Tres aeropuertos y un funeral.

Más allá de las ventanas se dibujaban las ramas peladas agitándose dramáticamente frente a un fondo plano y gris. El viento del mar, las bajas temperaturas de alrededor de dos grados y la lluvia hacían de aquella mañana el mejor ejemplo de tiempo desapacible. Los ventanales de piezas de cristales cuadrados, enmarcados por largas tiras de madera, dejaban entrar la máxima cantidad de luz en un país donde cada pequeño rayo es tratado con el cariño de un pariente querido que se deja ver sólo de tanto en tanto. Las paredes encaladas de la iglesia quedaban enmarcadas por pilastras corintias en un templo barroco arquetípico de todos aquellos del norte protestante. En el altar, presidiendo la cabeza del templo, un inmenso mueble cobijaba el púlpito y el teclado del organista, oculto más allá de los tubos metálicos del instrumento. Verde claro y blanco se reflejaban en las lámparas de latón dorado que devolvían en una perspectiva esférica la multitud ordenada en filas pacientes a punto de dar el pésame. El ambiente, un interior holandés de libro, reflejaba con precisión la concepción comedida, ordenada y práctica del mundo, tal alejada de nuestro exuberante sur católico de procesiones y rituales.
A la distancia de un vuelo y dos horas de carretera, el día anterior habíamos llegado a Harlingen, un pequeño puerto pesquero de la Frisia occidental de calles pulcras, canales y puentes. En la casa de la abuela Smeding la familia estaba reunida en la cocina bebiendo café y rodeando a la matriarca con cariño. La mujer, tan alegre y bromista en otras ocasiones, se debatía entre los sollozos, la risa y una alegría sincera al ver cómo dos personajes llegaban de tan lejos a hacer los honores al abuelo Oepke. Europa, el mundo, se habían hecho pequeños entre aquellas cuatro paredes. El inglés, el idioma de los negocios, se había convertido en el puente posible entre personajes del norte y del sur unidos ya por muchas cenas, bodas y comidas compartidas.
Los rituales colectivos dicen mucho de cómo es un pueblo y su evolución. Incluso las costumbres que nos sorprenden nos describen en las diferencias que nos unen a los nuestros y nos separan de otros pueblos. En una pequeña habitación de la casa descansaba el cadaver del anciano vestido con sus mejores galas. Embutido en un féretro de colores claros parecía mucho más pequeño e insignificante de lo que realmente se veía en las fotos. Los comentarios eran obvios y previsibles. Parece que tendemos a clasificar a los cadáveres como de primera o segunda categoría y que los que mantienen su integridad permiten mantener cierto orgullo y dignidad a la familia. Supongo que al dolor por perder un familiar se añade el hecho de no poder disponer de la pieza completa o poder presumir de ella.
No nos atrevimos a preguntar demasiado pero nos extrañaba el hecho de los largos ceremoniales que se extienden a lo largo de cinco días. No me lo imagino en nuestro caluroso verano y mucho menos con nuestro sentido teatral de los rituales. Al menos, a nuestra vista, los holandeses velaban durante días al cadaver con paciencia y comedido sentimiento. El intérvalo era aprovechado para organizar concienzudamente las ceremonias con un sentido del protocolo exquisito donde todo está medido y estudiado y nada se deja al sentimiento desmedido.
Tras la muerte la familia empieza por elaborar las tarjetas de invitación al funeral y amigos y familiares tienen tiempo de preparar su participación. Frente a ese dolor desmesurado que nos caracteriza a los latinos, los Smeding habían montado un altar de pequeños recuerdos en forma de fotografías ampliadas con los recuerdos de los mejores momentos. Las fiestas, las excursiones con el barco, los hijo y los nietos… El pasado convertido en icono, en el reposo de la familia.
Los abuelos Smeding son hijos de la década de los treinta. Gente no muy alejada de mis propios padres. Niñez complicada por las guerras, juventud de escaseces, plenitud y matrimonio con niños en los sesenta y vejez tranquila. Sin saberlo ellos mismos son el símbolo de lo que ha sido la historia europea desde la lucha de otros tiempos hasta la actual prosperidad. Nacieron en la época de la radio y mueren en un mundo del jet lang, la aldea global e internet. Un mundo que ha encogido en menos de cien años.
Desde primera hora de la mañana el temporal arreciaba. El viento se colaba por debajo de los abrigos y la humedad producía una tiritona indecente en el momento en que llegamos a la iglesia con parte del personal de la compañía holandesa. Ellos ya nos advirtieron que esperáramos porque la cola que llegaba iba a ser larga. La gigantesca puerta de madera se abría con la corriente dando bandazos. Los empleados de la funeraria se apresusaban a cerrarla para evitar que se perdiera parte del encanto del ceremonial con los preparativos y ensayos.
Un poco antes de lo previsto se abrieron las puertas de la iglesia con toda la familia presidiendo los primeros bancos ya dispuesta para la recepción formal. A eso de la una los primeros invitados se acercaron a unos estrechos pupitres donde se rellenaban unas pequeñas fichas preparadas para las condolencias. Todo muy medido, muy estudiado. Cada formulario recogía incluso la dirección del autor ,supongo que para que la família pueda responder uno a uno los comentarios. Tras la firma, una vez más la cola y las condolencias personales a cada miembro adulto de la familia, yernos y nueras incluidos. La costumbre holandesa son tres besos de mejilla a mejilla, con la boca soltando el beso en el aire con las mujeres y un cómodo apretón de manos o un abrazo con palmaditas en el caso de los hombres. En el segundo banco los nietos, nietas en su mayoría, sonreían inconscientes de la muerte del abuelo, todavía en una edad donde la muerte es un fenómeno lejano.
La fila de condolencias era interminable en una familia evidentemente muy conocida en la comarca. Hora y medida de interminable desfile de caras de tonos claros o sonrosados, acordes con el frío exterior y la latitud nórdica. Ropas cálidas, rostros formales y muchas muestras de reconocimiento. Una fotógrafa , rara avis en un funeral español, tomaba buena nota de los invitados y el ambiente en general mientras el organista ensayaba las fugas de acompañamiento del Ave Maria.
Cerca de hora y media después del inicio la ceremonia se inició formalmente con el encendido de una vela por parte de cada uno de los nietos que fueron depositadas sobre la pila bautismal. Un discurso formal del hijo mayor, para nosotros una jerigonza de llena de sonidos entre la g y la j, fue seguido por una serie de salmos cantados a la manera protestante. El ambiente me recordaba a las ceremonias funerarias para los pescadores perdidos en el mar de la vieja película de Victor Fleming, “Capitanes intrépidos”. El Ave María de Shubert y la bendicón del pastor dieron paso al final de la ceremonia y la bendición del pastor.
La familia se dispuso en procesión ,los invitados, cómplices en el protocolo, esperaron tranquilos. Los hombres marchaba al frente con el féretro en sus manos, no cargado a los hombros como se solía hacer en mi tierra o sobre un ridículo, pero práctico carrito de ruedas. Las mujeres y niños seguian detrás con los ramos de flores blancas. Seria y formalmente abandonaron la iglesia y sólo cuando ya nadie de ellos estaba ,ni tan siquiera en el exterior, el público se levantó y se dispersó apresurando el paso por entre las callejuelas.
Después del entierro en el cementerio, la familia se reunió nuevamente con aquellos invitados que quisieron asistir a una recepción en el salón de un hotel. Nosotros en esos momentos ya escapábamos del norte entre ráfagas de lluvia y viento huracanado que ensombrecían el paisaje hasta volverlo lóbrego y hacían girar las aspas de los generadores más allá de su cansina rotación habitual.

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