El capitán griego


Aunque era ya Septiembre, al ser sábado y verano, todavía quedaban largas colas de turistas que esperaban cruzar el lago Amersee o dar una vuelta por sus aguas calmadas. El día era ligeramente gris y deslucía el maravilloso paisaje bávaro que, en días claros, deja ver los cercanos Alpes. El Amersee no está muy alejado de las ciudades de Augsburgo y de Munich y por ello es zona residencial plagada de casitas con jardín y embarcadero. Lo que fueron zonas rurales hoy en día son cotizadas zonas de descanso sólo al alcance de unos pocos.

En cualquier caso el ferry que cruzaba el lago era una excelente alternativa e, invitados por nuestros amigos, subimos a la cubierta superior, justo frente al puente de mando, para ir charlando en grupos de dos las dos mujeres, las dos hijas y nosotros. Yo me quedé con Günter y, de tanto en tanto, buscaba la mejor foto en un día de luz un tanto plana.

Fue a punto de llegar al otro extremo del lago cuando me di cuenta de una anciana que nos miraba fijamente como no queriendo perderse ni una palabra de la conversación. Sus penetrantes ojos azules, y una ligera inclinación de su cuerpo, mostraban su deseo de romper esa barrera invisible que mantenemos ante los desconocidos. Con todo el respeto que pudo expresar nos dijo que en ningún caso quería molestar y que deseaba decirnos algo.

Se levantó y sin esperar más empezó a contarnos su historia. Tendría como unos ochenta y tantos largos años, yo diría. El pelo era blanco y su piel aunque arrugada conservaba algo de la lozanía del pasado. Debió de ser una mujer grande y guapa, tal vez ese modelo de mujer aria que tanto gustaba en la Alemania de otros tiempos.

Usted se parece a un capitán griego que conocí, me dijo. Es exactamente igual. En ese momento la mujer revivía con intensidad un fantasma de su pasado que nunca había olvidado. Insistiendo en no desear ofender, continuó excitada hablando de mi belleza (cosa extraña que uno ya no acostumbra oír a estas alturas de la vida). Algo asombrado, por mi parte, intentaba quitarle hierro al asunto bromeando con que era algo que mis alumnos ya no pensaban. (Yo creo que me ven más como un espécimen intermedio entre el padre y el abuelo). Ella insistía en su relato de un amor perdido. ¿Capitán? ¿Del ejército? ¿De la marina? ¿Un amor corto de pocos días? ¿Un idilio en los años cincuenta en una isla griega? En aquel momento, entre la sorpresa y las miradas divertidas de Günter, Julia y Mara, no acerté más que a darle la razón educadamente, en decir que griego no, que español, mientras ella seguía con un discurso emocionado sobre la bondad y las almas. Sin conocerme me atribuía valores de bondad y belleza que seguramente no merezco.

El trayecto llegaba a su fin y así nos despedimos con toda la amabilidad que nos fue posible. Cambiamos de barco y desde la cubierta del otro la vimos saludar desde la barandilla. Le acompañaba un hombre con cara de despistado, ignorado por completo en medio de los apasionados saludos de su compañera. Nos sentamos en una mesa en cubierta y comentamos divertidos el episodio. Los barcos soltaron amarras y todos saludamos a la anciana. Ella siguió braceando entusiasmada hasta que nos perdimos de vista.

Ahora que ya han pasado unos días lamento no haber podido saber más de la historia que devolvió a la anciana en su juventud. Me hubiera gustado saber qué fue de aquel alter ego, de aquel amor mediterráneo que siempre, hasta sus últimos días, la acompañó. A esas edades la vida ya no se cuenta en décadas y, probablemente, en unos años el capitán griego ya no sea sino el sueño de un amor perdido que se desvanece con el alma que escapa. Cada vida es un relato que, a veces, sólo a veces, nos permite en una suerte de flash back volver a revivir el pasado. Me alegro de haberme parecido a su capitán griego y haberle hecho feliz unos momentos. Le agradezco las palabras de amor, aunque no fueran realmente dirigidas a mí, y su mensaje sobre la belleza interior del alma. Lamento no haber sabido más, aunque fuera para perpetuar literariamente su juventud y su historia. Tal vez sea mejor así y dejar que cada uno de los que lean estas líneas invente su propia versión. 

Como dijo Ernesto Sábato las vidas son como túneles paralelos y en algunos momentos se abre una ventana que los comunica. En su caso fue encontrarse con un espejismo del pasado que evidentemente le hizo feliz, en el mío la fascinación por un relato ajeno, sobre la vida, la muerte y sobre cuanto se pierde cada vez que un ser humano cierra sus ojos.

Ammersee ya es mi pasado, la anciana un fantasma de un día. El barco siguió su rumbo levantando estelas de espuma  entre rayos de luz filtrada entre nubes de un sol que pugnaba por salir, y acabó imponiéndose, ya en nuestro viaje de vuelta a Landsberg.

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