Viaje a Irlanda del Norte (IV). Una boda española en Belfast.

 


En uno de los rincones de la zona de los pubs, casi una calle de pueblo escondido entre la selva urbanística de Belfast, un letrero luminoso afirma que hay siete tipos de lluvia en Belfast, la del lunes, la del martes y así hasta la del domingo. Belfast está casi a la misma latitud de Dinamarca y la climatología es siempre variable húmeda y fría. En las conversaciones en valenciano con Lucia, una amiga que vive en Irlanda y que quiere ser profesora en el País Valenciano y necesita saber hablarlo, siempre era invariable la conversación sobre el tiempo. En Belfast siempre era malo y siempre hacía frío.

Lucia y Yeray son una pareja joven que se conocían desde que eran adolescentes y acabaron trabajando en diferentes lugares de la isla. Yeray llevaba viviendo el tiempo suficiente para tener el permiso de trabajo en regla. Lucia podía hacerlo en Dublín como ciudadana europea, pero desde el Brexit necesitaba visa para poder estar y trabajar de forma legal en Belfast que, como sabéis, ya es parte del Reino Unido.

Realmente la situación en que ha quedado Irlanda del Norte es extraña. Puedes llegar a Dublín y solo con el documento de identidad entrarás al país como un irlandés más. En cambio, si vuelas a Belfast, tienes que mostrar el pasaporte para entrar legalmente y sin él no se puede. ¿Qué pasa entonces si vas en autobús desde Dublín en Belfast? Habría que esperar un mayor control, pero este no existe por los acuerdos del Brexit que han permitido una frontera blanda entre las dos zonas y una dura en el Mar Irlandés. ¿Habría que decir entonces que entramos de forma clandestina en el Reino Unido un par de días antes?

Todo y la facilidad de los turistas para llegar a Irlanda del Norte por la puerta de atrás de la república de Irlanda sin más control, trabajar y vivir es todo otro asunto. Para Lucia la situación era más compleja si quería trabajar en Irlanda del Norte. Una decisión que combinaba amor — se quieren muchísimo —y legalidad, fue avanzar los planes de matrimonio y casarse en Belfast. Otra posibilidad consistía al estar separados una temporada, pero no era el que deseaban. Curiosamente, fui yo, en una conversación que tuvimos practicando el valenciano, el que le dio la idea. En mi cabeza era más bien una ceremonia administrativa sin más presencia que los dos implicados, pero finalmente vinimos toda una comitiva desde España y algunos amigos y compañeros de trabajo los que tuvimos el honor de participar de un día tan especial.

Por si faltaba poco, Lucia me encomendó— que atrevidos son los jóvenes — la tarea de fotografiar el acto. No es un cometido con la cual me siento cómodo. Son fotografías de mucha responsabilidad porque el momento será irrepetible y siempre sobrevuela el fantasma de fotos perdidas o mal hechas. Así el día veinte de septiembre a las 13.30 estábamos ya en la imponente entrada del ayuntamiento, el conocido como Belfast City Hall, yo con la cámara y preparado para disparar, metafóricamente hablando, a todo aquello que se pusiera a tiro.

El consejo ciudadano de Belfast se hizo para celebrar la proclamación como ciudad del que había sido un pueblo creado el siglo XVII por los protestantes escoceses e ingleses. Era el tiempo del florecimiento industrial textil y naval de la ciudad y esta necesitaba un símbolo potente. El 1901 ya era la ciudad más grande de la isla y necesitaba un edificio que estuviera a la altura como aquel donde nos encontrábamos. Se finalizó el 1906. Hay que decir que es un escenario majestuoso para una boda, con una escalinata de mármol y una galería superior con balconada que deja seguir la vista hasta la cúpula que corona el conjunto. Las ventanas con vitrales coloridos mostraban también símbolos de la historia y la personalidad que querían conferirle los creadores. Hay que decir que fue un edificio creado por el poder protestante que dominaba la ciudad y que quería ser parte de aquello que dicen la Commonwealth, el patrimonio cultural común. Incluso hay dos hermanos gemelos más de este edificio en el que entonces era el imperio británico: el de Durban, en Suráfrica muy parecido, pero con palmeras al jardín y el del puerto de Liverpool. El estilo barroco siempre aporta esta pompa que tanto le gusta al poder y, ciertamente, este es un edificio imponente.

Poco a poco fueron llegando los amigos y la familia. Nos hicieron subir a la primera planta y sentar en una gran sala con filas de sillas y cuadros con los próceres locales. Yeray serio esperó la entrada de la novia por el fondo de la sala. Una funcionaria con gafas de pasta, cabellera castaña y un bronceado tropical fue indicando como conectar el móvil con el sistema de audio para poner las tres canciones elegidas.

Lucia y su padre entraron por el corredor central con caras de emoción entre los aplausos de los presentes y las carreras del fotógrafo para captarlo todo. Una vez llegados a la cabeza de la sala pronunciaron las palabras requeridas para certificar su deseo de vivir una vida en común. 

Realmente les costó bastante más que el que se veía en la ceremonia que no fue en sí muy extensa. La burocracia exigía muchas más preguntas y mamotretos para asegurarse que no era un matrimonio de conveniencia. No fue tan sencillo superar las reticencias del aparato burocrático británico a permitir que una persona extranjera pudiera trabajar legalmente en su territorio. Tampoco las tasas para el visado son ningún regalo. Se lo cobran a precio de oro. Pero en aquel instante todo quedaba atrás con la emoción del momento y el marco tan especial. Firmaron los papeles ellos y los testigos y fue el momento de hacer unas cuántas fotos formales en las escalinatas entre la sorpresa de los turistas que entraban y salían al hall. Seguramente algunos pensarían que era una boda típica de irlandeses.

Realmente, aunque era una boda española, nos faltó el arroz y una buena traca valenciana. No hubiera sido una buena idea encender una en pleno centro de la ciudad. Seguramente hubieron creído que volvía el tiempo de los “Troubles” y los terroristas habían vuelto a hacer de las suyas. Un sonido muy parecido puede ser una fiesta en nuestra tierra y un sobresalto en Belfast.

El día lucía maravilloso con un cielo cubierto por una cabalgata de nubes de algodón y un fondo especialmente azul para una ciudad tan gris. La temperatura también era muy agradable. El jardín que llena todo el resto de la plaza Donegall Square tiene varios monumentos, entre ellos el que más interés despierta es el que, como dijimos, está dedicado a las víctimas del Titánic, pero el más destacado es el de la Reina Victoria, un signo más del deseo de esta ciudad por parte de las élites protestantes de ser británica. Diríamos aquello de qué eran más papistas que el Papa, pero, tal como están los ánimos entre católicos y protestantes, lo dejaremos estar.

Después de fotos con todas las combinaciones familiares salimos hacia una granja donde estaba alquilada una sala para cenar juntos. El laberinto urbano se va dejando atrás por la autopista y después se llega a las carreteras diminutas que se enroscan entre un paisaje de casitas y prados. Era la primera oportunidad, salvo la llegada por autopista, de divisar las zonas rurales de Irlanda. El paisaje irlandés siempre era variable con fuertes contraluces y contrastes, entre el gris de las tormentas y el cielo azul que, a veces, salía con timidez y otras dominaba un paisaje de verdes entre neblinas y mimado por un sol siempre huidizo.

Breckenhill es una granja del siglo XVIII de la cual se han habilitado dos locales para diferentes acontecimientos. Los propietarios han aprovechado un entorno muy bello para ofrecer zonas de acampada, aventuras, tiro al arco, celebraciones y, entre ellas, bodas.

Recordando la forma tradicional de casarse la de mis padres o la nuestra, veo que los jóvenes han encontrado otras fórmulas. Incluso en esta ocasión en un lugar alejado de nuestra tierra, en el romántico y bucólico campo irlandés. Yo diría que es imposible encontrar sin los modernos navegadores GPS el lugar donde decidieron celebrar el inicio de una vida en común. Tampoco los invitados éramos la tradicional combinación de familiares, primeros y segundos, compromisos de los padres y amigos de la nueva pareja. Prácticamente, estaban la familia directa, algunos pocos amigos de su generación venidos de España y otras que comparten vida o trabajo en la verde isla. En este sentido tanto mi mujer como yo estábamos en una categoría única, lo cual hacía que la invitación fuera muy especial.

Nos pidieron hacer fotos con posados en los jardines y los prados de los alrededores en un paisaje delicado que se extendía por suaves colinas y un lago. Detrás de los edificios había una avenida arbolada por donde la luz se filtraba en un delicado claroscuro. Muy cerca había un charco de agua rodeado de un jardín con árboles y mucho césped al estilo romántico, es decir una naturaleza modificada primorosamente para parecer el original.

La fotografía de parejas de novios es toda una disciplina y con la ayuda de Mara, que hizo de directora artística fijándose en detalles que a mí se me escapan, hicimos una buena serie del momento, del lugar y de la pareja.

Al volver nos invitaron a tirar con arco y flechas. Un hombre de cara rubicunda, y una mujer bajita hacían de monitores y con mucha paciencia nos decían como hacer diana. No sé si la actividad era un revival de Carina y aquella canción de las flechas del amor, de Cupido y sus fechorías o la preparación para una futura batalla. El caso es que todos peinados, con ropa de día de fiesta pasamos un buen rato disparando a las dianas.

Finalmente, volvimos y en el primer piso de un edificio de piedra condicionado como sala para hacer eventos compartimos el ágape en una mesa donde se podía hablar en inglés, en alemán, portugués, italiano, en castellano o en valenciano. Una oleada de europeos se ha educado en un contexto internacional y ahora su círculo de amistades se abre lejos de su tierra a gente de países diferentes. Parece anacrónica esa tendencia a cerrarse en la cultura diferente a las otras que va aumentando por toda Europa con los nacionalismos antieuropeístas. El Brexit, que tantos problemas ha generado en la relación entre la Unión Europea y la Gran Bretaña, tiene aquí en Irlanda una contradicción peligrosa. Si católicos y protestantes nunca habían cerrado completamente las heridas de su conflicto, la nueva frontera dura del Mar de Irlanda ha exacerbado las tensiones entre las dos comunidades que parece que olvidan vivir en un mundo multicultural del cual no podemos huir.

En un mundo dominado por esta necesidad de dar fe de los acontecimientos con imágenes no podían faltar las decenas de selfis, fotos Polaroid y las más oficiales que hacía yo. No tardaron en ir subiendo a las redes sociales para santificar el matrimonio con la bendición de amigos y conocidos de todos los presentes por cualquier rincón del mundo. Estar en Irlanda no era motivo para no estar presente de una manera virtual como espectador de historias, publicaciones y comentarios con muchos emoticonos para corresponder con las reacciones esperadas.

Era ya tarde y con el calorcito de una chimenea con el fuego encendido disfrutamos de un buen rato bailando. Ya noche cerrada abandonamos la granja en la inmensa furgoneta que habían alquilado.

La vida ha cambiado mucho desde que tengo memoria. El mundo cambia a la velocidad de la luz y la sociedad cambia con nuevas formas de realizar los rituales de paso. El futuro en estas circunstancias es todo un misterio. Nadie sabe el que nos ofrecerá.


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