Los recuerdos perdidos



La desgracia informática se ha cebado con mi cámara esta misma tarde. En cuanto la he conectado al ordenador ha hecho un extraño y súbitamente me ha indicado que la tarjeta era inutilizable. Las alrededor de cien fotos que he tomado se han perdido irremediablemente si no es que ya estaban condenadas desde el mismo momento en que fueron tomadas.

Fotografiar, aparte del puro placer de experimentar con la imagen, es una de las más vanas ilusiones a las que nos aferramos. Hacemos fotos de bebés, de bodas, de promociones estudiantiles o póstumas para la lápida. Es inútil. El recuerdo está destinado a desaparecer y los pasos en la nieve quedarán borrados por otros posteriores o por un verano que todavía se intuye lejano.

La mañana se presentó con una atmósfera gris de nubes altas pero extrañamente limpia y nítida. Las figuras de los viandantes se destacaban como siluetas de un teatro de sombras sobre el terso blanco de la nieve virgen. Aquí y allá los berlineses se afanaban en su camino al trabajo con un andar ciertamente desgarbado recorriendo caminos abiertos entre masas de nieve amontonada y procurando evitar antes de la caída el traicionero hielo.

El río se presentaba con el aspecto una cubitera de la que se ha retirado el cava. Los bloques de hielo flotaban en escala de grises sobre un Spree perezoso por las bajas temperaturas. Aquí y allá el traqueteo de los trenes hacía vibrar el barrio mientras cruzaban el río saliendo o entrando en la estación de la Friedrichstrasse. Bajo el viejo puente ferroviario los arcos dibujaban elegantes curvas recortando el contraluz desde su base. El paisaje se plegaba a los designios caprichosos del cauce entre edificios herrumbosos de otra época y los modernos creados tras la caida del muro. Los alemanes, como siempre atentos a los detalles, han cerrado el jardín de uno de ellos con nítidos cristales que muestran artículos de su constitución grabados al ácido. Un poco más allá en unas escalinatas se alzaban carteles con las caras fotografiadas de dos actores americanos famosos calentando ya motores para la plena Berlinale.

Junto al Reichstag, justo en su lado noreste, a pocos metros de donde discurriera la frontera del Berlín dividido, un pequeño trozo original de muro de ladrillos rojos conmemora a un Lek Wallesa encaramado al mismo arengando a una multitud ansiosa del fin del comunismo. Alfa y omega, Danzig y la guerra, Berlín dividido y otra vez Gdansk (Danzig), la historia condensada en muros que se tocan.

Si algo no podía retratar la cámara era el penetrante frío que calaba hasta doler. En la inmensa explanada frente al Reichstag una multitud de adolescentes a punto de entrar en el edificio más emblemático. A punto de entrar en su historia particular como alemanes; los profesores, qué remedio, pacientes ante tanta hormona alocada. Foto de grupo, foto de la foto, más siluetas contra la nieve...

Cruzo la avenida y camino por un Tiergarten cubierto cubierto de blanco. Es una estampa de libro, un tópico manto inmaculado. Nadie se atreve, salvo un español loco, a recorrer el solitario jardín. El sol hace un ligero esfuerzo y se filtra suave entre las ramas que dibujan trazos secos de tinta china.

En cuanto la nieve es pisada que se deshace se convierte en un pegajoso amasijo de color sucio que amenaza en ser hielo traicionero. La pasión por hacer la foto se impone y me situo en mitad de la inmensa Avenida 17 de julio. Los pocos coches se cruzan con un loco con abrigo y gorro con orejeras que sujeta la cámara aterido de frío.

Un poco más adelante aparece el monumento al soldado soviético. Abrigo, casco y gesto aguerrido. Una paloma se posa en su cabeza y parece que anuncia que el pasado bélico es una pesadilla del pasado. Bandadas de gorriones corroboran la opinión y se posan en las torretas y los cañones de los tanques. La nieve no deja más que un camino en el centro de la media plazoleta rodeada por una pequeña columnata. Aunque aceptada como penitencia, no creo que los berlineses tengan un grato recuerdo de un ejército que se tomó la venganza como algo personal y llegó a robar y violar por doquier. Nadie niega de la culpa alemana pero no creo que la simpatía sea precisamente el sentimiento que causa un monumento impuesto por el vencedor. En la base unas flores marchitas y estelas con el nombre de regiones rusas conmemoran lo que fue un hito de sufrimiento y coraje. Como siempre la historia es poliédrica y no hay un punto de equilibrio entre los héroes y los villanos.

Salgo por la puerta trasera y recorro nuevamente la explanada frente a los edificios federales. Frío y más frío. La estación de metro del parlamento alemán está tan vacía que sólo una muchacha con pantalones de pata de elefante y gorro sube la escalera. Contestar el teléfono es una proeza con unos músculos faciales que se resisten ateridos por el frío.

Sigo mi camino hasta la gran jaula acristalada que es la estación central. El interior es un lugar de arquitectura de ciencia ficción. Las personas parecen demasiado normales en una escenografía tan moderna. Pozos y escaleras, columnas, brazos, ventanas, vanos y miles de nervios recorridos por un enjambre. Las siluetas se recortan ahora al contraluz mientras me acerco al andén. Una familia de músicos mendigos se reparten el trabajo en los trenes, una inválida lee el diario, pasan mujeres abrigadas con estilo de gran capital, una de ellas oriental, otra rubia encaramada en tacones de vértigo, un anciano cojo recorre renqueante el andén con su barba descuidada y el pelo rizado. Un comercial entrajetado recorre el andén con su maletín. Allá al fondo, como en una sima pasa un niño con gorro rojo. Van, vienen, vamos, venimos...

El tren llega y se hace inmaterial sobre las vías. Las fotos se han perdido, el recuerdo se desvanece o nos engaña y este blog empieza ya su cuenta atrás.

Todo se disipa, el recuerdo es sólo un espejismo y sólo la sensación del momento es real.




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