Cuando los pastores son los lobos


Me eduqué como tantos otros de mi generación en un colegio religioso. En Gandía, mi ciudad, los mejores colegios eran los privados religiosos y los llamados nacionales se consideraban entre la clase media local como propios de gente modesta. En los años sesenta, setenta todavía la Iglesia Católica era un poder fáctico con fuerza y vigor, un peso abrumador en una sociedad que no tantos años atrás había disputado una guerra en la que el apoyo del catolicismo a uno de los bandos fue determinante. La religión para los poco beligerantes era como el supermercado de los rituales vitales. Cuando el niño nacía, cuando se celebraba la primera comunión o en los funerales estaba la Iglesia Católica a veces ayudando a superar el trago a veces marginar por el espíritu clasista que entonces imperaba en la institución. Con la llegada del Concilio Vaticano la Iglesia Católica española pareció despertar y mostrar una cara más humana y amable. Eran los tiempos de los curas obreros y el cardenal Tarancón.

En mis primeros años de colegio la asistencia diaria a misa era un ritual tan cotidiano como indiscutible. Cada mañana a primera hora entrábamos en la capilla y empezábamos el día entre rezos y cánticos. Recuerdo cómo los niños fantaseábamos con la pertenencia a la Congregación Mariana, una especie de club católico entre el ocio y la adoración a María. Nos vendían a todos una medalla de aluminio del Corazón de Jesús con un colgante en forma de bandera de franjas rojas con otra blanca al centro al modo de la bandera austriaca y la lucíamos con ese pueril orgullo por una condecoración ostentosa. Cuando se ascendía de grado en la Congregación se obtenía una medalla con franjas azul celeste, el color de la virgen, y en una ceremonia se investía a los niños como cruzados de la causa mariana.

Entre los rituales estaba el canto común, con un pequeño grupo de cantores en el primer banco por la calidad de sus voces, los sermones del Padre Ribelles que incluían un diálogo con los niños. El colegio incluso levitaba más allá de las horas lectivas para mezclarse con las horas de ocio. El que así lo deseaba podía ser "junior" o ir a los locales con recreativos que estaban abiertos hasta muy tarde. Futbolines, tableros de ajedrez, piezas de dominó con las que jugar a los senderos de efectos encadenados. El rey de aquel reino era el padre Tort un religioso que durante años había estado al cargo de la congregación. Ahora, buscando en Internet he encontrado su nombre, Ciríaco. El padre Tort era un hombre que por aquella época debía de rondar los setenta, de piel macilenta y apergaminada. Solía usar lentes y boina y su aspecto ya era el de un anciano entrando en la decrepitud. En mis primeros años en el colegio todavía disfrutaba del privilegio de un despacho al fondo de los locales de la Congregación que resaltaba su importante papel. Un cartel a modo de semáforo se encendía con la palabra pase en color verde o espere en color rojo. Recuerdo que siempre había una pequeña corte de niños privilegiados situados en los puestos de confianza del sacerdote. Ser amigo del padre Tort era un privilegio e incluso yo recuerdo haberle obsequiado una inmensa naranja después de habérsela regalado a mi profesor, Don Luís, y pedírsela después al darme cuenta que había hecho el regalo al sargento y no al general.

Allá por tercero o cuarto recuerdo que el padre Tort era el secretario del colegio y nos llamaba uno a uno a charlar en un pequeño despacho en la zona de aulas sobre la iglesia. Tras una breve conversación llegaba una pregunta inevitable. ¿Y tú que quieres ser de mayor? Yo lo tenía claro; quería ser ingeniero naval para regalarle un barco a mi padre. Éste con sorna de alguien religioso pero jamás beato me decía - No, dile que quieres ser padre y cuando te de más caramelos como premio precisas. "Quiero ser padre de muchos hijos" - Por supuesto yo entendía sólo la mitad de la broma y la verdad es que jamás he sentido la menor vocación religiosa.

En pocos años su estado de salud empeoró y finalmente el padre Tort no era más que un anciano en la parte de asilo para sacerdotes. El hombre pedía que lo siguieran visitando pero ya era una reliquia olvidada por casi todos. Un pequeño grupo de niños, entre los que me incluyo, subíamos a mediodía, tras las clases y le aportábamos un poco de vida en momentos en que esta ya se le escapaba. Los curas eran así parte de tu vida cotidiana de niños, algo así como tíos ancianos que te dan caramelos y que requieren de la alegría de los niños que no tienen.

Ahora, desde hace algunos años se oyen terribles historias sobre la sordidez, la sexualidad pervertida y la violencia en muchos de los colegios religiosos. Desde la película de Almodovar, pasando por los casos americanos o los que se cuentan incluso de los conocidos cantores de la catedral de Ratisbona todo es una ola de demandas y escándalos que amenazan la credibilidad de la Iglesia Católica.

Realmente no tengo malos recuerdos de la mayoría de religiosos del colegio. El peor de los casos podía ser por ser estricto o no demasiado simpático, pero la mayoría fue gente afable y correcta que jamás traspasó los límites del comportamiento adecuado para un adulto respecto a los niños. Me vienen a la cabeza gente como el padre Montalba que me llevó por primera vez a las clases, el pobre Calimero, no recuerdo ni su nombre, padeciendo las burlas de una clase demasiado salvaje, el hermano Riera, siempre arreglando algo, el padre Ventura, en su pequeña librería traduciendo del latín una obra que jamás vería acabada, el padre Ribelles, severo y ascético pero emprendedor y amante de las excursiones. Con mucho cariño recuerdo al hermano Hernández que me regalaba objetos de cristal con relojes de arena o cosas por el estilo. El hombre me trataba con mucho cariño y mis padres me dejaban con él, en la portería del colegio, mientras ellos iban a misa.

Uno de los profesores que tuve, Antonio Beneyto, era el típico cura obrero metido en el peor barrio de la ciudad llevando adelante un proyecto de taller de cerámica y siempre inventando medios de recaudar para su obra social. En el extremo contrario recuerdo el padre Muñoz que heredó una casa de una maestra solterona y que, en contra de los deseos de ésta, regaló a sus sobrinos y no vendió para obras sociales.

La Iglesia no ha sido nunca un corpus homogéneo. Como tal ha sido una estructura de poder jerárquico con partes sanas y partes claramente cuestionables. Por lo que hace a mi propia experiencia no puedo hablar mal. La mayoría de personas han sido gente convencida de su vocación y mensaje. Creo que en todos estos recuerdos no estoy añadiendo la edulcorada visión del pasado y la juventud. Realmente casi todos los religiosos con los que traté fueron afables y no hubo, al menos en lo que a mi concierne, malos tratos, abusos o pedofília. Lo más que recuerdo que se le pudiera parecer es el comentario escandalizado de mis compañeros cuando uno de los sacerdotes, el padre Yago, les preguntó "si se hacían pajas". Realmente creo que hasta la palabra fue una novedad para la mayoría de nosotros. Si fue una insinuación, una pregunta de un educador o algo más lo ignoro.

El caso es que superé con alivio los rigores del colegio y entré en el mundo mucho más abierto del instituto y la facultad. He conocido a más religiosos e incluso algunos han llegado a ser buenos amigos. Por convicción personal y por tradición familiar siempre hemos sido católicos, poco fanáticos, todo hay que decirlo, y hasta ciento punto heterodoxos en nuestra manera de ver las cosas. No hemos sido beatos ni nada que se le parezca, hemos tenido nuestros fallos y no somos nadie que pueda ser ejemplo de nada.

Me gusta la manera que tiene mi padre de plantear el tema. Él siempre dice que si no fuera católico no sería nada. A fin de cuentas se trata de creer en la ética de amar a los demás, perdonar y en general intentar ser buena persona. El catolicismo pues no es más que el marco para creencias o la formulación de una ética que podrían ser asumidos por la mayoría de seres humanos.

En los últimos años se van sucediendo escándalos de pederastia, de ocultación de delitos de tipo sexual, de malos tratos, en el seno de la Iglesia Católica. La que se suponía la madre amante que daba soporte a sus hijos se va mostrando como una depravada estructura corrompida hasta extremos insospechados. El Papa no sabe ya cómo combinar lecciones de moralidad sobre el aborto, el divorcio o las relaciones sexuales con peticiones de perdón dada la magnitud de la catástrofe. Él mismo se ha visto salpicado por casos de ocultación y cobijo a los pervertidos.

Los religiosos, investidos de dignidad y carisma de mi juventud, se van mezclando con esta otra visión del sacerdote corrupto y se suman a los conocimientos de historia del cristianismo. La Iglesia ha tenido mil y una historias siempre pero ahora los fieles tienen mucha más información. En un contexto posmoderno, donde las ideas ya no tienen el valor incuestinable del dogma las parroquias se van vaciando de fieles y sólo los ancianos van a perpetuar la herencia milenaria. Cuando mueran probablemente nadie va a tomar el relevo y mucho menos con una situación como ésta.

Los pastores se han convertido en lobos, probablemente muchos de ellos siempre lo fueron. Los religiosos y las religiosas decentes tienen que soportar la vergüenza de sus compañeros. Las buenas obras y la solidaridad de muchos se ve empañada por la indecencia de otros. En el río revuelto la Iglesia está perdiendo el norte en su cabezonería en no purgar los malos comportamientos y criticar sin piedad los comportamientos de la sociedad. 

¿Qué queda? Creo que el mensaje cristiano sencillo y original, el mensaje que cambió la humanidad y que proclamó aquello de amarás al prójimo como a ti mismo. No creo que haya una salida fácil. Hace falta un Papa fuerte, joven, con capacidad de releer las ideas esenciales, una Iglesia joven despojada de políticos, el retorno a una visión mucho más caritativa y menos dogmática de la fe y tal vez una reforma profunda del tema del celibato. Si no lo hacen perderán la partida y con ella el trabajo de miles de religiosos que creyeron con convicción en el mensaje cristiano y su inmensa capacidad de amor, trabajo y solidaridad con los más desfavorecidos.

Comentarios

  1. PARTIENDO DE LA BASE DE QUE SOY NO CREYENTE, EDUCADO COMO TODOS LOS DE NUESTRA EDAD , YO TENGO 48, EN UNA FAMILIA DE CLASE HUMILDE QUE CONOCIO A RELIGIOSOS ( RECUERDO AL PADRE PONS )QUE VENIAN AL COLEGIO SAN FRANCISCO DE BORJA A DARNOS CHARLAS Y AL QUE EN MAS DE UNA OCASION AYUDE A DAR MISA POR LA MAÑANA EN LA BENEFICENCIA.
    CON EL TIEMPO MI CONCEPTO DE LA IGLESIA CAMBIO HASTA EL PUNTO DE NO SER CREYENTE PERO DE COMPARTIR CONTIGO ESOS PRINCIPIOS QUE COMENTAS Y QUE SON AFINES A TODA BUENA PERSONA SEA CREYENTE O NO.
    OTRA CUESTION ES PEDIR QUE LA IGLESIA CAMBIE, ESO ES ALGO IMPOSIBLE, POR LO MISMO QUE NO SON CAPACES DE PURGAR SUS CULPAS O MEJOR DICHO DE PURGAR A LOS CULPABLES DE ENSUCIAR A TODA LA IGLESIA Y QUE AL FINAL SIEMPRE SON LOS QUE MAS PODER TIENEN EN LA MISMA.
    CON TODO RESPETO HACIA TODOS LOS CREYENTES DE BUEN CORAZON. JOSE GOMEZ

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  2. Creo que tienes razón en que es muy difícil que la Iglesia como poder cambie.De hecho la historia nos habla de múltiples ejemplos de degradación moral en su seno. Aún así y todo, si ellos desean ser la referencia moral que pretenden ser deberán tomar en serio el problema.

    En cualquier caso es lamentable que el trabajo sincero de gente convencida en sus creencias, cristianos de base, religiosos en el tercer mundo o en barrios deprimidos, que los hay, se vea contaminado por una jerarquía demasiado ocupada en sus asuntos de poder.

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