El latido del corazón



Son días de exámenes. Casi todos los estudiantes se apuran en absorber los últimos retazos de los temas. Nerviosos y cansados, armados con sus bolígrafos atacan el papel subrayando, escribiendo o dibujando esquemas. Febrero finaliza en una mañana con un sol que le cuesta calentar los cuatro grados con que nos hemos levantado.

La maquinaria de un instituto de segunda enseñanza se ha puesto en marcha hace ya un rato. Ateridos de frío cada uno de los miembros de esta comunidad se ha levantado entre los últimos negros de la noche y los azules del alba. Algunos vienen de hogares acogedores con padres implicados. Otros dejan atrás el infierno de un hogar sin alma. Como impelidos por un magnetismo han ido replicando trayectos, formando grupos y subiendo a los vehículos. Van cargados de mochilas unas veces llenas de sueños de futuro y otras vacías de inquietud intelectual.

Los profesores repiten rutinas mientras apuran sus últimos minutos antes de enfrentarse al trabajo de Sísifo. En el jardín trasero, fuera del recinto, alumnos encapuchados, rebeldes matutinos, fuman su última calada. Si no les ven pueden hasta entrar más animados de lo que estaban. Parecen preparados para saltar como un resorte ante cualquier reprimenda. Parecen encontrar su sentido vital provocando a la autoridad.

Cada docente toma la terminal de control de faltas de la gran consola y se encaminan a las aulas. Los conserjes, desde su cabina acristalada, empiezan su rutina entre fotocopias de apuntes o exámenes , apertura y cierre de puertas o atención al teléfono. El timbre vibra eléctrico y la descarga empuja a las escaleras a esa multitud de adolescentes con ropas diversas pero bajo los criterios de la moda de las zapatillas, los pantalones vaqueros, las mallas, los chaquetones deportivos y casi siempre con referencias a las marcas del deporte o de la moda. Los adolescentes sufren tales cambios en su desarrollo que los hay diminutos, infantiles y juguetones, altos y bajos, gordos, desarrollados, adultos, elegantes o desaliñados. Pronto se mezclan en una multitud oscilante que se distribuye por todos los espacios. El barullo de la primera hora se desvanece en el aire en unos minutos y sólo queda el paso apresurado de los rezagados.

Como siempre ha ocurrido algunos están contentos porque una profesora está de baja y no van a tener que hacer un examen. Otros, están angustiados por llega un control de historia que va a durar mucho más de lo les gustaría y ello supone que lo tienen que saber todo. Son los más mayores, a punto de dejar el instituto. Se enfrentan a la presión del futuro y los profesores ponen toda la carne en el asador para embutirles conocimientos. El polvo de la tiza empieza a flotar por el aire mientras las matemáticas toman cuerpo en la pizarra. Del gimnasio salen hileras de corredores que empiezan a dar vueltas al patio, algunos con entusiasmo y otros zanganeando mientras cotillean. La luz matutina invernal peina con ondas suaves las cúspides de los tejados y la cercana sierra. Recorrer ahora el instituto es percibir esa íntima sinfonía de murmullos apagados, instrumentos de música, martillazos, voces o ecos. 

Dos estudiantes han salido de un aula. Uno de ellos lleva una acreditación y parece serio, el otro pone cara de "yo no he sido, me tiene manía". Lleva una mochila casi vacía. En su interior salta un bolígrafo, una libreta desvencijada, el almuerzo, tabaco y un encendedor. Van al aula de convivencia, nombre políticamente correcto, del famoso y otrora temido cuarto de las ratas. Si tienen suerte se encontrarán con algún amigo del grupo del jardín trasero.

En la cafetería se sirven las primeras infusiones de la mañana a los  trabajadores que tienen un hueco o a aquellos que se han anticipado al siguiente cambio de clase. La secretaría abre su ventanilla y el administrativo de turno mueve papeles y rellena casillas. El sol ya empieza a invadir las aulas que dan al este cuando suena el siguiente timbre. La multitud contenida vuelve a verse sacudida por el calambre y los adolescentes se estiran después de una hora atenazados por el pupitre. La algarabía vuelve a los corredores. Siempre a punto de violar las normas, muchos se salen al pasillo y son devueltos a las aulas entre amenazas por los profesores que se apresuran a llegar al siguiente grupo. No tardarán en llegar los encargados de la guardia haciendo la ronda y preguntando a aquellos que no han entrado a las clases. Eventualmente algunos muestran la tarjeta que el profesor les ha prestado para ir al servicio. Si son lo bastante atrevidos incluso se acercarán al bar con la excusa de ir a beber y comprarán alguna chuchería además de tomar el aire. Si no tienen suerte tendrán que dar la vuelta ante un vociferante profesor de guardia que les advierte de sus obligaciones.

Se va acercando la mitad de la mañana y un grupo de deprimidos profesores se lamenta de los recortes de sueldo, de derechos, el aumento de obligaciones y la desconsideración con la que les tratan sus patronos. Sentados en una larga mesa toman el bocadillo ante un plato de cacahuetes, aceitunas, un refresco y acaban con el café con leche. Cada día se reproduce una especie de terapia colectiva que les refuerza como grupo y les permite cargar las baterías físicas y mentales. Muchos de ellos ya llevan décadas en la profesión y el cansancio desgasta. En el despacho de la jefatura de estudios un estudiante recibe una reprimenda. Se ha tenido que quitar la gorra que llevaba, intenta mantener el tipo de gamberro de instituto, pero se pone a llorar en cuanto le comunican que va a estar expulsado. Se seca las lágrimas y acierta a componer una sonrisa chulesca; es el recreo y nadie lo tiene que ver así.

El timbre suena ya por cuarta vez y las escaleras vomitan multitudes en estampida. Hoy hará frío en el patio. El recinto abierto entre muros y canchas de deportes se llena de grupos distribuidos aleatoriamente. Una muchacha rubia, menuda, de apariencia inocente pero negra alma, se ceba criticando a sus compañeros. Con toda la elocuencia de que es capaz destripa y machaca vida y fama de alumnos y profesores. Otra se abre camino en el servicio a empujones. Como te chives te mato. Nadie osa contradecirle. Los chicos son diferentes. Pura testosterona. En su caso se entretienen más con retos físicos y rituales mucho menos sofisticados. Pueden darse empujones hasta acabar en una pelea multitudinaria o pasarse la hora sudando tras un balón. Los marginados deambulan solitarios como si repelieran los contactos humanos o vegetan en un banco tranquilo. Algún ratero juega al ratón y al gato por los pasillos de los pisos altos y dos enamorados se roban un beso apasionado. En el bar, agolpados frente a la barra, decenas de niños se atiborran de patatas fritas y dulces como si en ello les fuera la vida. El profesor de guardia, como si fuera el de la prisión, va embozado en una gruesa chaqueta. Mira aburrido por todos los rincones. Detecta humo en un rincón y en cuanto inicia su camino decenas de pequeños gestos delatan que le están vigilando tanto como él a ellos. Cuando llega le saludan con una sonrisa irónica.

Así a golpe de timbre, como un gran pulmón, como un corazón que late rítmicamente, el instituto prosigue su jornada. Empieza a hacer calor en las clases cerca del mediodía. Una pareja de padres taciturnos se entrevista con el tutor que les transmite con gravedad el problema de un hijo que no quiere hacer absolutamente nada. El cansancio va haciendo mella y cada vez hay más revoltosos que deben bajar al aula de convivencia. Los profesores de guardia han de pelear con el eterno deseo de los alumnos de escapar al patio aunque anden cortos de tiempo para preparar sus tareas. Todos empiezan ya a estar cansados y desean que se acabe aquello pronto. Los terminales van digiriendo todo un día de información, faltas, amonestaciones o notas a los padres que serán volcados a la consola y se convertirán en el cuadro impresionista de los eventos del día.

El último timbre es el banderazo final de salida. Los alumnos de los primeros cursos ya hace una hora que se han marchado. Los más mayores salen mucho más tranquilos, sin empujarse, a veces hablando más de tú a tú con un profesor. La veteranía tiene sus privilegios y las relaciones puramente profesionales se han ido convirtiendo en ocasiones, pasados los años, en amistades y buenos recuerdos para toda una vida. Salen los rezagados y las mujeres de la limpieza toman posesión de los dominios académicos. Con sus carros cargados de escobas, mopas y productos de limpieza recorrerán los pasillos mientras una escandalosa radio emite música y anuncios. Gracias a su silencioso trabajo el orden ganará de nuevo la batalla al caos. En algún momento se cerrarán las luces y la llave girará la cerradura. La última figura se perderá entre las sobras y los haces de las farolas. El edificio quedará solitario a la espera del siguiente timbre.

Comentarios

  1. Boníssima radiografia. Si hagueres accentuat més l'aspecte medieval dels trinxeraires amb caputxa, les mirades de torba i desafiants, el ritme mecànic dels timbres de les hores, que com un robot que tot ho regeix, tots controla, el fred, els corredors lluents i interminables amb les connexions entre un exterior amenaçador i un interior de vegades caòtic, si hagueres fet això, insistisc, t'hagera quedat un relat futurista molt molt inquietant.
    Una segona part però, en un gènere més amicable, podria ser l'ambient surrealista,quasi oníric però inevitablement personal de les classes per dins.

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  2. Gràcies pels comentaris. Són pertinents. És cert que es podia haver donat un altre aire. En tot cas volia ser més relat quotidià que no simbòlic. La idea sembla interessant. :)

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