III La ciudad y las brujas o toda La Paz era un mercado
Aquel
día una fina capa de nubes tapaba todo el cielo bañando de luz fría
e invernal una ciudad ya de por si gris y terrosa. Las calles del
extrarradio eran de gravilla suelta y las casas mostraban sus muñones
de hormigón que asomaban impúdicos en una suerte de extraña vejez
de edificios con paredes deslucidas que nunca quedaron acabados.
Síntoma de la desorganización y la falta de planificación eran los
miles de cables que como lianas de una selva tecnológica se
enroscaban a postes y casas a modo de laberinto infinito. Unas
extrañas plantas aéreas con aspecto de erizos de mar, colonizaban
los cables resistiendo contra viento y marea una ubicación
imposible.
La
Paz era una ciudad demasiado sucia y las autoridades se esforzaban
por concienciar de la necesidad de tener limpias las calles. Eran los
inmensos carteles publicitarios de Cocacola o Pepsi los que brillaban
con sus colores ya que las tapias pintadas mostraban en la mayoría
de los barrios una opaca mugre debida a los gases de los centenares
de miles de vehículos que circulaban en un semiatasco permanente.
La
crisis económica azotaba sin piedad Bolivia desde hacía ya algún
tiempo. Bolivia había tenido unos años de bonanza y auge de la
economía en los tiempos dorados de finales de los ochenta y
principios de los noventa en los que la producción de coca generaba
una economía oculta que animaba la vida del país. El esfuerzo
dedicado en su erradicación había llevado a lavar el buen nombre de
Bolivia en el ámbito internacional, pero a pesar de las cuantiosas
ayudas recibidas nada compensaba la desaparición de las antiguas
fuentes. Entonces la economía familiar subsistía en muchos casos
por el esfuerzo privado en buscarse cualquier fuente de financiación.
Aquel
sábado entramos en La Paz cruzando lo que parecía un mercadillo
callejero sin fin tanto geográfica como temporalmente. Ya desde las
primeras chabolas que se pegaban a la carretera se notaba la
frenética actividad comercial. Montar una tienda allí podía
consistir simplemente en alzar cuatro paredes de ladrillo, cubrirlas
de calamina, como allí llamaban a las techumbres de amianto
prensado, y poner un pequeño porche cubierto donde exponer la
mercancía. Sentados en las aceras, o simplemente aparcados con su
vehículo, los vendedores ofrecían sus productos sin más trámite
que el de aposentarse y amontonar el género. Las cholas se
acomodaban en el suelo lo más abrigadas que les era posible para
soportar horas y horas de estoica espera a la intemperie, soportando
el frío aire del invierno en el altiplano. Vistas desde lejos
aparecían como conos coloridos sobresaliendo del montón de
mercancía como deidades totémicas. Resultaba curiosa la inmutable
parsimonia, la paciencia con la que aguardaban sin dar señales
aparentes de cansancio o frío. Montar un negocio consistía
simplemente en abrir una sombrilla playera, armar una estructura con
cuatro palos y un toldo o colgar el género en la caja de una
camioneta descubierta. Las tiendas que se situaban en el interior de
un local también realizaban su actividad fundamentalmente en la
calle y el interior era simplemente el gran armario donde disponer el
género que salía hacia afuera para atraer a los clientes.
En
determinados lugares, conocidos por la costumbre, aguardaban decenas
de trabajadores que anunciaban sus servicios en la tapa de la caja de
herramientas. Se trataba de ir y negociar con el especialista y
llevarlo a casa. No todo el mundo confiaba en ellos ya que, al no
disponer de un establecimiento fijo, podías estar llevando a
cualquier chapucero descontrolado difícil de localizar en el caso de
que surgieran reclamaciones o mucho peor aún: a un delincuente al
que le era franqueado el paso sin darse cuenta de que se estaba
metiendo la zorra en el gallinero.
La
bajada al centro era un trayecto hacia la prosperidad. Era ir viendo
como todo se iba cuidando más y más. Las calles ya se veían
cubiertas de asfalto, cada vez más edificios estaban pintados y,
cómo no, el tráfico se hacía más y más denso. Las naranjas
traídas de los Yungas se apilaban en pirámides inestables junto a
panecillos, zapatos, mangos, melones y toda suerte de mercancía
posible. Aunque los mercados estables se organizaban en zonas
especializadas en algún producto, los puestecillos improvisados se
ubicaban en el lugar menos esperado. Imagino que la venta se
produciría más por el encuentro casual de vendedor y cliente que
por una visita deliberada aunque también cabía que uno se acabara
acostumbrando a una chola determinada que traía un producto concreto
en una zona conocida por la costumbre.
Entre
la fauna callejera destacaban los jóvenes limpiabotas. La mayoría
estaban en edad escolar y, como se decía que estaba muy mal visto
ejercer este oficio, cubrían su cara con pasamontañas para evitar
ser reconocidos. Su aspecto resultaba así siniestro e intrigante más
en consonancia con un guerrillero de movimiento campesino o un
terrorista que con un adolescente que se gana la vida sacando brillo
al calzado ajeno. No se podían dar dos pasos sin que apareciera uno
de estos niños ofreciendo sus servicios. Al principio me resultaba
embarazoso rechazar su asedio. Con toda seguridad serían sólo niños
necesitados. No obstante, cuando ya había recibido mil ofertas el no
salía con la seguridad que da el hastío y con esa cara impasible de
jugador de cartas, de quien ya se ha hecho una coraza frente a una
abrumadora necesidad ajena. Lo curioso de ese empeño en no ser
reconocido es que no vi que los colegas de otras ciudades tuvieran
tales reparos a la hora de mostrarse en público.
Ya
en el centro rodeamos una plaza cuadrada con gradas. El partido ADN
celebraba ese domingo elecciones internas y un mitin o un encuentro
partidista se celebraba en ese lugar. Banderitas tricolores, rojas,
blancas y negras ondeaban junto a los tenderetes y entoldados con
propaganda política. No eran éstos los mejores momentos para el
partido en el poder. Hugo Banzer, su fundador, se encontraba
hospitalizado en Estados Unidos afectado por un grave cáncer y el
vacío de poder hacía más tensa la situación política. El
presidente en funciones pasaba los días conferenciando con el viejo
general mientras una lucha fratricida por el poder se gestaba en las
filas del ADN entre pitufos y dinosaurios (jóvenes cuadros y viejos
dirigentes).
La
figura de Banzer estaba ligada a la historia boliviana de los
cuarenta años anteriores a mi llegada. Nacido en el departamento de
Santa Cruz en 1921, de familia de origen alemán, empezó a destacar
en la política nacional en la década de los sesenta cuando fuera
ministro de Educación y director del Colegio Militar de Irpavi. En
1970 se dedicó a conspirar contra el general Torres que por entonces
gobernaba en la estrecha línea entre militares derechistas y una
izquierda comunista que se manifestaba con toda su fuerza en el cono
sur. Fracasado un primer intento y tras un exilio en Argentina
consiguió finalmente el poder en 1971. Se inició así un periodo
donde Banzer, gobernó Bolivia con mano de hierro al estilo de las
dictaduras de la zona.
Fue
la época de
los campos de concentración de Achocalla y Viacha. Fueron tiempos de
persecución hasta el exterminio de los llamados subversivos. Banzer
fomentó la importación de elementos raciales puros para
implantarlos en el oriente. Eran tiempos del general de hierro que
pronunciaba frases como las que quedaron registradas tras la masacre
del 74; "a
ustedes hermanos campesinos, voy a darles una consigna como líder.
El primer comunista que vaya al campo, yo les autorizo, me
responsabilizo, pueden matarlo. Si me lo traen aquí para que se
entienda conmigo personalmente les daré una recompensa". No
tuvo reparos Banzer en invadir la universidad paceña, bombardeándola
con aviones y tanques. La información reunida por las organizaciones
de Derechos Humanos señalan un mínimo de 300 ejecutados y 200
desaparecidos entre 1971 y 1978, 14.750 personas encarceladas por
ofensas al régimen, 19.140 fueron obligadas a salir al exilio
político. La prensa fue reprimida: 68 periodistas exiliados, 32
encarcelados, 20 emisoras intervenidas, los sindicatos ilegalizados,
las universidades clausuradas. En lo económico se realizaron grandes
obras e infraestructuras que endeudaron al país y agudizaron más
aún las diferencias sociales.
El
periodo de Banzer acabaría en 1979 en medio del desprestigio social
y ya sin el apoyo de los propios militares, con la espoleta de una
huelga de hambre iniciada por las esposas de mineros exiliados que se
extendió por todo el país obligando al general a otorgar una
amnistía general.
Se
inició así la segunda fase de este político camaleónico. De
dictador se fue transmutando en demócrata
de nueva chaqueta, en un caso único en todo el Cono Sur, y fue
navegando en las complicadas aguas de los pactos de gobierno durante
los años ochenta y noventa. El ADN, Acción Democrática
Nacionalista, partido de carácter conservador, alcanzó finalmente,
de la mano de su fundador, el poder en 1997.
No
solo en lo político se criticaba la figura por su dureza, sino
además por su nepotismo y por la acumulación de una fortuna
personal que había llevado a su familia a dominar muchos de los
grandes negocios en Bolivia. El culto a su personalidad llevó a
emitir en el CANAL 7 una serie con la vida y milagros del presidente
desde su niñez en Santa Cruz.
La
política de estos años se había vuelto a caracterizar por la
firmeza en sus acciones de gobierno, esta vez contra el cultivo de la
Coca en el Chapare, por un liberalismo que estaba vendiendo el
patrimonio nacional a la empresa privada y por la galopante crisis
económica que amenazaba otra vez la estabilidad boliviana. Durante
el transcurso de los años 2000 y 2001 una revuelta general casi
obligó al presidente Banzer a renunciar, pero finalmente había sido
la enfermedad la que le había obligado, el 6 de agosto, a dejar el
poder. En el momento de su despedida, ya acabada mi estancia en
Bolivia, se dirigió al pueblo boliviano justificando su política
pero sin manifestar dudas sobre su acción de gobierno en sus épocas
de dictador. Como suele ocurrir en estos casos en la hora de la
renuncia por enfermedad la figura repentinamente aparecía como
dotada de una aureola de hombre de estado y patriota que parecía
querer olvidar el general de hierro de otros tiempos. Un Banzer
apergaminado y cadavérico que acabaría muriendo a menos de un año
de mi estancia. Hoy ya es un personaje del pasado, será la historia
que acabará por dar su veredicto.
Tras
nuestra comida en Calacoto volvimos al centro a recoger a Mauricio y
Mabel en Sopocachi Alto. El
apartamento que ocupaban, cedido por los Loayza estaba en una zona de
clase media no tan elegante como es el sur, pero relativamente
agradable. El edificio se situaba en un recinto cerrado por una
valla. Como quiera que el portero automático no funcionaba se nos
apareció Joana, la tercera hija de Mabel, con su sonrisa simpática
y sus ojitos francos y alegres. Accedimos a la limpia y cuidada
portería del edificio y subimos por la escalera al pequeño
apartamento. El lugar me recordaba a las viviendas de apartamentos de
los barrios estudiantiles de Valencia, todas ellas de los años
cincuenta y sesenta como en este caso. El apartamento estaba
empapelado y hubiera necesitado una reforma a fondo para volver a
aparecer moderno y luminoso. La puerta se abría en un pequeño
comedor con una ventana en la esquina y puertas en el lado derecho
que enfilaban un pequeño pasillo al fondo. En una de las paredes
colgaba una fotografía de colores brillantes que reconocí al
instante. Se trataba de uno de los coquetos paisajes de la Alta
Baviera, justo donde me llevara el hermano de mi tía en mi primera
visita al Königsee. Me resultó fascinante ver que en la lejana
Bolivia era capaz de ubicar un paisaje donde yo había estado en una
foto similar a la que yo había hecho en su momento. Recordé la
indicación de Walter aquel día, ponte ahí que es de donde se toman
todas las fotos de los calendarios.
Educados
y cariñosos fueron apareciendo Paula, José y la pequeña Joana los
niños del primer matrimonio de Mabel. Eran tres niños muy dulces y
discretos. La mayor estaba justo en la edad en que ya no se puede más
hablar de niña, pero se intuía la mujer. Con su ortodoncia que le
hacía cecear, seguramente más de lo que desearía, hablaba lo justo
por su carácter reservado y contenido. Paula creo que es la que más
sufrió de la crisis en el matrimonio de sus padres y era una
mujercita muy formal pero igualmente muy insegura que vivía todavía
a la sombra de una madre de carácter de hierro. Nunca dejaba escapar
una palabra más de las justas y contenía su sonrisa como el resto
de sus sentimientos. José era todavía muy niño y se le veía tan
formal cuando saludaba como despistado. Joana era de los tres la más
seductora. Se le vía una niña feliz que compraba voluntades con una
sonrisa. Era de esos espíritus libres y extrovertidos que miran al
mundo con ojos ilusionados y una sonrisa tan amplia que cuesta
trabajo no corresponderle con otra.
Tras
tomar un café dejamos la casa y nos fuimos por las empinadas calles
de la ladera hasta los barrios que están justo arriba de la iglesia
de San Francisco. Llegando a nuestro destino nos incorporábamos a
calles con más gente y actividad que cerraban el vado, hasta que por
fin acabó el coche flotando a la velocidad del paso de las personas,
encallado en una masa humana abigarrada y colorista. Fue este el
momento de dejar el vehículo en un estacionamiento e incorporarnos
al fluido humano que recorría el hormiguero del mercado. Las calles
y las edificaciones tenían el sabor de mi barrio del Carmen de
Valencia, de la Habana Vieja o de cualquier lugar de atmósfera
hispana donde decrépitas y venerables casas de cien años se mezclan
con edificios de formas prismáticas del racionalismo más barato y
vulgar. Eran barrios desvencijados pero con el atractivo de la gula
consumista que tomaba posesión de aceras y asfalto. Mauricio tomó
una pasankalla de uno de los inmensos sacos de rayón blanco y la
chola que atendía masculló un gruñido de protesta. Finalmente
Mauricio y Mabel acabaron como dos niños con una bolsa de estos
dulces tan populares en Bolivia. En una encrucijada accedimos a lo
que un día fue una calle y hoy es una especie de galería cubierta.
Lo que una vez fueran los puestos de un mercadillo temporal son hoy
casetas fijas que cierran la calle como en un túnel traslúcido
rodeado de cubículos con textiles, zapatos, medias, ropa interior y
la inevitable chola meditabunda al mando. La fuerte pendiente de la
calle permitía ver entre plásticos y toldos la masa urbana paceña
al fondo del valle. De tanto en tanto se abría el zaguán de algún
edificio y las arterias del mercado se extendían como un pulpo más
y más dentro entre la selva de artículos que colgaban tentadores.
Los auténticos
productos de marca pirateada en la industriosa Bolivia se vendían
con precios que burlaban el esfuerzo de márketing e imagen de tantos
honrados anglosajones. La picardía latina subvertía ese
orden malévolo que se nos ha impuesto y permitía que a precios
populares cualquiera pudiera sentir la fantasía consumista que nos
bombardean en las películas, la publicidad y hasta en el deporte. La
máquina de hacer dinero del Imperio tenía aquí metida una piedra
en el mecanismo y todo el mundo disfrutaba de este pecado venial de
burlar al poderoso.
En
un lugar concreto, ya conocido por mis amigos, encontramos unos
calzones largos que me habrían de acompañar en las excursiones por
el sur. Con risas comparando la talla de la prenda con la de su
futuro propietario decidimos comprarlos. Se les llama en Bolivia
calzoncillos de diablo por el uso que las comparsas de este nombre
hacen de ellos en los desfiles folklóricos. Esa zona del mercado se
dedicaba a la ropa interior y las prendas con forma humana
desprovista de protuberancias o en moldes de plástico de formas
provocadoras colgaba con exhibicionismo bien opuesto al secreto final
bajo las capas de ropajes y junto a la intimidad cómplice de un
cuerpo oculto.
Deshicimos
el camino de ida, esta vez bajando por el lado contrario mientras
preguntábamos por precios de prendas de abrigo para mi viaje por el
sur. Cuando llegamos al final de la calle, ya sin esperanza de
encontrar nada, entramos en un local muy popular donde tomar un
refresco.
El
lugar aparecía iluminado por impersonales luces de neón y trazas
bien parecidas a los bares de barrio españoles con su mobiliario de
tubo metálico doblado y mesas de formica. Tomamos asiento en una
mesa bajo una suerte de altar del gusto popular. En la pared
presidida la foto de un blanco caballo que galopaba libre en una
pradera, un reloj de plástico dorado y el sensual trasero de la
cantante Talía. Mauricio y Mabel tomaron unas salchichas bien
picantes mientras el resto descansábamos con un refresco.
Justo
al salir vimos un montón de anoraks de nylon sobre un toldo y una
pareja que los vendían casi a punto ya de acabar el día. Por unos
doce euros compré una prenda bien gruesa, probablemente de origen
asiático, que me acompañó todo el viaje.
Saliendo
ya de este mercado nos encaminamos hacia la calle Linares que es
donde se sitúa el curioso mercado de las brujas justo en el cruce
entre las calles Sagarnaga y Santa Cruz. No es extraño entender el
éxito de la brujería en un país donde el cincuenta y cinco por
ciento de la población era de origen indígena. La religión
católica se superpuso, más que se impuso a las creencias
tradicionales y toda Bolivia era un conjunto de supersticiones o
ritos mezclados entre el catolicismo y el paganismo de las antiguas
religiones incaicas. Hasta en santuarios como Copacabana o Urkupiña
se entremezclaban sin problema los ritos de bendición de objetos y
rituales como la representación de los deseos en objetos mostrados a
la patrona de turno. Es en el mes de agosto, cuando finaliza el
invierno y se abre la Pachamama, cuando el mercadillo bulle con mayor
actividad. El campesino busca mejores cosechas, el minero las vetas
más ricas y el paceño suerte en los negocios. En todas las épocas
y todas las sociedades lo espiritual acaba convirtiéndose en una
escandalosa transacción de toma y daca con los dioses siempre
caprichosos y los sacerdotes siempre satisfechos. Los humanos míseros
ante nuestro desamparo ante el destino intentamos torcerlo comprando
un artilugio mágico que nos favorezca. Los tenderetes del mercado de
las brujas mostraban miles de cajitas coloridas con sahumerios,
recetas naturales de hierbas, brebajes, mates y bebedizos amorosos.
Todo un supermercado para los rituales y ceremoniales mágicos. Había
muchas figuritas de cerámica con un estilo que recordaba vagamente
al de los ídolos prehispánicos y que favorecían la intercesión de
los viejos dioses en cualquier acto de la vida en una relación
extraña con la virgencita o el Cristo todopoderoso. Un amuleto de
figura muy parecida en su concepto a “El
beso” de Brancusi mostraba una pareja entrelazada en el
acto sexual. Se utilizaba para lograr éxito en el amor. Bandejitas
con billetitos, pequeños autos u otros objetos se sitúan en la casa
como símbolo de la riqueza que se desea y se espera obtener. Pero,
tal vez, lo que más inquietaba eran los cadáveres resecos de fetos
de llama, chancho y oveja que se entierran para propiciar un mejor
destino para un edificio en construcción. Entre los puestos era
posible contactar con yatiris
(sabios aymaras) para que interpretaran el destino entre hojas de
coca. Las cholas que guardaban aquellos puestos refunfuñaban y se
defendían con maldiciones de todo aquel que empuñara una cámara de
fotos. La vieja creencia del dominio de lo representado por medio de
su imagen adquiría allí, pues, carta de naturaleza y la chola
furibunda miraba al fotógrafo como un peligroso ladrón de almas. No
me atreví a desafiar la furia de estas mujeres respetando sus
creencias.
Finalmente
accedimos a una bocacalle y abandonamos el último puesto de brujería
no sin llevar detrás uno de los pequeños ídolos propiciadores de
mejor vida sexual por si las moscas. Hasta el alma más racional se
deja seducir a veces por el coqueteo con la superstición. A partir
de ahí las tiendas ofrecían recuerdos típicos de la zona andina,
desde lluchus que son
esos gorros que siempre se asocian a esta parte de la tierra,
instrumentos musicales, pequeña platería, chompas
(como aquí se llaman los jerséis) y toda esa quincalla que sólo
los turistas compran. Los callejones de tipo colonial próximos ya a
la iglesia de San Francisco poblados de vetustas casas se abrían en
patios ruinosos, de origen netamente hispano, donde cada palmo de
terreno, cada centímetro de pared, se aprovechaba para colgar una
pequeña vitrina con bagatelas de plata, cadenitas, figurillas de
barro pintadas con alegres colores. Allí colgaba todo el surtido de
textiles que han hecho famosos a los indígenas bolivianos. Cada
planta baja se dividía y subdividía para encontrar lugar para un
comerciante diferente. Se notaba que la ausencia de turistas por los
problemas políticos estaba poniendo nerviosos a los vendedores.
Desde las puertas de los locales nos invitaban a entrar siempre a
vendernos el mejor género al mejor precio. Bastaba un pequeño “pero
en el local de allá eso mismo valía...” para que torcieran el
gesto y quedaran con su estrategia al descubierto.
Aquellos
recovecos eran el equivalente a lo que en los países arábigos son
los zocos. Son lugares donde hay que pasear, comparar, preguntar,
agradecer, regatear y por último comprar. Los mercadillos bolivianos
eran zonas aptas para el regateo y siempre había una posibilidad de
forzar un poco más el precio ya de por sí barato. El ritual del
regateo se hacía con picardía, con amabilidad y siempre intentando
resistir en la posición. Si el precio que pedía el comerciante era
demasiado alto se retiraba uno sin entrar en el juego, pero cuando el
precio era medianamente atractivo se empezaba a coquetear con
cantidades que se modificaban con cierto gracejo para llegar al punto
de encuentro. Siempre quedaba la posibilidad de pedir un regalo extra
si no se llegaba a la cantidad deseada. Bolivia era un paraíso de
compras para el bolsillo español y a veces rebajar un boliviano era
más una cuestión deportiva que una necesidad presupuestaria. El
caso es que al final se le acababa tomando gusto al regateo
convirtiéndose en un incentivo más a la hora de ir de compras. Los
españoles en nuestro camino hacia la modernidad perdimos en algún
momento esta capacidad que nos llegó de los árabes y que hoy ha
cedido a la fría y rígida dictadura del precio fijo y siempre
rebajado al máximo. Ahora recuerdo casi con nostalgia los tiempos en
los que mi padre miraba la clave de precio de costo que aparecía
discreta en todas sus etiquetas. Heredada de mi abuelo le permitía
calcular una pequeña rebaja que siempre halagaba al cliente y que
permitía afianzar una relación amistosa y amable con éstos. Era
parte del ritual social mediterráneo y humano que hoy hemos perdido.
Ya
en la empinada y céntrica calle Sagarnaga bajamos junto a los recios
contrafuertes de piedra entre paredes de mampostería hasta la
iglesia más representativa de La Paz, la iglesia de San Francisco.
Su portada de estilo barroco colonial entremezclaba los elementos
importados de Europa con una concepción decorativa netamente
indígena. El curioso arco lobulado bajo la hornacina del santo,
centraba la portada de tres cuerpos decorada como si una bordadora
hubiera pegado primorosos encajes nativos en una arquitectura venida
del viejo mundo. Tal vez el éxito del estilo barroco mestizo fue la
de compartir el mismo gusto por la filigrana indígena y ello le
permitió triunfar con diferentes adaptaciones a los estilos locales
de toda la América Latina.
La
inmensa y robusta torre no acaba de desentonar, a pesar su frío
estilo parco en molduras, con el conjunto. La iglesia en si aparecía
gris y oscura, mal iluminada, con esa fea frialdad de las luces de
neón, pero con ese ambiente y atmósfera tan próximo de los
espacios familiares del catolicismo hispano. Las capillas, con
santos, el altar y la inmensa bóveda de cañón podían haber estado
en cualquier lugar de la vieja España. Hasta el olor recordaba a esa
mezcla tan indefinible pero característica de todas las iglesias del
viejo y el nuevo mundo. La cultura y la circunstancia, que diría
Ortega, que nos unieron y nos siguen manteniendo cercanos a pesar de
tanta distancia y tantas diferencias.
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