Déjà vu

Todas las fotos de este último viaje tienen una pátina blanquecina. La luz era demasiado cruda y clara y los colores frescos del paisaje bávaro deben ser rescatados del negativo digital. De alguna manera parece que las fotos se corresponden con los recuerdos castigados por el tiempo como las imágenes lo son por la luz y el deterioro de los pigmentos.

He visitado de nuevo Munich. El que fue mi viaje iniciático, el que cambió sin lugar a dudas mi vida, tuvo como destino esta parte de Alemania. Tenía entonces diecinueve años, poco más que los que tiene ahora mismo mi hija y una vida de ilusiones por delante. Fue un viaje de descubrimientos, de experiencias, maravilloso e inolvidable que se repitió en forma de visitas casi anuales hasta el año 2000. Una desagradable discusión, finalmente sin sentido, rompió aquel vínculo y Munich quedó atrás. Demasiado lejos.

Ahora he vuelto. Recorro los mismos decorados pero con diferentes personajes. Todo igual y todo cambiado. Hay una profunda emoción en ese sentimiento que te lleva a lugares que todavía reconoces y donde todavía eres capaz de orientarte. A cada recodo hay un recuerdo o una referencia a una experiencia pasada que florece de nuevo desde los rincones grises de la memoria.

Mar, mi hija, y yo nos embarcamos en el avión y desde que aterrizamos la miraba con ansiedad y observaba sus reacciones. Pero la reacción era tíbia y, tal vez, más amable conmigo que entusiasta. Jamás podrá llegar a ese mismo sentimiento que yo viví en 1983 Vana ilusión. Para ella, de una generación que ha viajado mucho más, Munich no es más que un destino más de su lista que ya incluye ciudades con más nombre y caché. Al final las experiencias siempre son íntimas y personales y sólo la magia de la literatura puede arrancar un destello que recupere piezas del rompecabezas del pasado.

Walter, el hermano de mi tía, para mí siempre fue como el tío joven. Encaramado a sus hombros, con unos cinco años, podía tocar el cielo, entonces el techo de la casita donde solíamos veranear en Villalonga. Ahora ya roza los setenta y lucha contra el aburrimiento, todavía demasiado fuerte y activo como para dejarse vencer. Hanna me dice que anda algo sordo y que tiene la estabilidad algo perdida. Él y yo, como dos chiquillos, nos metíamos en el riachuelo que rodea la casa de Aurach y disfrutábamos del choque violento de un agua que baja de las montañas a doce grados. Me miro en las fotos del viaje, allá, entrando en el agua y me veo gordo, con calvicie incipiente y el pelo gris. Me miro y no me reconozco. Me inquieta. No es un problema de estética, más bien la melancolía por la salud y el vigor perdidos. Siento que el tiempo se escapa y corre aguas abajo como en la alegoría de Heráclito.

Este verano ha sido agridulce. Por un lado he estado activo con miles de cosas que hacer y viajes a Madrid, Holanda, Londres y Alemania. Por otro lado veo el deterioro evidente de mi madre y sus pérdidas de memoria. La situación económica siempre como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. 

Llega ya septiembre. Todo empieza de nuevo. El mismo río pero con nuevas aguas. Vamos al cine a ver "Super 8". La banda sonora de la película contiene diferentes éxitos pop de los ochenta. Suena la Electric Light Orchestra y me dejo llevar por un sentimiento entre eufórico y melancólico. El tiempo se me ha escapado de las manos por décadas y aquí estoy convertido en un hombre que lucha ya en su madurez por seguir vivo, razonablemente sano e ilusionado.

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