Arbolí. Fuera de cobertura



El viento corría como loco esquivando pinos, zigzagueando entre riscos, empujando como un fantasmal rebaño en estampida hasta llegar al despoblado de la Mussara. Desde esa meseta que domina la inmensa llanura costera se produce una visión sobrecogedora. Es, ciertamente, un lugar extraño por esa belleza maldita que dicen recorre el lugar. Extraña la elección de una ubicación tan elevada e inquieta la soledad de los edificios abandonados que se desmenuzan entre arbustos que han enraizado en sus dominios.

Sor Amparo, la monja ermitaña que nos ha acogido, nos acompaña al borde del risco y nos muestra el paisaje. Muy pronto se retira discretamente al coche a esperar. Las cuatro adolescentes en un contraluz celestial parecen caminar entre las propias nubes. El sol ilumina un paisaje de vivos colores y hace olvidar las leyendas de olvido y desapariciones que embrujan el pueblo desde que el último de sus habitantes lo abandonara en 1959.

Decía Sor Amparo que la niebla frecuenta estas montañas, aunque dada la altura, yo diría que simplemente es que pertenecen de por si al mundo de las nubes. La Sierra de Prades está formada por los plegamientos de estratos blancos arriba y rojos por abajo, que crean imponentes riscos que, ocasionalmente, dejan caer peñas de superficies planas y ángulos casi rectos a los pies de los precipicios. Arriba, como en el mismo mundo perdido de Conan Doyle, mesetas repletas de bosques de pinos recrean un mundo paralelo y alejado del bullicio y las borracheras de Salou.

Colgada en un risco imposible, la ermita de Sant Pau domina Arbolí el pequeño pueblo, aldea si hablamos con propiedad, al que pertenece. El edificio sobrevive a las condiciones de frío abrigado por la montaña que le protege de los vientos del norte. Una pequeña plataforma de varios niveles apenas deja espacio para varias diminutas explanadas y unos huertos. La austera capilla ocupa la parte baja, justo frente al precipicio que da al pueblo que se recoge en un recodo del valle. Contrafuertes en sus laterales y plásticos en el tejado denuncian un estado de conservación precario del complejo.  Mezcla de la acumulación de reconstrucciones del pasado, no siempre dignas, soporta los achaques de la vejez con la ayuda de la tenacidad de la ermitaña. Ésta, instalada en las austeras habitaciones ubicadas sobre la capilla, humaniza unos muros que han visto pasar los siglos acompañados de solitarios eremitas. Imágenes religiosas y textos en letras góticas rotuladas con esmero en las paredes son el permanente recordatorio de un amor que la mantiene a la vez viva, feliz y cuerda.

Invitados para compartir la experiencia de una vida dedicada a la espiritualidad he hecho de conductor para un grupo de cuatro adolescentes, entre ellas mi hija, que van a recibir la confirmación en unos días. Todos vamos armados de teléfonos inteligentes que, a condición que la cobertura telefónica lo permita, nos va a permitir no cortar los hilos con el mundo. Con regocijo observan que hay cobertura excelente y se obcecan en aporrear los teclados como si en ello les fuera la vida.

La noche, oscura y silenciosa, deja ver las miles de estrellas que ya no vemos en el llano. Sobre las lomas se dibujan fugazmente los destellos alucinantes de los aerogeneradores. Tras un paseo por las pistas nos instalamos en el duro suelo de la salita a intentar conciliar el sueño.

Soy el primero en salir, a eso de las ocho de la mañana, y me siento en la única piedra bañada por los primerizos rayos de sol. Con el paso de las horas van saliendo somnolientos los miembros del grupo. A algunas de las muchachas les parece que levantarse a las diez es demasiado pronto. Olvidan que desde las seis de la mañana ya hay un alma que ilumina la casa y el mundo con la oración y la meditación.

Sentados alrededor de una piedra plana en el porche cubierto de la entrada escuchamos, ya cerca del mediodía, la experiencia de una persona tenaz en su peregrinaje espiritual desde su Valencia natal hasta la soledad de la montaña de Tarragona pasando por sus años de docente, su tarea social con los más desfavorecidos en barriadas depauperadas y su llamada interior al retiro y la oración. Disciplinada como un militar ordena cada jornada con la precisión de la vida monástica. Ora et labora. En su caso son las tareas domésticas y su sensibilidad como artista las que llenan las horas que no son dedicadas a la meditación, el rezo y las lecturas bíblicas. Le pregunté que cuales eran las dificultades y contestó que la ausencia de una familia demasiado lejana a los que no llamaba por no hacerles sentir obligados a visitarla. Sor Amparo sufre cáncer, sigue el tratamiento y asegura estar mejor. Hace una temporada, no sabe cómo, se encontró a los pies de un bancal tras una caída de unos tres metros. El dolor que le impide hacer tareas y esfuerzos antes cotidianos no le borra la sonrisa. Ni siquiera el cáncer, asegura, ha borrado esa felicidad íntima que tiene el que ha alcanzado tal plenitud espiritual que hace que el alma sobrevuele las miserias del cuerpo. Suena una alarma en el teléfono, sonríe casi avergonzada de tener que imponer uno de sus ritos diarios, es la hora del Ángelus. En su rezo, algo heterodoxo, no olvida pedir la bendición incluso para los que no creen en María. 

Es hora de hacer una pequeña excursión.Vamos a otro de los miradores de la zona, ascendemos unos metros y llegamos al Mas de Nadal en ruinas tras el incendio que lo arrasó. Parecen resonar las voces de la locura que llevaron a la hija de los propietarios, esquizofrénica, a prenderle fuego en mitad de una noche de invierno. Sobrecoge pensar en la imagen de su cuerpo desnudo e, imagino, su mirada alucinada ante el espectáculo de las llamas devorando el interior de la casa. Los propietarios nunca pudieron, o tal vez nunca se atrevieron, a reconstruir ese sueño de paz en las montañas. En un cobertizo ahumado unos metros más atrás sobrevive Xavier, un mendigo de vida y cerebro arruinados por el alcohol. Cada día baja a la ermita para recibir un poco de comida y con eso sobrevive, en palabras de Sor Amparo, como un niño viviendo encerrado en un juego de exploradores.

Al otro lado de la meseta los riscos se asoman, con engañosa cercanía, al pantano y pueblo de Siurana acompañados, como telón de fondo, por la alargada serie de paredes rocosas que forman la sierra de Montsant. Siurana hace gala de su posición estratégica, casi invencible, encaramada en los riscos. Último baluarte de la enconada defensa moruna frente al invasor cristiano, sigue manteniendo este aspecto medieval que nunca perdió. Asegura la leyenda que la última reina mora prefirió saltar al vacío antes de entregarse a los cristianos. Cuentan que muchos suicidas deciden quitarse la vida en cualquiera de los muchos precipicios del escarpado terreno.

Sor Amparo va cada día a un mirador parecido a este. Me asegura que disfruta, con sus ojos de artista, de un paisaje que nunca es el mismo. Habla con emoción de los once planos de montañas que se suceden hasta perderse en los contornos difuminados que cierran la perspectiva. La imagino solitaria y con la mirada perdida en la lejanía como en un cuadro romántico de Caspar David Friedrich. 

En un paisaje hermoso hasta la locura, en riscos de belleza suicida, una anciana mantiene una serena cordura que la aleja de esa vida mezquina y vacía, ligada a un tiempo que nos domina y no dominamos, a una existencia subyugada por el materialismo y la comodidad.
El coche se aleja de las montañas y vamos entrando en un mundo domado por los seres humanos. Asfalto y hormigón nos acercan a la entrada de la autopista. En las últimas curvas dos jóvenes prostitutas venden su cuerpo al mejor postor.


Comentarios

  1. Sí que es curiós eixe poble i els que per allí viuen. Mai havia sentit parlar d'ell.

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