Ibiza


Verano. El viento de Poniente, todavía fresco a estas horas de la mañana, trepa veloz por las escaleras de mi casa abierta de para en par. Todavía temprano se puede aprovechar la frescura que viene de las tierras del interior para sacar el aire recalentado y la humedad de la casa. Frente a la pantalla de mi ordenador retoco las fotos que tomé desde la magnífica atalaya que es el Monduver.

La montaña, las montañas, son mi referente. Algún instinto de cazador explorador deberé de llevar en mis genes que me hace sentir feliz cuando recorro las montañas o salgo de viaje. Afortunadamente tuve la suerte de recobrar esa libertad perdida de la infancia cuando decidí volver a las cumbres.

La vida ha pasado rápida. En esos años que van de la juventud a la madurez, el trabajo y el cuidado de mi hija me impidieron poder saborear esta libertad que dan las cumbres y que había perdido. Me gustaba compartir con mi hija esas mañanas de sábado en las que, con su carrito primero o de la mano después, salíamos a pasear por Gandía o nos íbamos a cualquier piscina prestada a disfrutar estando juntos. La familia y las rutinas nos atrapan y nos alejan de nuestro yo más íntimo.

¡Cómo se nos escapan los años! Todo este tiempo he vivido un torbellino de aconteceres diarios, he crecido como persona en ese ir y venir en viajes que me han llevado a lugares muy lejanos o he sufrido las cadenas de la responsabilidad. Mis padres, ese faro tranquilizador, esa cala de aguas quietas que tuvo mi vida, se disolvieron en las aguas del tiempo entre dolor y sufrimiento: decandencia. Mar, mi hija, siguió los pasos naturales de toda persona y construyó un mundo donde nosotros somos ese mismo faro que yo tuve, pero navegando primero junto a la costa y, después, lejos de la tierra que la vio nacer. En un año han sido pocos los días en que la hemos visto. Troy, mi querido perro, mi compañero de rutas, tan añorado, se fue haciendo viejo y, un día, vimos que de él sólo nos quedaban sus cenizas.

La casa está vacía. El mundo que fue se desvanece y llega un mañana incierto. El futuro por definición siempre lo fue, siempre lo es.

Cuando vuelvo a las montañas olvido lo que soy y recuerdo quien sigue ahí dentro. Olvido a ese hombre de pelo blanco que sonríe en las fotos y siento renacer el niño, el adolescente, la persona joven que fui.

Ibiza. Siempre me hablaron de Ibiza como esa tierra que los montañeros, con suerte, podían ver flotando en el horizonte los días de atmósfera clara. Su visión siempre era fascinante y un regalo inesperado tras el esfuerzo de una ascensión. Me imagino en tiempos pretéritos la sensación de misterio al ver unas montañas perdidas en el mar. La vida es un viaje y son precisamente esos lugares inalcanzables los que nos hacen soñar y nos empujan a escapar más y más lejos, más y más alto.

Ayer Ibiza flotaba en un mar de plata, escondida entre nieblas. Como siempre haciéndonos soñar. Los insectos, la mariposa colibrí, iba de flor en flor en ese tranquilo acontecer de una naturaleza de la cual no somos más que obervadores privilegiados pero por poco tiempo.

Solo deseo seguir teniendo sueños, ilusiones, cosas pequeñas e íntimas que me hagan desear seguir adelante. Seguir teniendo fuerzas para lograr metas, aprender, perseverar y luchar por lo que vale la pena. El tiempo escapa. Ibiza flota eterna en un mar de oro esperando a todos aquellos que no se conformen con sobrevivir en el llano.

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