Máquina de efectos encadenados

La bandada de estorninos describe una curva cerrada sobre los tejados. Un pulmón gigantesco. Inspira y expira, se retuerce sobre sí mismo en una suerte de coreografía. Cada individuo pierde su condición para ser solo una célula de un organismo fortuito, negro, amenazador, vivo.
El violeta pálido y el rosa recortan las siluetas de mañana de diciembre. En las obras la percusión de las herramientas se mezcla con anárquicas trompetas que avisan en tonos monocordes de los movimientos de las grúas. Los automóviles, todavía con la escarcha parecen dotados de voluntad propia. Un vapor blanquecino escapa al frío tembloroso. Las arterias del escenario humano empiezan a moverse como largas y pesadas anacondas de piel metálica.
Si los estorninos pudieran comprender intuirían el entramado geométrico de esa otra bandada que se hace llamar humanidad. Esa geometría implícita, secreta, determinista. Coreografía precisa, visible, repetida con pequeñas variaciones cada día de lunes a viernes. Si la bandada celeste es orgánica y elegante, la humana es un mecanismo de relojería. Una máquina de canicas lanzadas por tubos que desembocan en fichas de dominó que se golpean unas a otras en una efímera vida ciega, activando palancas que van a tubos que se enredan en laberintos.
Ella no sabe que ese día será ficha destacada en el preciso artilugio humano. Al salir de la casa siente el golpe frío de la helada. Nada la detiene. Ni helado aliento de la mañana ni el cansancio de una mala noche. La represión de un humano bien adiestrado le impide hacer algo diferente a su rígido camino entre tubos y palancas.

Él espera vender muchos más textiles esa mañana. Romper la inercia de los malos tiempos es lograr que su canica de un cambio de recorrido mínimo, pero suficiente para entrar en otro de los tubos dejando atrás el recorrido del desastre.

El scooter al chispazo del arranque y el motor se deja seducir por la inercia universal para seguir su ciego camino terminal. Sólo dos kilómetros de deslizamiento por el tobogán a la casilla de la muerte. El ballet de humanos prosigue pausado. Tempo de adagio. Grupos de niños suben al autobús que les lleva a la escuela. Un perro de mirada fija parece orinar sobre una sopa humeante. Su dueño ataviado con un grueso gorro y guantes espera por unos segundos y continúa el camino.

La carretera ya se ha bloqueado. La máquina ha concentrado decenas de canicas en el embudo de entrada a la gran ciudad. Él se exaspera por el inconveniente diario. Cinco minutos de paciencia le separan de la muerte, pero con un giro brusco baja una rampa y sale a un camino trasero paralelo a la carretera. Camisa impoluta, corbata y Rolex de imitación. El repeinado representante está firmemente convencido de su triunfo ese mismo día con la perseverancia de los de su especie.

El viejo camino rural se ha pervertido al encontrar su viejo trazado sinuoso el escueto trazado a escuadra y cartabón del nuevo polígono. Por doquier se percibe la aceleración del mecanismo. Hormigoneras pesadas como escarabajos, coches que van y vienen esquivando las carretillas cargadas de pallets que pululan entre las naves. Ella decide cambiar y seguir dos calles más abajo para evitar los caballos de tiro, que arrastrando pesadas ruedas de camión ocupan todo el espacio. Va pensando en la cena de navidad con sus compañeros. Debe regalar algo a un amigo invisible que no puede ni tragar. Ni siquiera le apetece ir, pero con treinta y tres años todavía carece del cansancio suficiente para poder inventar una excusa que le deje libre. El scooter enfila feroz la última rotonda y esquiva el profundo bache que ha aparecido de la nada en dos días. El frío la atenaza a pesar de la bufanda, los guantes y el gorro de lana.

Los estorninos vuelven desde el sur hacia el norte. Sus siluetas recuerdan desde la lejanía a un enjambre de insectos. Puntos negros vibrantes sobre el reluciente naranja del este. Los ruidos del suelo hacen parecer silencioso el inspirar, expirar de los miles de puntos. Cerca de la bandada el viento vibra con fuerza lejos ya del reino de los humanos. Dos puntos, allá a lo lejos, siguen su tenaz recorrido de tubos, toboganes y fichas en recorridos que segundo a segundo convergen.

Él quiere ganar unos segundos. La discusión con su esposa le ha demorado más de lo que hubiera deseado. Qué importaba si la niña no quería ir a ballet. Para él ese es el menor de sus problemas. En el polígono visitará al gerente de una empresa de muebles de jardín. Si logra seducirle podría vender mil camisetas de algodón chino con un apretón de manos. Un toque de acelerador y piensa que gana unos minutos, en realidad ajusta totalmente ciego el mecanismo de la colisión.

Ella pasa el badén bajo la carretera. Va bien de tiempo así que no corre más allá de la cuenta. El scooter describe una suave curva entre la trasera de la estación de servicio y las nuevas calles donde antes fue huerta. Él gira bruscamente y enfila hacia los nuevos barrios para ganar unos metros. Ella no puede evitarlo. El todo terreno negro se cruza en el camino y el scooter choca contra el lado izquierdo. Ella salta por el aire a cien fotogramas por segundo. No hay frío, ni vida que pasa, ni reflexión ni ninguno de los mitos de cien novelas. Simplemente un vuelo corto y un aterrizaje brusco contra el bordillo mientas su vehículo trastabilla un par de metros y queda tendido junto al bolso y a dos trozos de plástico gris metalizado que han saltado en el impacto. Ella ya es él: el cadáver. De la corpórea esencia del yo a la inerte presencia del bulto. Él baja horrorizado y corre hacia ella todavía con esperanza.
Los estorninos siguen su pantomima ajenos a la nueva variación en la sinfonía humana. Desde el cielo decenas de canicas se acercan al escenario como partículas atraídas por el imán. En el centro el coche atravesado y el scooter tumbado. Junto al cadáver decenas de curiosos forman círculos concéntricos que extienden su efecto decenas de metros más allá. En su ignorancia y su asco nadie pone una mano ni hace nada. Él no acierta más que a pasear arriba y abajo atusándose el flequillo ya completamente despeinado. El atasco de vehículos que hacen sonar el claxon furiosos en su ignorancia apenas deja llegar los primeros vehículos de urgencia. El cielo en unos minutos ha ganado la luz de la mañana y el sol ya ha borrado la sinfonía inicial para colorear con contornos precisos todo el entorno. A dos kilómetros todo sigue igual, canica golpea ficha, cae, golpea otra y otra canica sale disparada por otro tubo en espiral.

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