El arroyo
Ana calculó sus posibilidades con optimismo infantil. Saltó la zanja que le separaba del peral. Por muy poco no alcanzó la orilla y resbaló embadurnando rodillas y zapatos de aquella arcilla roja que teñía todo el pueblo. Un pequeño esfuerzo agarrada a dos matas y ya estaba en el huerto. Con habilidad de gato se encaramó al tronco, apoyó un pie tras otro y se sentó en una bifurcación de las ramas. Sentada en su trona arrancó una deliciosa pera de agua y la embistió a bocados. La pulpa se deshacía en jugos que acariciaban como hormigas juguetonas el dorso de su brazo. Como una pequeña reina miraba por encima de las crestas de los bancales el pueblo de casas de piedra y teja que crecían apiñadas en la base de la vieja iglesia barroca. El cielo de aquella mañana de poniente relucía nítido, como recién estrenado en el paisaje. ¿Quién te llamó? La anciana preguntó con ojos asombrados a su hijo. Fue Manuela, tú la llamaste y me telefoneó. No tardé ni diez minutos en llegar. Ataviada con una ...