Los errantes
Siempre me han inquietado esos seres errantes que son los mendigos. Con todo el respeto que merece cualquier ser humano me pregunto sobre su periplo vital hasta llegar a esa condición en los márgenes de la sociedad humana, si no definitivamente exiliados de la misma. A veces se les ve por las carreteras arrastrando artefactos que una vez fueran un cochecito de bebé, un carro de la compra, una bicicleta o quien sabe. La bolsa de plástico es en ocasiones su única maleta, la mochila su casa. La mirada obstinada y perdida de muchos de ellos no parece buscar el contacto visual con nadie. Tal vez sean conscientes de su propia suciedad y abandono. Quizás no buscan molestar o no se molestan en buscar la solidaridad social. Es posible que se avergüencen de su caída en desgracia. Yo diría que algunos padecen una suerte de autismo que les ha encerrado en un mundo privado, a veces cercano a la realidad, pero en muchos casos onírico. Su propio universo interpretado con sus propias claves y su incapacidad de conseguir la empatía una vez se han quebrado los puentes sociales.
Los documentales y reportajes que se acercan a ellos muestran muchos grados de abandono. Bajo los puentes, en casas o industrias abandonadas o en los túneles de las grandes ciudades se instalan en campamentos entre cartones y mantas. Cuando los periodistas preguntan surgen todas las circunstancias. Siempre parecidas, siempre singulares. La pérdida de un trabajo, el alcoholismo, graves crisis emocionales, enfermedades mentales o deudas impagables lanzan al abismo social a gente de diferentes orígenes y pasado. A veces es su propia tozudez la que les impide dejarse ayudar otras su enfermedad o el sentido del honor que puedan conservar.
El otro día hablaba con mis estudiantes de trece años y algunos se reían de un vagabundo que parece merodear por Villalonga. Le hacían fotos y se mofaban con la habitual crueldad de los adolescentes. Les hablé de la dignidad humana y del respeto que merecía como persona hasta el que no se hace respetar. Creo que quedó como una moralina más que desaparecería en cuanto estuvieran en grupo y pudieran mostrar su poder frente a un adulto derrumbado por su pasado. En la mente tenía aquella secretaria de dirección que perdió su vida por un amor, acabó como mendiga recorriendo la calle y quemada en un cajero automático por varios jóvenes sin alma.
Recuerdo muchos desde mi niñez. La enorme gitana que orinaba en pleno paseo o te ofrecía sexo por una miseria. El tipo de cara redonda y suficiente corpulencia y agresividad como para evitarlo. El mendigo alemán que vivía en la caseta leyendo ávidamente. El austriaco tranquilo que vive bajo el castillo de San Juan y deja que le den limosna sin pedirla. El rubio alcohólico de bigotes prominentes que ahora se ve por Palma de Gandía y que durante el verano dormitaba sus borracheras junto a la variante de Gandía. La mujer que pide tabaco y vive en un coche blanco junto a la Alquería de Martorell y tiende su ropa en un improvisado tendedero. Todos ellos son personajes cercanos en su mundo paralelo. Esta crisis está llenando las calles de Gandía de estos barbudos que parecen sacados de la gran depresión de los años treinta. Cuando la sociedad vuelve a sus cuarteles por la crisis de repente se hacen más visibles y más numerosos. Ayer dos de ellos estaban en pleno centro de Gandía. Uno sentado tranquilamente en un banco sin interactuar con el ir y venir de la gente. El segundo, un extraño tipo que parecía joven, cerraba el paso en la entrada a los cajeros automáticos de la oficina central de Bankia. Los usuarios, al acercarse a sacar dinero, se daban la vuelta espantados. De pie, vestido con una túnica que deja ver de tanto en tanto sus genitales y su mugre, con los brazos semiabiertos, como un alma a punto de subir a los cielos, con su aspecto de profeta parecía en estado trascendente, como meditando. Dicen que ha tomado posesión del recinto y que por la noche duerme, vive, hace sus necesidades y acumula sus bolsas llenas de basura y misterio. La mujer de la limpieza le teme ya que le ha amenazado de muerte si le toca lo que dice es suyo. La policía no sabe muy bien cómo actuar en estos casos.
Son personajes desconocidos para la mayoría. Los vemos pasar y ante la enormidad de su problema escondemos la cabeza en nuestros propios asuntos. No son ni necesariamente bondadosos, como requeriría el mito del buen salvaje, ni necesariamente malvados criminales. En esa sociedad paralela habrá categorías, ángeles y demonios. Toda mi vida los he visto aparecer y desaparecer mientras el resto de la humanidad hacemos nuestra vida. ¿De donde vienen? ¿A dónde van cuando desaparecen? No preguntamos porque la magnitud de su abandono, mugre y circunstancia seguramente nos abruma.
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