Alma de artista

Cien golpes cotidianos humillan mucho más que un gran escándalo. No pudo ser el camino del jet y la fama. Sólo quedaba la furgoneta y el reparto diario para sobrellevar la vida. Juan había aceptado su destino con resignación y los años empezaban a cargar de grasa el cinturón abdominal y a deforestar el cabello otrora rubio y rizado. El micrófono era el imán y la tabla de salvación de una existencia anodina. Cuando cantaba en las bodas o en los salones de baile de los jubilados se sentía otra vez vivo y existía en él, aún de forma efímera, la sensación de ser alguien único, especial, en un mundo de rutinas.

El telefonillo de la puerta emitió un pitido penetrante entre los furiosos ladridos de la bestia. Repartidores y perros forman parte de la misma categoría de enemistad de perros y gatos. “Cuidado con el perro”, decía la leyenda. Juan siguió insistiendo, seguro tras la valla, pero invadido por una descarga inconsciente de adrenalina. Ya era la tercera vez que el repartidor escalaba las sinuosas arterias de la urbanización y el final de la jornada llegaba. Por fin se atrevió a encaramarse al muro y logró depositar el paquete entre los saltos furiosos de la fiera que no alcanzaba a hacerse con aquel individuo que violaba el territorio del clan.
Qué diferente podía haber sido todo. En el reproductor de la furgoneta de la agencia de paquetería sonaba nuevamente la canción que podía haberle llevado a la fama. Juan movía la boca haciendo una especie de play back privado para una audiencia inexistente. Con los años había superado el error de aquel día a base de ensayos privados. El ballenato sonaba perfecto y sin fallos. La coreografía se reproducía en un escenario neuronal en 3D.
Años atrás hacía cola a la puerta del palacio de congresos. De diez mil candidatos a cien seleccionados y de estos a diez elegidos para la academia. Frente a él tres expertos en marketing que jugaban a ubicar unos cuantos tipos exóticos por cada cantante con mínimas posibilidades vocales. Juan, por fortuna, no entraba en la categoría de engendros divertidos. En un casting donde triunfaba un faquir cantando copla o la lolita de seis años vestida de faralaes e interpretando a Azucar Moreno en formato de bolsillo, él convencía más por su juventud, su aspecto aniñado pero respetable y su voz cálida que por su capacidad de provocar las risas del respetable. Si bien tuvo que convivir entre compañeros exóticos, las fases finales se reservaban para artistas algo más serios.
El cd seguía taladrando la cabina con canciones pegadizas mientras Juan arrancaba o paraba en función de los caprichos del habitual atasco de entrada a la ciudad. Al rítmo de la banda sonora entonaba las letras enfrascado en la perfección de la entonación. No había tenido al fin y al cabo tan mala suerte. El colchón tribal de la familia y el pueblo siempre habían amortiguado la dureza de las caídas. Sabía que no pasaría hambre física, pero la fama seguía tentando su alma de artista.
La fama es una medicina que cura o mata. Juan no fue nunca capaz de digerir esa sensación agridulce. En la academia logró superar las diferentes eliminatorias y sin darse cuenta ni asumir realmente la situación se vio en una vorágine de quinceañeras enloquecidas que apenas le dejaban acceder a los recintos. Su agente, un subproducto de la generación del 68 que había pasado las fases del comunismo radical, el desencanto y finalmente la inmersión plena en el capitalismo más salvaje, lo tomó más como objeto que como sujeto y le montó la campaña de promoción que le hizo recorrer decenas de centros comerciales firmando autógrafos. La idea podía haber funcionado, Eurovisión y el salto a la fama, pero aquella canción “Yo por ti fui bohemio” con rítmo de ballenato no fue la mejor de las elecciones. Juan por aquella época vivía cegado con su propio éxito y no fue capaz de ver que aquella apuesta era a cara o cruz.
La sentencia de muerte fue aquel año en Amsterdam. Juan subió al escenario ataviado con un traje que el asesor de imagen había elaborado y que él, falto de mejor criterio, había aceptado sin rechistar. Los focos encendían el escenario más que lo iluminaban. Juan sudaba copiosamente en medio de aquella diana de luces y sonido donde él era el objetivo. Podría haber acertado más en la coreografía, pero aquellos zapatos de suela que resbalaban como patines sobre hielo resultaron ser la peor elección. En plena actuación un resbalón y el ballenato empezó a dar bandazos entre tonos desafinados. El mundo empezó a desmoronarse en ese momento y las fichas de un tetris descontrolado no encajaban en la sutil arquitectura del triunfo.

Spain one point, l’Espagne un point. Ese fue todo el resultado de las votaciones. Fruto del despiste o de la misericordia de la delegación eslovaca sólo obtuvo un punto que no le permitió ir más allá de la última posición.
Como general que ha perdido la batalla o rey destronado, vio la huída en desbandada de sus tropas, tuvo que ir decelerando súbitamente en su carrera meteórica. El disco preparado no llegó a arrancar en las ventas, su agente dimitió tan sólo puso el primer pie en Barajas, el peregrinaje de personaje en personaje sólo tuvo como resultado una colección de puertas en las narices. Cualquier actuación era destrozada cuando un público cruel pedía desaforadamente el ballenato. Aquellos que lo adulaban sólo unas semanas atrás en tertulias y magazines parecían desaparecidos. La realidad se impuso a velocidad de vértigo. Los contratos sibilinos no dieron mucho de si y pronto se vio abocado a la humillación de la vuelta al pueblo con la coplilla cruel del ballenato fallido. La fama pasó a ser la risa, por la calle tuvo que soportar corrillos de niños dando patosos resbalones histriónicos para hacer burla del traspié. La teoría de la conspiración fue el mejor bálsamo contra el fracaso personal. Es que nos tienen manía a los españoles, no nos pueden ver en Europa… Autocompasión y años…

Embozado en su anorak recorría la calle mayor mientras los tenderos bajaban las persianas. La calle ya se había vaciado hacía rato y los escasos viandantes más que pasear deambulaban camino a casa. Juan miraba distraído los escaparates cuando tropezó con una mujer de pelo cardado, mejillas carnosas y algo más de maquillaje del necesario. Perdone usted, acertó a decir el repartidor. “Usted, usted es Juan Marquez. ¡Qué emoción! Tengo su disco dedicado. ¿Podría darme su autógrafo?”. Juan sonrió más hacia adentro que hacia afuera. Con profesionalidad de artista sacó su bolígrafo que horas antes rellenara formularios y firmó en la libretita de notas de la mujer. Varias semanas de pequeñas humillaciones banales se esfumaban entre los trazos del autógrafo. Juan apuró la marcha a casa más flotando que caminando.

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