Traveling sobre cuatro ruedas


"No sé si es importante pero nunca es demasiado tarde… para ser quien queremos ser. No hay límites de tiempo. Puedes empezar cuando quieras. Puedes cambiar o seguir siendo el mismo. No hay regla para tal cosa. Podemos hacer o echar a perder todo. Espero que hagas lo mejor, querida. Espero que veas cosas que te asombren. Espero que sientas cosas que nunca sentiste antes. Espero que conozcas gente con un punto de vista diferente. Espero que vivas una vida de la que estés orgullosa. Y si encuentras que no…espero que tengas la fuerza para empezar de nuevo." De la película " El Curioso caso de Benjamin Button.

La camilla rueda por el corredor. La perspectiva escapa en una fuga continua que cierra puertas, abandona pasillos e invade ascensores en un contrapicado. Estoy sobre una camilla que empuja un enfermero de cara amable y sentimiento neutro. Traveling de camilla.

Tantas veces he acompañado a un familiar en la camilla recorriendo pasillos de un hospital y hoy era yo el propio sujeto, ese actor que se deja arrastrar por manos extrañas de camino a un quirófano. No se trataba de nada complicado, una exploración rutinaria, inquietante sólo por lo que se podía descubrir. Ya sabes, el ignorante no sufre. El animal que va a morir no padece por lo que no sabe. Esa es la condición humana, tocar esa bola de cristal y averiguar el porvenir y jugar el juego del futuro evitando una mala carta antes de que ésta haga perder la mano o incluso la partida.

Como en una máquina del tiempo el ascensor aparece en el sótano, limpio, inmaculado pero mucho menos decorado que la recepción. En posición decúbito, ya que estamos en ambiente utilicemos la expresión adecuada, impide ver a los lados y posibilita una visión continua de techos de un marrón suave que acaban en unos platos metálicos que como ojos de insecto están dotados de lámparas que iluminan las intervenciones. 

Me interrogo a mí mismo sobre cómo será una anestesia total. Es una nueva experiencia para mí. Los doctores entran y salen, el anestesista me habla en un castellano con acento que le delata. ¿Murciano, manchego, extremeño? Andaluz no me parece, valenciano seguro que no es. A, ver, tiéndete de lado, me dicen. Decúbito lateral. Obedezco y quedo como si fuera a dormir. ¿Me dolerá el hombro por mi tendinitis?

Otras personas me saludan y llega un enfermero que coloca la vía. Te va a doler un poco, me dice. El pinchazo en la vena de la mano me recuerda a una de las púas de los cáctus que tenemos en el patio delantero de casa. Es curioso que esos pinchazos realmente no me duelan, es como una sensación de quemazón, poco más. El anestesista critica cómo lo ha hecho, toma el tubo transparente que desciende desde un gotero y le da una vuelta rodeando mi muñeca quedando fijado al brazo con un trozo de cinta adhesiva transparente. Llena una jeringa de tamaño inquietante de un líquido lechoso y la introduce en un puente conectado con el cable de la vía. En los primeros segundos no se nota nada pero súbitamente una especie de cosquilleo indefinido y....

No estoy. Media hora desaparecido. No hay tiempo. No hay espacio. No hay recuerdos. Nada. No sabría decir si en algo se parece a la muerte. Simplemente no estoy.

Me despierto en la habitación con una sensación de despertar natural. Parece que he ido hablando desde el ascensor de tangencias e intersecciones. Recuerdo (¿Recuerdo?) que dije que intentaría chequear mi despertar pensando sobre cuestiones de geometría. Es inquietante no recordar nada. Despertar sin recuerdos ni sensaciones, no haber vivido de alguna manera esos momentos iniciales. ¿Quien era el que hablaba? ¿Si era yo, dónde estaba que no lo recuerdo?

Las pruebas han salido bien. Un par de piezas del motor con desgaste, pero nada que no sea habitual y controlable dada la edad. Digamos que el motor necesita algún aditivo y cuidados extra, combustible de calidad y adelante. Hemos pasado la Inspección Técnica de Vehículos.

Esta mañana de nuevo a la rutina. Otra vez  vestido como una persona y no como un pelele con bata abierta. He decidido llevar el Seat Ibiza blanco que fue una vez el coche de mi padre. Lo voy moviendo porque mi hija no se decide a lidiar con el tráfico de Valencia y no es bueno que los motores estén parados permanentemente. Me hace feliz llevar un vehículo del cual mi padre se sentía muy orgulloso. Fue, si no me falla la memoria, su primer coche nuevo y siempre hablaba con afecto de él. ¡Qué bueno es este motor! decía. Siempre que lo llevo me hace feliz pensar que de alguna manera es su Babieca y que sigue cabalgando después de muerto.

Ya pasado Potríes, atisbando las cumbres de la Safor, me he dado cuenta de que nuestra vida es un relato a cuatro ruedas. Nací y al poco fui transportado en un carrito de bebé. Arrastré las cuatro ruedas de aquel caballo de cartón que murió bajo la lluvia en el patio de casa. Pedaleé en triciclo y en aquella bicicleta que, por el camino de la Alquerieta de Martorell, se transformó en mi Vespino adolescente. Ruedas de un engranaje que es la vida.

La vida, como en la parábola de Benjamin Button, es un círculo que se cierra y acabamos encerrados en ruedas que nos arrastran para seguir adelante. Pienso en los funerales, en ese sarcófago que entra en el pomposo coche de difuntos en una plataforma metálica que se repliega y cede el testigo a las cuatro ruedas del vehículo que nos llevan al final del viaje.

Para un momento. No quiero acabar en este tétrico final.

La vida es un traveling a cuatro ruedas. Pero por ahora prefiero pensar en las ruedas que me llevarán muy lejos, las del avión, las del metro de esa ciudad que no conozco, las de tantos vehículos que me permitirán ver paisajes hermosos, montañas desconocidas, ríos de aguas azules que serpentean entre castillos medievales o paisajes prístinos que el hombre no ha podido controlar. "Nunca es demasiado tarde para ser quien queremos ser"



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