Osos en Berlín

Como homenaje a Joseph Roth, un espíritu pacífico y sensible que no mereció su destino.
Cuando se recorren las calles del moderno Berlín no es difícil ver delante de Hoteles, lugares públicos o museos grandes osos pintados con diferentes motivos y alegres colores. La ciudad tuvo la ocurrencia de convertir su símbolo local en un embajador de paz con la ayuda de artistas de todo el mundo. Si una ciudad realmente puede apreciar el valor de la vida en concordia ésta es Berlín.

Cuando viajaba en el avión hacia la capital alemana releía la recopilación de artículos de Joseph Roth en los que hablaba de la vida de la ciudad en los años veinte. Un vacío inconmensurable se extiende entre aquella metrópoli dinámica y cambiante como pocas y el Berlín que lucha por reinventarse a sí mismo. Apenas queda de aquella época el eco de las calles y sus gentes. Aquí y allá surgen los edificios que han sobrevivido a tantas hecatombes entre decenas de nuevas estructuras ultramodernas que la voluntad política impone frente a la indiferencia de ciudadanos de aluvión, de circunstancias. Hay que reconocer el titánico esfuerzo para dar sentido y vida a una ciudad muerta de inanición tras una guerra y cuarenta años de ostracismo.

Este invierno ya no es lo que fue. El sol lucía extrañamente primaveral y los berlineses disfrutaban del excepcional calor del domingo. Una luz suave acariciaba como un tenue éter las gigantescas estructuras del Berlín moderno. La estación central, la cúpula del Reichstag, los edificios del parlamento o el cúmulo de la plaza de Postdam se difuminaban perezosamente a contraluz. Aquí y allá, desde cada esquina asomaba mucho menos amenazadora que antaño la imponente esfera de la torre de televisión. Gran hermano comunista que todo lo veía, en la actualidad es uno de tantos símbolos de la ciudad moderna que une las perspectivas del este y el oeste.

Berlín es una ciudad desdentada, asimétrica, hueca. En el centro el vacío. En las afueras el horror vacui. En el oeste la alegría, el consumo, la vida y la Alemania que se reconoce en otras partes. En el este una ciudad que va resurgiendo, todavía ahora, del vacío eco de las torres geométricas. Parece, pasados los años del racionalismo, la planificación y el orden geométrico. Visto con el paso del tiempo la utopía urbanística racionalista fue el mejor símbolo de la dictadura y aquel abigarrado mundo de luces y neón de la Kudam la mejor representación de una ciudad con ganas de sobrevivir a la opresiva atmósfera del muro. Es curioso que los que vivían en la cárcel eran los que podían vivir la vida y los que rodeaban el perímetro eran los verdaderos prisioneros.

El traqueteo del suburbano que lleva de un lado a otro nos transporta a aquella ciudad que fue. Una vez reabierto el sistema de transportes metropolitanos podemos rehacer los viajes sin interrupciones por toda la ciudad. La que fuera la más moderna de las redes de transporte es hoy una destartalada pero eficiente y práctica serpiente que se enrosca entre solares y barrios en una ciudad que muere y resucita de estación en estación. Las vías sobrevuelan espacios llenos y espacios inertes. Las viejas estructuras de ladrillo y hierro forjado tienen un aire polvoriento, decimonónico. La instalación es vetusta y necesitaría de un buen repaso para tener el tono moderno de ciudades mucho menos importantes, pero la tupida red sigue mostrando la grandeza que llegó a tener Alemania en los años de la república de Weimar y sigue siendo un ejemplo de eficiencia, orden y sentido práctico.

Me hubiera gustado recorrer con Joseph Roth los andenes del metro. Seguro que hubiera descubierto un parecido paisaje humano tras el cambio de piel. De judíos del este a negros antillanos o turcos de piel cetrina. Lo que yo creo que son alemanes él me los descubriría como polacos o ucranianos. La multitud apresurada que se cruza en el laberinto de túneles recuerda ya más al exotismo de un mundo globalizado que a aquellos ciudadanos centroeuropeos que iban al bosque a buscar leña en los fríos inviernos de la depresión. Seguro que él descubriría el paralelismo y el espíritu humano que subyace más allá de todo tiempo. Dando una vuelta por la Oranienburgstrasse vería cómo se cierra intemporal el círculo del vicio en las prostitutas que animan a sus clientes. En estos tiempos la bota de caña alta, preferentemente blanca, es la marca del oficio. Cuerpos esbeltos, lascivia y juventud a la espera de clientes. La vida sigue en una calle. A un lado la antigua sinagoga. Dos policías vigilan para evitar ataques. Curiosa paradoja. Los judíos protegidos por los alemanes pero amenazados por los extremistas musulmanes y ellos mismos en el papel de opresores. ¡Cuanta razón tenía Roth al afirmar que el sionismo no era más que el espejo de los viejos nacionalismos europeos!

Un edificio negro y ruinoso, todavía acribillado de balazos, mira desde el otro lado de la calle. Mas allá hasta el río Spree desolados solares donde en cualquier momento se puede cruzar la barrera del tiempo y volver al momento de los espías. Unos antiguos almacenes son ahora un cochambroso centro de cultura alternativa que poco a poco muere conforme la ciudad se normaliza. Lo que fuera el arte de vanguardia de los setenta y ochenta, ahora tiene un aspecto mugriento que cada vez desentona más con una ciudad que se desea elegante; apropiada para una clase política obligada a vivir en la capital. Más allá otra zona que ha recuperado la vida. La casa en cuyos bajos estaba en sus años el café Dalles ha sobrevivido después de tantas vicisitudes, pero incluso ahora sigue el eterno ciclo del tiempo. Parece que hasta los años noventa fue una ruina, después fue ocupado por otro de los tantos locales que han proliferado en las cercanías. El restaurante Shwarzraben, que aparece en las guías de hace unos años, ha cerrado a principios de este y el bajo sigue a la espera de otro momento de la historia, otro negocio y nuevos clientes que entren a animarlo.

La ciudad tal vez, Berlín qué mejor ejemplo, es el mejor lugar donde ilustrar la vieja parábola de Heráclito en la que se afirma jamás nos podremos bañar en el mismo río. El fundamento del tiempo, de nuestra vida está en el cambio incesante. Somos nacimiento y destrucción y esa es la ley universal, pero Berlín intenta con sus osos amables no revivir jamás el trauma que le hizo perder su ser en gran parte del siglo XX.

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