Universitas
El campus dels Tarongers de la
Universidad de Valencia es definitivamente feo. ¿Odioso? Los monolíticos
edificios no ofrecen ese espacio de relajado verdor de los recintos
universitarios anglosajones. Bloques de cantos rectos, paredes
planas y el color del ladrillo transmiten una antipática idea de
factoría monócroma. Los pasillos y escaleras contribuyen, además, a dar cierta sensación claustrofóbica. El hormigón que cubre las calles no deja
espacio para la fantasía, ni para el cliché del grupo de jóvenes
adultos sentados en la hierba, bajo un árbol y mientras un profesor
heterodoxo pasa despistado como parte del ambiente de fondo. Si la arquitectura se hace al servicio del uso
y de sus usuarios aquí ha fallado. Son las personas, jóvenes en su mayoría, las que le dan sentido y ambiente. Ese ambiente que hace suspirar por aquellos años de discreta libertad entre aulas, manuales técnicos, bibliotecas, pisos desvencijados y camaradería.
Este día de invierno de cielos
plomizos le confería a Valencia una luz nórdica y sombría. Como
profesor de nuestro instituto he acompañado a un grupo de jóvenes
bachilleres a punto de dar el salto a un mundo alejado del diminuto
espacio de sus pueblos de calles morunas entre barrancos, olivares y colinas. La primera experiencia, tal
solo bajar, ha sido la de su inocente asombro ante la enormidad de los
edificios y complejos en comparación a la modestia de los más
grandes referentes de su espacio vital arrinconado en la comarca. Su actitud, entre el regocijo,
el deseo de explorar y el miedo a lo desconocido los desparrama
pronto por el recinto mientras se ubican y se organizan en los
grupos para visitar las que puede que lleguen a ser sus facultades. No acaban de entender completamente que están a punto de iniciar su
primera ruptura seria con el mundo de la infancia y la adolescencia
para entrar en esa existencia llena de grandezas y miserias que supone ser
adulto. Probablemente ya intuyen los maravillosos años que van a pasar
en ese mundo de libertad que supone ser estudiante de universidad y
mayor de edad. Seguramente ignoran que va a ser una breve tregua
antes de lanzarse a un mundo donde nunca más dejarán de tener
obligaciones y responsabilidades.
En nuestro periplo tras la conferencia visitamos el campus y entre los referentes del mismo nos hacen entrar en un bloque casi carcelario con entrada vergonzosa y ventanas diminutas. La biblioteca del campus tiene un
enorme patio interior cubierto que deja ver los anaqueles repletos de
libros a la espera de ser elegidos y poder así cumplir su destino.
La visión simétrica y rítmica del patio central y sus estanterías es a la vez formal
e imponente. Parece un lugar de pesadilla de un sabio enloquecido. A alguien poco acostumbrado a la lectura puede
resultarle hasta amenazante. Allá en lo alto libros anónimos en la
distancia parecen esperar pacientes. Parecen saber su poder secreto
y, si no eternos, al menos más longevos que la vida que la biología reserva a sus pasados creadores y a sus futuros usuarios.
Pero en algún momento se producirá la magia. Un día saldrán de su estantería y, entonces, la
soledad de los caracteres impresos se convertirá en ese cable potente
que conectará dos mentes aisladas en el fragor de la humanidad y es entonces cuando se
producirá esa descarga de saber que modela la materia gris.
El silencio formal de las bibliotecas se entremezcla con el sonido de pasos suaves, crujido de papel y murmullos amortiguados. En el
sótano, en cubículos aislados cual monjes en su
escritorio, estudiantes se encierran en la soledad del aprendizaje en
comunión con los textos. En una suerte de estado trascendente se
concentran en crear esos circuitos neuronales que dejarán grabados
sus cerebros durante toda su vida.
¿Qué sentido tiene este esfuerzo que
se perderá con la muerte de cada una de esas personas? En realidad esa transmisión
del saber nos será útil en nuestra trayectoria vital pero no tiene ningún sentido en el destino individual de los seres humanos. Morimos con el conocimiento sin llegar a transmitir aquello
que nos pertenece por las largas horas, el precioso tiempo, que
invertimos en aprender. Sería hermoso que toda esta sabiduría
pudiera ser heredada por la siguiente generación, pero ni la genética
ni la palabra pueden hacer el trabajo que nace del titánico esfuerzo
de cada estudioso.
En épocas de exámenes la biblioteca
bulle y se transforma en un supercomputador humano con chispazos que
recorren el cableado como si fuera un inconmensurable cerebro de cerebros. La
Universidad, ente abstracto, hace ese papel silencioso de conector y caja de resonancia de
la sabiduría. El saber ya no es el patrimonio de la persona, es esa gran
herramienta que permite que la humanidad acumule y transmita la
identidad del termitero humano, la cultura que no es de nadie y es de
todos. Esa idea que nace de un oscuro rincón de un órgano increíble
y, muchas veces, tras generaciones de incomunicación, germina en un
nuevo cerebro y toma forma en una idea que cambiará el mundo.
Nuestros jóvenes no saben más que
empieza para ellos una vida nueva. Ignoran que más allá de su trayectoria vital el
conocimiento trascenderá su vida a través de sus obras para ser una pieza más de esta
sociedad. Universidad, comunidad de profesores y académicos, hogar
temporal de los cachorros de una sociedad global.
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