Toda una vida

Aurora recordaba cuando iba al campo, como todos los días. La primavera parecía haberse instalado dos semanas antes en aquellos días finales de un invierno que parecía no serlo. Desde que murió su marido ella iba al campo y continuaba con el huertecillo. Tomates, patatas, lechugas, zanahorias e, incluso, algún huevo de las gallinas que tenía en una casita de obra que su marido, Miguel, había construido. Siempre habían sido labradores, por parte de padre y madre, pero la carencia de ocupación a principios de los sesenta los había llevado de muy jovencitos a Francia. Ella vivía allí arriba de una casa de burgueses en Paris, en las que se decían las “chambres”. Había dos chicas más españolas, de Zamora y de Cáceres, por más señas y, a pesar de que se trataban cómo si fueran una familia, Aurora prefería juntarse con las amigas del pueblo, dispersas por los “arrondisements” de la capital francesa, los domingos a la puerta de Notre Dame. Iban a misa y, aunque no entendían lo que de...