracé tantas veces como pude, le gasté bromas, la subí al brazo como se hace con un bebé y finalmente fingí sentarme en su regazo como solía hacer de niño. Como siempre ha hecho, se defendió a base de pellizcos y risas.

Perdida como está, a veces, en las brumas de la desmemoria estaba suficientemente lúcida como para ser consciente de la maravilla de haber llegado a edad tan avanzada. Mi madre, por momentos, conserva ese sentido de la libertad y autonomía de un adulto y protesta por los controles que le hace mi padre. No hagas esto, no hagas lo otro, no abras, no enciendas el fuego. Ella me mira y escandalizada me dice que mi padre no le deja hacer nada. Los entiendo a los dos.

Mi padre, todavía con bastante fuerza y completamente lúcido se debate entre la obligación y la rebeldía por la carga con la que ha de convivir. Por momentos asoma en sus ojos la picardía de su carácter, a veces la fragilidad del anciano, otras esas manías con las que nos obsesionamos los seres humanos. Verlos por la calle es ver una pareja caminando con ese paso dubitativo propio de la edad. Mi madre diminuta y cada vez más encorvada, mi padre inmenso y corpulento y todavía con cierta gallardía.

Buscando una libreta que regalé a mi madre y donde escribió sus memorias con esa letra impoluta aprendida de las monjas encontramos el listín de direcciones de casa forrado con tapas azules. Lo compramos cuando instalamos el teléfono y está desencuadernado por el uso. Mi madre lo abrió y empezó a encontrar nombres al azar. La soledad de la vejez se hizo patente. La mayoría de teléfonos son inútiles por el fallecimiento de sus titulares, las direcciones probablemente ya no son el domicilio del contacto y los números ni siquiera siguen las nuevas directrices. Mi madre escudriñó los rincones de su memoria y de la lectura de nombres surgieron los recuerdos. Los parientes de Játiva, mis amigos de adolescencia, sus propios amigos. Por un momento la memoria de mi madre se iluminó con esa rendija de luz abierta por la vieja agenda.

El reloj marca las horas mientras el canario pinta la escena con toques de patio español. Mis padres se sientan en las mismas posiciones y miran la televisión. Mi madre pliega obsesivamente la ropa y mi padre lee el diario mientras la escena pierde nitidez y funde en el tiempo.

Comentarios

  1. Me ha encantado tu relato, me ha emocionado y me ha dado ese pellizquito al corazón que ya hace tiempo no sentía.Gracias.

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  2. Muchas gracias por el comentario. Hay que aceptar la vejez pero hay que ver la melancolía que conlleva...

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