En la memoria

Como todas las navidades los últimos días, ya pasado el año nuevo, se complican con el regalo a los padres. Ya no están en esa edad en que las cosas hagan una ilusión especial. Tienen casi todo lo que necesitan y tal vez lo que más aprecian, el contacto humano y las visitas de la familia, es lo que más escasea. Este año nos decidimos por un marco fotográfico digital porque pensamos que les gustaría tener colecciones de fotos de la familia apareciendo de forma aleatoria en su entorno cotidiano.
En la visita que hice esta misma semana mi madre me volvió a pedir que copiara al marco una foto que le gusta especialmente. Se trata de una en la que los cuatro, mi padre, ella, mi hermana y yo posamos en un día de primavera. Con ropa formal de un día de fiesta estamos formados frente al fotógrafo que nos debió de parar frente a la entrada al local. Mi hermana y yo llevamos vestidos de fiesta con el mismo estampado a flores. Me imagino que en el momento en que recibimos la instantánea pasado un tiempo mi madre debió protestar por la falta de pericia del fotógrafo. Ella salía con la boca abierta como queriendo decir algo y quedando en cambio atrapada en un momento impropio. Por mi parte, demasiado pequeño para preocuparme en posar, estaba entretenido deseando sacar algo de su bolso. Mi padre y mi hermana, más conscientes del momento, posan formales con la mejor de sus poses. Las fotos son como el vino, el primer año tienen escaso valor pero en cuanto se les deja madurar unas décadas adquieren un aura legendaria que las engrandecen incluso en sus defectos.
Mi madre no había envejecido tanto como mi padre. Los cinco años que los separan y la tendencia de la familia paterna a encanecer el cabello prematuramente habían marcado una falsa diferencia de edades más allá de la real. Por aquel entontes estaba probablemente en la mitad de su tercera década, yo diría que por los treinta y cuatro, mi padre ya estaba llegando a esa edad traicionera en que los hombres empezamos a decaer. Supongo que pasado el tiempo mi madre ve en esa foto la plenitud de su vida y de la familia que formó y por ello siente ese especial afecto al contemplarla. Todos tenemos nuestros paraísos perdidos particulares y pienso que desde la perspectiva de la vejez, aquel momento donde tus hijos eran realmente unos niños pequeños,se percibe como un espacio perfecto en un pasado que jamás lo fue.
La vida no es fácil. No lo es para nosotros, la generación del baby boom. No lo fue ni mucho menos para ellos, la de los niños de la guerra y del hambre.
Las fotos son siempre un engaño. Cuando acaban de ser realizadas dejan de ser presente y pasan al extraño limbo de la intemporalidad. Mi madre, una anciana de setenta y seis años, sigue siendo el rollizo bebé que posa sin ropa al estilo de la época en una hermosa foto de 1932. En la siguiente hoja del álbum es una niña de unos tres años de cabello rizado que asustadiza, mira inquieta el objetivo. Me inspira mucha ternura ver a alguien a quien tanto quiero en ese cuerpecito diminuto, en esa ropa con volantes de fantasía y con ese lazo que casi supera el tamaño de su cabeza. Eran los años anteriores a la guerra y todavía su vida no se había visto golpeada por el salvaje azote que habría de venir.
Mi abuelo materno era un hombre de mentalidad abierta y republicana y por la edad y como padre de familia ya estaba fuera del alcance de las listas de reclutamiento. Gandía era un objetivo militar para el bando sublevado y por ello fue bombardeada varias veces, pero lo cierto es que una vez pasaron la época de la venganza y las balas fáciles la comarca se instaló en una relativa comodidad de retaguardia. Fue así como los niños de la época crecieron: entre los momentos de cierta normalidad y el terror a morir bajo las bombas de cualquier ataque repentino. Algunas veces mi madre ha relatado una carrera alocada desde la escuela hasta su casa escuchando el ulular amenazador de las sirenas de protección antiaérea o el humo de los incendios en el puerto tras los ataques.
Cuando el peligro arreciaba la familia se refugiaba en la cercana alquería de Martorell, una pequeña aldea no muy alejada de Gandía, rodeada de un vergel de huertos y campos donde la familia de mi abuela tenía casas. Tal vez sea por esto que para ella este lugar y Játiva, el pueblo de origen de mi abuelo, hayan sido siempre sus señas de identidad, sus paraísos particulares, sus raíces emocionales.
La posguerra fue ciertamente tranquila. Un país exhausto tras una catástrofe bíblica se vio sumido en el hambre y la penuria. Fueron años de blanco y negro, de colas y de racionamiento, de silencio y miedos. Las mismas ideas que habían protegido a mi abuelo ahora eran motivo de sospecha. Él se resistía a ir a misa los domingos pero tenía que ejercer su papel de creyente convencido cuando requería la ocasión. Si pasaba un “vía crucis” por la calle había que salir del café y formar en riguroso y silencio como muestra de respeto, se sintiera de corazón o no. Mi madre crecía en las fotos hasta llegar a ser una adolescente bajita de cabello castaño oscuro y marcadas formas.
A principios de los cincuenta todo estaba prohibido y mucho más para una mujer. En la playa debían cubrirse rápidamente tras el baño con un albornoz a riesgo de ser multadas o adquirir mala fama. Según nos ha contado muchas veces uno de sus paseos favoritos consistía en recorrer la distancia que separa Gandía del puerto y para ver los barcos. Muchas veces mataban el tiempo rezando el rosario. Los marineros de aquella época, probablemente nórdicos, tenían el atractivo de lo exótico y desconocido. Me imagino que Europa debería de parecer un mundo tan lejano, como una remota galaxia, en esta comarca perdida en una mentalidad provinciana y con las alas cortadas por la represión ideológica.
Los años del matrimonio y la familia llegaron. Qué felicidad sentía yo cuando después de comer me sentaba en sus brazos. Cuando ya era un niño bastante más grande que mi madre me acurrucaba como un polluelo torpe que no sabe que ya es gallo. Siempre he tenido mucho cariño por mis padres pero con mi madre he tenido esa relación privilegiada que da ser chico y además el pequeño de la casa.
La vida da, luego reclama. Por mi madre ahora siento la ternura que se siente por alguien endeble. Mi padre, según la foto más viejo, es ahora el que mantiene más salud y fuerza. Mi madre decae año a año, día a día y va dejando atrás las facultades que nos hacen autónomos y seguros de nosotros mismos. Primero fue la torpeza sobrevenida por la enfermedad de Parkinson, después el desgaste de las cervicales que le provoca mareos y algún desvanecimiento, ahora pequeñas pérdidas de memoria a medio plazo.
¿Qué hubiera sido de mi madre en otras circunstancias? Creo que ha sido una vida frustrada por la realidad. A pesar de haber recibido sólo educación básica vivió sus fantasías de viajes, mundos y experiencias leyendo. Cuando lee mi libro sobre Bolivia parece que vive en mi experiencia esos viajes que jamás pudo hacer, cuando escribe su diario y sus memorias, ejerce una afición por la escritura que jamás pudo ver realizada. La vida les ha regalado un final feliz. Años de dulce rutina, de tranquilidad merecida pero con el regusto amargo de todo aquello que ya no podrá ser. La ilusión por volar se vio materializada en un viaje a Canarias pero la edad ya va acortando oportunidades de nuevas experiencias. Somos como los replicantes de Blade Runner. Tenemos fecha de caducidad y un período donde hacer realidad nuestra vida. Más allá quien sabe.
Cuando miramos la foto familiar, ella y yo, nos unimos en el amor a un pasado que amamos. El paraíso perdido que nunca existió pero que tiene su mejor expresión en ese momento en que yo era niño, ella era joven y juntos, con mi padre y mi hermana, éramos una pequeña familia sin hijos, sin nietos, sólo los cuatro afrontando ese futuro entonces desconocido que hoy ya sólo son nuestros recuerdos.
Mi madre está perdiendo poco a poco la memoria. En el fondo ese es nuestro sino, nuestro pasado, nuestros deseos, nuestros amores. Todo será pasto del tiempo. Eduardo Punset habla de la enfermedad de Alzheimer como el proceso de la disolución del yo y ese es el destino inevitable que nuestra individualidad, lo única que realmente tenemos: nuestra propia disolución en un universo que se expande y se diluye en la nada.

En la memòria
Com tot el Nadal els últims dies, ja passat l'any nou, es compliquen amb el regal als pares. Ja no estan en aqueixa edat en què les coses facen una il•lusió especial. Tenen quasi tot el que necessiten i tal vegada el que més aprecien, el contacte humà i les visites de la família, és el que més escasseja. Enguany ens vam decidir per un marc fotogràfic digital perquè vam pensar que els agradaria tenir col•leccions de fotos de la família apareixent de forma aleatòria en el seu entorn quotidià.
En la visita que vaig fer aquesta mateixa setmana ma mare em va tornar a demanar que copiara el marc una foto que li agrada especialment. Es tracta d'una en què els quatre, mos pare, ella, la meua germana i jo posem en un dia de primavera. Amb roba formal d'un dia de festa estem formats enfront del fotògraf que ens degué aturar enfront de l'entrada al local. La meua germana i jo portem vestits de festa amb el mateix estampat a flors. M'imagine que en el moment en què vam rebre la instantània, passat un temps, ma mare protestaria per la falta de perícia del fotògraf. Ella eixia amb la boca oberta com volent dir quelcom i quedant en canvi atrapada en un moment impropi. Per la meua part, massa xicotet per a preocupar-me a posar, estava entretingut desitjant traure alguna cosa de la seua bossa de mà. Mon pare i la meua germana, més conscients del moment, posen formals amb la millor de les seues poses. Les fotos són com el vi, el primer any tenen escàs valor però en quant se'ls deixa madurar unes dècades adquireixen una aura llegendària que les engrandeixen fins i tot en els seus defectes.
Ma mare no havia envellit tant com mon pare. Els cinc anys que els separen i la tendència de la família Paterna a encanudir el cabell prematurament havien marcat una falsa diferència d'edats més enllà de la real. Ma mare estaria aleshores probablement en la meitat de la seua tercera dècada, jo diria que pels trenta-quatre, mon pare ja estava arribant a aqueixa edat traïdorenca en què els hòmens comencem a decaure. Supose que passat el temps ma mare veu en eixa foto la plenitud de la seua vida i de la família que va formar i per això sent aqueix especial afecte el contemplar-la. Tots tenim els nostres paradisos perduts particular i pense que des de la perspectiva de la vellesa, aquell moment on els teus fills eren realment uns xiquets menuts, es percep com un espai perfecte en un passat que mai ho va ser.
La vida no és fàcil. No ho és per a nosaltres, la generació del baby boom. No ho va ser ni de bon tros per a ells, la dels xiquets de la guerra i de la fam.
Les fotos són sempre un engany. Quan acaben de ser realitzades deixen de ser present i passen a l'estrany limbe de la intemporalitat. Ma mare, una anciana de setanta-sis anys, continua sent el robust bebè que posa sense roba a l'estil de l'època en una bella foto de 1932. En el següent full de l'àlbum és una xiqueta d'uns tres anys de cabell arrissat que espantadissa, mira inquieta l'objectiu. M'inspira molta tendresa veure a algú a qui tant vull en aqueix cosset diminut, en aqueixa roba amb volants de fantasia i amb aqueix llaç que quasi supera la grandària del seu cap. Eren els anys anteriors a la guerra i encara la seua vida no s'havia vist colpejada pel salvatge assot que hauria de venir.
El meu avi matern era un home de mentalitat oberta i republicana i per l'edat i com a pare de família ja estava fora de l'abast de les llistes de reclutament. Gandia era un objectiu militar per al bàndol sublevat i per això fou bombardejada diverses vegades, però la veritat és que tanmateix van passar l'època de la venjança i les bales fàcils, la comarca es va instal•lar en una relativa comoditat de rereguarda. Va ser així com els xiquets de l'època van créixer: entre els moments d'una certa normalitat i el terror a morir davall les bombes de qualsevol atac sobtat. Algunes vegades ma mare ha relatat una carrera esvalotada des de l'escola fins a sa casa escoltant l'ulular amenaçador de les sirenes de protecció antiaèria o el fum dels incendis al port després dels atacs.
Quan el perill creixia la família es refugiava en la pròxima alqueria de Martorell, una xicotet llogaret no molt allunyat de Gandia, rodejada d'un el verger d'horts i camps on la família de la meua àvia tenia cases. Tal vegada siga per açò que per a ella aquest lloc i Xàtiva, el poble d'origen del meu avi, hagen sigut sempre les seues senyes d'identitat, els seus paradisos particulars, les seues arrels emocionals.
La postguerra va ser certament tranquil•la. Un país exhaust darrere d'una catàstrofe bíblica es va veure sumit en la fam i la penúria. Foren anys de blanc i negre, de cues i de racionament, de silenci i pors. Les mateixes idees que havien protegit al meu avi ara eren motiu de sospita. Ell es resistia a anar a missa els diumenges però havia d'exercir el seu paper de creient convençut quan requeria l'ocasió. Si passava un “viacrucis” pel carrer calia eixir del cafè i formar en rigorós i silenci com a mostra de respecte, se sentira de cor o no. Ma mare creixia en les fotos fins a arribar a ser una adolescent baixeta de cabell castany fosc i marcades formes.
A principis dels cinquanta tot estava prohibit i molt més per a una dona. A la platja havien de cobrir-se ràpidament després del bany amb un barnús a risc de ser multades o adquirir mala fama. Segons ens ha contat moltes vegades un dels seus passejos favorits consistia a recórrer la distància que separa Gandia del port i per a veure els vaixells. Moltes vegades mataven el temps resant el rosari. Els mariners d'aquella època, probablement nòrdics, tenien l'atractiu de l'exòtic i desconegut. M'imagine que Europa deuria semblar un món tan llunyà, com una remota galàxia, en aquesta comarca perduda en una mentalitat provinciana i amb les ales tallades per la repressió ideològica.
Els anys del matrimoni i la família van arribar. Quina felicitat sentia jo quan en acabant de dinar m'assentava en els seus braços. Quan ja era un xiquet prou més gran que ma mare m'arrupia com un pollet maldestre que no sap que ja és gall. Sempre he tingut molt d'afecte pels meus pares però amb ma mare he tingut aqueixa relació privilegiada que dóna ser xic i a més a més el xicotet de la casa.
La vida dóna, després reclama. Per ma mare ara sent la tendresa que se té per algú feble. Mon pare, segons la foto més vell, és ara el que manté més salut i força. Ma mare decau any a any, dia a dia i va deixant arrere les facultats que ens fan autònoms i segurs de nosaltres mateixos. Primer va ser els problemes sobrevinguts amb la malaltia de Parkinson, després el desgast de les cervicals que li provoquen marejos i algun esvaïment, ara xicotetes pèrdues de memòria a mitjà termini.
Què haguera sigut de ma mare en altres circumstàncies? Crec que ha sigut una vida frustrada per la realitat. A pesar d'haver rebut només educació bàsica va viure les seues fantasies de viatges, mons i experiències llegint. Quan llig el meu llibre sobre Bolívia sembla que viu en la meua experiència aqueixos viatges que mai va poder fer, quan escriu el seu diari i les seues memòries, exerceix una afició per l'escriptura que mai va poder veure realitzada. La vida els ha regalat un final feliç. Anys de dolça rutina, de tranquil•litat merescuda però amb el regust amarg de tot allò que ja no podrà ser. La il•lusió per volar es va veure materialitzada en un viatge a Canàries però l'edat ja va acurtant oportunitats de noves experiències. Som com els replicants de Blade Runner. Tenim data de caducitat i un període on fer realitat nostra vida. Més enllà qui sap.
Quan mirem la foto familiar, ella i jo, ens unim en l'amor a un passat que estimem. El paradís perdut que mai va existir però que té la seua millor expressió en aqueix moment en què jo era xiquet, ella era jove i junts, amb mon pare i la meua germana, érem una xicoteta família sense fills, sense néts, només els quatre afrontant aqueix futur llavors desconegut que avui ja només són els nostres records.
Ma mare està perdent a poc a poc la memòria. En els fons aqueix és el nostre si, el nostre passat, els nostres desitjos, els nostres amors,tot serà past del temps. Eduardo Punset parla de la malaltia d'Alzheimer com el procés de la dissolució del jo i aqueix és el destí inevitable que la nostra individualitat, l'única que realment tenim: la nostra pròpia dissolució en un univers que s'expandeix i es dilueix en el no-res.

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