IV Viaje al Sur Sucre, la dulce capital de Bolivia
“Bolivia
es, y será para siempre, independiente de toda dominación
extranjera; y no puede ser patrimonio de ninguna persona, ni
familia.” Artículo segundo de la constitución Boliviana de 1826
Los
planes del viaje que me llegaron de Willy antes de mi partida eran
modificados en función de los bloqueos de carreteras protagonizados
por los partidarios de Felipe Quispe. En busca de la opción más
segura decidimos partir hacia Sucre y aplazar nuestra visita al
Titicaca. Con el Hyundai de Melva salimos tras el desayuno al centro
de la ciudad.
Aparcamos
en un parking privado con la promesa de abandonarlo antes de las 11 y
por la plaza San Francisco accedimos al museo colonial Tambo
Quirquincho. El museo, situado en una antigua mansión colonial del
cacique Quirquincho, recoge un hermoso patio con una arquería
trasplantada del convento de los concepcionistas. Aquella luminosa
mañana de domingo la luz suave del invierno paceño entraba por el
pórtico de acceso e invitaba a la visita relajada. Un conjunto de
colecciones informaban sobre las costumbres y la indumentaria de la
Chola,
auténtica institución de la sociedad boliviana, mostrando además
las vestimentas típicas de las festividades y algunas muestras
dispersas de arte contemporáneo y viejas fotografías.
Las
calles estaban animadas aquel domingo y en la salida a la plaza
Alonso de Mendoza
vimos una banda militar presta a animar con un concierto el tranquilo
domingo. Uno de los integrantes reconoció como superior a Willy y se
reportó. Los músicos con sus relucientes uniformes grises y sus
instrumentos brillantes y pulidos atacaron el himno barras y
estrellas bajo la figura en bronce del fundador de la ciudad. Era una
combinación ciertamente simbólica entre el monumento al pasado
colonial español y la creciente influencia del vecino del norte.
Poco faltó para que acabaran con un pasodoble o algo parecido al
saber que el acompañante del general era español, pero el parking
iba a cerrar y debíamos partir. No dio tiempo pues para más y con
la premura del vuelo salimos hacia el aeropuerto.
Aprovechando
una pequeña pausa comimos justo antes de abordar el vuelo en la
pequeña cafetería del aeropuerto. Pasamos por los controles de
metales y en ese vaciar y volver a llenar de bolsillos desaparecieron
nuestros pases de vuelo por algún rincón. Como dos palurdos, entre
risas y algo azorados, quedamos los últimos de la cola, tanto fue
así que la muchacha del control nos dio por imposibles y nos dejó
subir sin más ceremonias. Qué lejos queda aquel tiempo anterior a
los atentados en Nueva York de aquel mismo año mes y medio después.
La seguridad en los aeropuertos se ha convertido en una obsesión,
por no decir una pesadilla, que atenaza a tantos pasajeros.
La
abrupta geografía de la capital boliviana había obligado a
construir un aeropuerto en la zona de “El Alto”. Se trataba de un
viejo edificio con muchos años a cuestas y servicios muy justos.
Entre las pistas se veían los restos de vetustos aviones
desmantelados, de telón de fondo los colores terrosos de las
viviendas del alto y por encima de sus tejados los limpios contornos
de la Cordillera Real. Un ambiente vagamente parecido a las películas
de ambiente tibetano escenario de las correrías del Indiana Jones de
turno.
Por
segunda vez pude ver la inmensa extensión del altiplano desde el
aire. La cordillera real y sus nevados brillaban bajo la luz del sol
del mediodía. El Illimani aparecía como un gigante tranquilo y en
su majestuosidad aparentaba inofensivo. Todo lo contrario. Sus nieves
perpetuas escondían desde hacía treinta años la secreta ubicación
de un avión que se acabó estrellando en sus glaciares. La mujer del
embajador americano viajaba entre el pasaje y parece que, a modo de
homenaje, el piloto decidió sobrevolar las cercanías de la cumbre.
Algo debió fallar ya que sólo se sabe que se estrelló contra la
inmensa mole. Numerosas expediciones salieron a la búsqueda de los
desaparecidos pero jamás se lograron recuperar los restos del vuelo.
Algunos especulan que tras los muchos años pasados pueda llegar el
momento en que los restos pueden volver a aparecer arrastrados por
las corrientes del glaciar.
Poco
a poco la cadena montañosa se transformaba en una piel arrugada de
color pardo oscuro y sólo las profundas marcas de los aluviones en
los ríos con sus colores claros marcaban la diferencia en la
irregular monotonía de la sierra. Ningún árbol refrescaba con su
verdor aquellas comarcas. Las delgadas líneas de las carreteras
dejaban ver de tanto en tanto pequeñas motitas unidas junto a un
cauce, que se adivinaban como aldeas anónimas en la inmensa
geografía de Bolivia.
El
viaje no fue largo y pronto entramos en un valle amplio donde
empezamos a distinguir los contornos de la actividad humana rompiendo
la reseca regularidad de las cordilleras. Viajamos en el último de
los vuelos antes del cierre por reformas de aeropuerto. Los lazos
interterritoriales eran escasos y la clausura temporal iba a suponer
para muchos viajeros la única alternativa de las carreteras
tortuosas y polvorientas. El aeropuerto de Sucre era una pequeña
construcción blanca, mínima expresión de los edificios de su tipo.
Al bajar en la pista y dirigirnos andando hacia la sala de recogida
de maletas pude sentir la temperatura agradable que producía un
cálido sol. El cielo azul limpio contrastaba con las montañas
terrosas. La luz iluminaba un paisaje con colores propios del
tecnicolor o de las postales de los años setenta, donde el cielo es
de un azul plano casi pegajoso. Aerosur
y LloydAereo
Boliviano eran las dos compañías privadas bolivianas que operaban
en los vuelos regionales y entre las dos ofrecían un tercio de la
flota privada nacional en forma de los dos aviones que acababan de
llegar. Las maletas de los dos vuelos llegaron entremezcladas y un
grupo ansioso se apostaba junto a las cintas de goma a la caza del
equipaje propio que volaba aterrizando estrepitosamente en las mismas
de la mano de los rudos operarios. Poco a poco se despejó y a tras
la presentación del tique de equipaje pudimos salir al exterior.
Acordamos el precio con uno de los muchos taxistas y pudimos salir
hacia Sucre por un paisaje que me recordaba al de los pueblos de La
Mancha. El terreno era ligeramente ondulado y terroso, las casas de
los arrabales polvorientas y desvencijadas. Por todas partes
aparecían muros pintados con consignas políticas de las anteriores
elecciones, siendo esta una característica común a toda Bolivia de
aquellos años.
El
taxista nos aconsejó el hostal El
Gobernador y hacia allí nos
dirigimos. El hotel, en realidad una antigua casona familiar
acondicionada, era un establecimiento modesto, pero limpio y
agradable. Era propiedad de una familia que lo regentaba y vivía
allí mismo. En el momento de llegar estaban en una parrillada en el
patio trasero y el aroma de carne asada y humo llegaba hasta la
recepción. Con gran amabilidad nos invitaron a al almuerzo pero
rechazamos la propuesta dado que antes en el aeropuerto habíamos
comido. Liliana, hija de la propietaria estaba atendiendo el
mostrador y nos ofreció un buen precio por las habitaciones.
Accedimos por la solemne y amplia escalera hasta nuestras dos
habitaciones. El descansillo del primer piso estaba repleto de
muebles y escritorios en un orden entre aleatorio y anárquico. Como
si el propietario no supiera dónde dejarlos y se hubiera conformado
con abandonarlos a su suerte. Las puertas de color marrón se
remataban en un arco de medio punto con cristal que dejaba ver el
empapelado. Entrando vi una habitación propia de la de la casa de
cualquier abuela española. Grandes muebles barrocos, armario donde
cabría la dote de diez familias y pomposas camas de matrimonio. A
pesar de todo la habitación aunque aparatosa era cómoda y la única
duda fue la de elegir cama entre las dos disponibles. El baño estaba
muy limpio pero en la ducha aparecía el accesorio Lorenzetti
-un quiero y no puedo del agua caliente- que con sus cables
empalmados con cinta aislante parece que va a electrocutar a
cualquiera en el momento del aseo. Se trata de un accesorio que se
colocaba en el extremo de salida del tubo del agua y que por medio de
una resistencia debería calentarla y digo debería porque a lo largo
del viaje sólo resultó útil en la zona tropical donde ésta no
sale de por si excesivamente fría.
Al
poco de refrescarnos salimos hacia el centro de la ciudad. Sucre es
una localidad colonial de estilo sureño. Su clima más suave y su
situación sobre ligeras cuestas le dan un aspecto más andaluz que
castellano. Predominan en sus calles el color blanco y los enrejados
andaluces. Es curioso distinguir entre la sobriedad castellana de
Potosí o La Paz y la alegría andaluza de Sucre. Todas tres eran
ciudades de aspecto colonial hispano, pero hablando del mismo estilo
se percibían claramente tres matices diferentes casi en consonancia
con las regiones climáticas de la península.
Accedimos,
al poco de girar una manzana, al parque Bolívar, planificado en el
siglo XIX y prohibido, en sus orígenes, a los indígenas. Aquella
tarde de domingo estaba repleto de niños. Una pequeña noria giraba
entre los árboles y las figuras endomingadas de los pequeños se
deslizaban por toboganes o se balanceaban en columpios. Vendedores de
globos y algodón de azúcar se desplazaban por los sombreados
caminos del parque. Un caballo cargando un niño, cochecitos,
puestecillos y los cholos y cholas venidos del campo: todo tenía ese
aspecto amable de los días de fiesta en que el ocio remplaza a las
prisas. Entre los verdes profundos de los árboles se filtraban las
pinceladas blancas de los edificios y el azul del cielo. En un lado
del parque se alzaba el palacio legislativo con una apariencia entre
lo francés de la forma y lo latino del color blanco. Su frontón
acogía el colorido escudo de Bolivia, no ya el actual sino el que
una vez fue. Sucre, capital constitucional de Bolivia, no pasa de ser
una histórica capital de provincias frente a la pujanza y algarabía
paceñas.
De
camino hacia el centro pasamos por el mercado. Se trataba un edificio
destartalado con una gran nave y un patio. Varias galerías cerradas
por los lados albergaban abigarrados puestos con toda clase de
mercancías. A esas horas los puestos de comida estaban ya recogiendo
y el resto del mercado aparecía desprovisto de su actividad
habitual. En un contraluz frente a la ventana una anciana nos ofrecía
sus productos. Otra, en nuestro paseo vacilante entre los puestos,
nos invitaba a sentarnos. Una familia se aprestaba a hacer su comida
dominguera ante un mantel de hule cuadriculado sobre una destartalada
mesa de formica con sillas metálicas de respaldo y asientos de este
mismo material. En las escaleras una tropa de pequeños mendigos
mocosos y mugrientos imploraban una limosna. Ya en el exterior
transitaban domingueros entre los vendedores ambulantes de discos
compactos piratas. En la bocacalle el bullicio habitual de los
microbuses y sus voceros nos condujo hasta las puertas de
la sede de una Región Militar y algunos depósitos de abastecimiento
logístico,
justo junto a la Iglesia y Convento de San Francisco, lugar donde un
día alzara sus sones, frente al dominio colonial español, la
llamada campana
de la libertad.
Un lejano 25 de mayo de 1809 repicó, tocada a rebato, de la mano de
Fray Mariano Suárez Polanco anunciando a sus paisanos el grito de
libertad e independencia que recorrió todo el continente y que acabó
con los siglos de dominio español. Delante de los viejos monumentos
se sentían vívidamente los fantasmas del pasado que soñaron con un
mundo mejor, más libre. ¿Qué sentiría el frailuco al ver el paso
del tiempo y su iglesia rodeada por vehículos humeantes? Seguramente
su sueño de una Bolivia libre no se debió parecer a lo que ahora es
su patria.
De
San Francisco, pues, nos dirigimos a la amplia plaza del 25 de mayo.
Ésta, tan parecida a la de Cochabamba, es el centro neurálgico de
la ciudad y alrededor de ella se sitúan algunos de los edificios
más importantes de la historia boliviana. El centro, entre jardines
y parterre, estaba repleto, animado por gente que charlaba sentada en
los bancos. En un lateral de la plaza, con una imponente portada
barroca, se ubica la Casa de la Libertad que visitaríamos el día
siguiente, en otro la recia catedral colonial con su campanario, la
prefectura de estilo neobarroco francés y no lejos la Universidad,
germen de las teorías revolucionarias que acabaron con los siglos de
dominio español.
No
pudimos acceder al interior de la catedral, pero sí que pude ver la
bonita portada lateral en estilo barroco colonial. En realidad casi
todas las Iglesias mantienen una gracia sureña en su estilo barroco,
con sus molduras de gran vuelo respecto al muro, con sus torres y
juegos de formas. Siguiendo la ruta sugerida por mi guía de viaje
caminamos entre las rectas calles que la rodean leyendo a cada paso
la historia acumulada en cada una de las casonas e iglesias. Algunos
de los patios se han reformado por la conversión de uno de los
viejos edificios en hotel, otros malviven sus glorias de tiempos
pasados y en sus portones se agolpan viejos requemados por el sol que
alargan manos retorcidas en busca de limosna. Era tan grande la
cantidad de iglesias que se han conservado que su descripción
pormenorizada llegaría a ser aburrida.
En
nuestro paseo subimos y bajamos por las avenidas presididas por la
colina de Sica
Sica y sus antenas entre el
jolgorio del ambiente dominguero. Willy sentía malestar en su
tobillo por una antigua lesión y ello nos llevó a recorrer todas
las farmacias abiertas en busca de su remedio. En esta peregrinación
llegamos al Hospital Iglesia de Santa Bárbara de trazas coloniales.
Un claustro ajardinado centraba las dependencias. En un banco pude
descansar mientras veía el tranquilo trasiego de pacientes,
enfermeras y visitas. Finalmente pudimos ubicar la farmacia donde
vendían productos de ortopedia y en una escena al estilo latino,
donde la calle se convierte en un parlamento, logramos averiguar que
hasta el día siguiente no íbamos a poder solucionar el problema.
Pasamos
por el hotel, que no quedaba lejos del hospital y descargamos el peso
inútil de las cámaras porque oscurecía y cualquier foto sería
imposible. La recepcionista era otra muchacha jovencita. Como su
compañera, y el resto de personal, era toda simpatía y charlamos
mientras Willy bajaba de su habitación. Me contó que era estudiante
de turismo y que no había salido de América. Su padre, en cambio,
había estado en España, precisamente en Alicante. Cuando bajó mi
compañero de viaje salimos de nuevo a las calles entre las luces del
azulado crepúsculo buscando un lugar para cenar.
Acabamos
el día en una churrasquería a la que llegamos relativamente pronto.
Las raciones de carne eran tan generosas que tuvieron que volver a
calentarla en medio de nuestra larga cena. Entre cervezas y charlas
pasarían como dos horas. El camarero, de largo flequillo lacio y
hablar pausado, nos atendía con diligencia y de tanto en tanto
charlábamos para preguntarle cosas de la vida en Sucre. Ya era noche
cerrada cuando fuimos de nuevo a la Plaza 25 de mayo. La ciudad,
animada todavía a esas horas, cambiaba su aspecto iluminada por
focos que resaltaban las molduras y los elementos de los edificios.
Willy
me había comentado que había muchos estudiantes brasileños en
Sucre. Bolivia resultaba un país barato para ellos y tenían la
posibilidad de reengancharse en otro momento en su tierra. En
aquellos momentos se había disparado el número y, como siempre, el
aluvión trajo de lo bueno y de lo malo. En esta plaza 25 de mayo se
concentraba el ambiente estudiantil y, parece ser, que también
cierto comercio sexual. En aquel momento sólo se notaba el ambiente
animado de la gente joven charlando en corrillos y poco más. El caso
es que cansados de todo un día de trajín ya fuimos al hotel a
retirarnos. Recuerdo que me dormí arrullado por los gritos de los
protagonistas de una película de serie B que la televisión emitía
aquel día y en la que una especie de hormigas gigantes atacaba a la
humanidad desde el subsuelo de Nueva York.
Las
noches en Bolivia para mí no fueron casi nunca de un solo tramo.
Siempre, tal vez debido a la diferencia horaria con Europa, se
interrumpían a eso de las cinco de la mañana, para hacer una breve
sesión de televisión noctámbula y caer otra vez dormido hasta las
6 o las 7 cuando despertaba ya definitivamente. Ese día madrugué y
salí yo solo a dar un paseo por el centro antes del mismo desayuno.
La temperatura de Sucre, al ser continental, se caracteriza por los
extremos entre las bajas temperaturas de la noche y las suaves del
día. Fui al mercado y ya a esta hora temprana estaban todos los
puestos animados. En la nave interior todo estaba dispuesto y en los
patios se agolpaban en una suerte de zoco moruno todas las cholas con
sus mercancías. Me acerqué hasta la Iglesia Convento de San
Francisco y pude ver la actividad religiosa en la mañana. Un
ambiente netamente católico, con sus santos, sus altares dorados y
las tres naves caracterizaban este ambiente tan familiar en nuestra
cultura. A esa hora ya había gente asistiendo a la misa y por las
capillas laterales alguna devota se arrodillaba ante los santos
representados de un modo un tanto naif
con una estructura anatómica un tanto forzada.
Intenté
ir a un locutorio para ver si estaba abierto y a la farmacia del día
anterior para ver si la media ortopédica de Willy ya estaba
disponible. El caso es que era muy temprano y no habían abierto por
lo que volví al hotel. El desayuno lo servían en el sótano en un
comedor iluminado con bombillas de tungsteno que le daban un aire de
cierta vejez. Las ventanas no dejaban pasar casi luz ya que estaban a
ras del jardín y las casas vecinas tapaban la luz en los laterales.
Las paredes estaban como empedradas con cantos rodados de río
sujetas con cemento. Me encontré únicamente con la camarera, una
chica risueña de rasgos mestizos. Aprovechando que estaba desocupada
charlé con ella sobre la vida en Sucre. Mi broma favorita era
preguntarles si sabían el significado del nombre de su ciudad. Todos
me respondían citando al libertador, pero al hablarles del
significado valenciano de sucre
como azúcar
se quedaban siempre sorprendidos. Fue una conversación muy alegre y
me dijo como un cumplido que poca gente era tan abierta como yo con
el servicio. A mi juicio detrás de cada charla informal hay una
persona y un mundo por descubrir y sólo hay que saber escuchar y
aprender.
Pronto
bajó el segundo cliente y ya no quedó tiempo para charlas. Ella se
enfrascó en sus tareas en la cocinilla y yo en mi desayuno junto a
Willy, quien había bajado hacía unos pocos minutos.
En
un camino ya conocido nos acercamos a la farmacia. Llegamos en el
momento en que la estaban abriendo. El sol se filtraba en el empinado
callejón de traza española mientras las dueñas abrían el local.
Por fortuna mi amigo pudo encontrar su media ortopédica y aliviar la
molestia en su tobillo. Por fin, andando en dirección al centro,
llegamos a la plaza 25 de mayo y accedimos a la Casa de la Libertad.
El precio de las entradas en Bolivia es diferente siempre para los
locales y para los extranjeros, siendo para estos últimos más o
menos el doble que para los bolivianos. El edificio, en otro tiempo
sede de la Universidad de San Francisco Javier, se estructura
alrededor de un luminoso claustro encalado. En el centro una fuente
de piedra y justo en lo que debió ser el aula magna, una gran sala
con forma de parlamento enfrentada al portalón de acceso, donde se
fundó la Bolivia actual de aquello que fue en la colonia el
Virreinato del Alto Perú. El resto de salas, con presentación
museística, recogen retazos de la historia sin conservar los
ambientes originales.
Como
aperitivo a la visita vimos una exposición de fotos y objetos de la
Guerra
del Chaco. En 1932 estalló un
conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay, motivado por las disputas
sobre la soberanía de la región del Chaco (o Gran Chaco). Los
respectivos presidentes de ambas repúblicas en el momento del inicio
de los combates eran el boliviano Daniel Salamanca y el paraguayo
Eusebio Ayala. La denominada guerra del Chaco finalizó en julio de
1938, tres años después de haber acordado ambas partes una tregua
que interrumpió las hostilidades militares. Bolivia tiene, para su
desgracia, una historia plagada de litigios territoriales de los
cuales siempre salió malparada. Los bolivianos aprendían en la
escuela los mitos que todas las tribus
nacionales montan para el
consumo colectivo. Para los valencianos nuestros mitos históricos,
los puntos que marcan nuestra historia, son el Rey Don Jaime, la
fundación del Reino y la guerra de Sucesión con la debacle de la
pérdida de los Fueros. Para los españoles son la conquista de
América o la usurpación de Gibraltar, por los británicos. La
independencia de América ha sido como un momento de vergüenza por
el que se ha pasado siempre como de puntillas. En cambio para los
bolivianos éste es el momento mítico: su independencia del malvado
Imperio Español. En el ideario colectivo boliviano las guerras que
mermaron su territorio impidiendo su salida al mar son las espinas
colectivas que soporta su identidad nacional y que siguen presentes
en las enseñanzas de las nuevas generaciones. A veces me parece que
las naciones son como un organismo, como un ser celular colectivo y
que el sentimiento de identidad se forja en victorias y en derrotas
que dan sentido y unidad a un pueblo. Oyendo las explicaciones en las
diferentes salas me daba la sensación de que la historia es como
goma de mascar de la que toda la humanidad come. Todos estamos
mascando la misma masa, pero cada mordisco que damos le da una forma
diferente. Con el paso del tiempo la goma pierde su aroma y sabor
iniciales para ser una masa informe que todos han mordido a su
manera. La diferencia entre el héroe y el villano a veces sólo la
da la victoria. El vencedor siempre acapara todas las virtudes y el
perdedor es siempre el que acaba como acreedor de todos los defectos
y aun así la condición de héroe o de villano es más una cuestión
de perspectiva que de hechos objetivos.
Entre
las historias del tiempo de la colonia y de las rutas de la plata en
dirección a la metrópoli dejaba llevar mi mente hacia el tiempo de
los aventureros españoles que osaron cruzar los inmensos páramos y
selvas tras abandonar una lejana patria a la que difícilmente
volverían. No debieron ser santos estos aguerridos desheredados. La
pobreza, la codicia y el espíritu matamoros debieron empapar la
mente de estos hombres que forjaron con sangre y hierro toda una
civilización en América. Aguirre y su locura por El Dorado no fue
más que uno entre tantos solados de fortuna que murieron en el
anonimato de sus gestas. Tan sólo a algunos les cupo el dudoso honor
de entrar en la historia de los conquistadores españoles más a
menudo en el rango de los tiranos que en de los santos.
Treinta
y tres largos años de guerra llevaron a la desintegración del
Imperio Español. Los retratos del cruel Godoy, patriota para el
Imperio y traidor para los bolivianos y el matrimonio guerrillero
formado por Asensio Padilla y Juana Azurduy colgaban en las paredes
con gesto desafiante congelados en su momento histórico. Parece que
sus miradas recuperan fulgor desde las paredes en el momento en que
los guías hablan de sus vidas. Quien sabe por cuánto tiempo
sobrevivirán en el recuerdo de los bolivianos.
Pero
el honor histórico no cuadra frecuentemente con la biografía
personal. Juana Azurduy pasó sus últimos días en Potosí. Llegó a
la vejez y a la pobreza después de sus años heroicos. Tal vez en su
retiro potosino recordara a sus hijos que murieron de hambre en el
transcurso de la lucha o el cruel final de su marido ejecutado, con
la cabeza cortada por los ejércitos realistas y expuesta para
escarnio de los rebeldes. Tal vez meditara con amargura si valió la
pena o no. Quién sabe. Los pueblos son a veces muy injustos con sus
símbolos y Bolivia olvidó en vida a la principal de sus heroínas.
Hoy su memoria luce brillante en el panteón nacional pero a costa de
ser ya un símbolo y poco una persona de carne y hueso.
Y
yo me hallaba justo en el lugar donde un lejano 1809 sonó en boca de
Jaime de Sudáñez el primer grito libertario y donde se proclamó un
país llamado Bolivia. En un deseo de homenajear a los libertadores,
el país tomó su nombre de Bolívar y la ciudad hasta ese momento
llamada Chuquisaca, pasó, con la nueva Constitución de 1825, a ser
llamada Sucre. El caserón de la antigua universidad ha pasado a ser
un símbolo de la identidad boliviana. Con respeto escuché las
explicaciones a un grupo de estudiantes potosinos que estaban de
excursión con sus profesores. Sus caras indígenas y mestizas eran
la realidad que no necesita explicación. Bolivia, país hermano,
pueblo joven que vestía el traje de su identidad ya cerca de los 200
años. La facilidad de las comunicaciones y el desigual reparto del
mundo estaba curiosamente acercándonos de nuevo, a mí como turista
y a ellos tal vez, para su desgracia, como futuros emigrantes en
busca de una vida en un país con el que en el fondo se sienten
unidos con el odio de un tiempo de dominio y tal vez con el afecto
que da la visión de un hermano en la historia.
Al
salir a la plaza volvimos súbitamente del siglo XIX, al bullicio de
los miles de vehículos que inundan una ciudad moderna. Bajo la
voluta barroca de la esquina del muro de la catedral, un grupo de
indígenas de vestimentas tan coloridas como mugrientas, se sentaba
en una forma que me recordaba a los grupos morunos del pintor catalán
Fortuny. El indígena boliviano no tiene reparo en ocupar cualquier
rincón urbano con parsimonia, para pedir limosna, para vender o para
estar charlando. Así se distingue bien la vida moderna y activa del
mestizo o el criollo de la parsimonia vital con la que el campesino
se toma las cosas. La catedral, por desgracia, estaba cerrada y sólo
se podía acceder a ella a través de una visita guiada. Por una
puerta accedimos a una serie de patios laberínticos y allí vimos
que había que esperar en exceso. Tomamos el camino de salida y nos
acercamos a la cercana oficina de información turística que se
hallaba en la propia plaza. En el exterior una multitud indígena se
ordenaba con su filosofía paciente a la espera de acceder a los
fondos de ayuda social derivados de la condonación de la deuda
externa.
Dimos
un par de vueltas por la plaza en aquella mañana en Sucre y a pesar
de que llamamos a un radio taxi acabamos tomando uno que pasó por
delante de la Casa de la Libertad. Acordamos un precio para el
servicio pagando por horas y así nos llevó a dos de las visitas
comunes entre los turistas, al Palacete del príncipe de la Glorieta
y las huellas fósiles de dinosaurios encontradas en una cercana
cantera.
A
unos cinco kilómetros, justo en la dirección hacia Potosí, se
hallaba, en una pequeña hondonada, la que fuera una vez mansión de
los Príncipes
de Argandoña. América está
repleta de curiosos testimonios del sueño europeo, como fue el
famoso teatro de la ópera de Manaus en Brasil. Sucre, a su pequeña
escala, contaba con aquel testimonio que era el caduco y decadente
palacete, ideal como testimonio del declive de anteriores tiempos de
gloria. El lugar está dentro de las instalaciones de una Escuela
Militar y accedimos a él tras cruzar una valla vigilada por
soldados. Lo que fue un imponente caserón de principios de siglo era
entonces sólo una sombra de lo que fuera. A pesar de la
restauración, que poco a poco iba recuperando el color y el aspecto
de otros tiempos, el abandono era, por entonces, casi total. Los
hierbajos y el polvoriento camino recordaban a la destartalada
mansión de los Adams,
aunque el color y el sol de aquel día desdecían cualquier aspecto
siniestro. La casa fue un lujoso palacio mezcla de estilos más que
eclécticos, desordenados. El sueño de la riqueza engendra fantasías
kitsch;
monstruos atractivos en su exceso. Al entrar en la casa vimos un
interior desvencijado y sin muebles. La mugre y el abandono de cien
años se habían cebado en la rica decoración haciendo morbosamente
interesante el lugar. Un guía nos recibió y se ofreció a contarnos
la historia de los Argandoña. El muchacho se había aprendido la
lección con displicencia y actuaba como una grabadora, capaz de
reproducir, pero nunca cambiar el contenido de la cinta. Una pregunta
y el mecanismo de la cinta de grabación quedaba atorado y el
muchacho bloqueado, con mirada atónita e incapaz de atinar una
respuesta. Fuimos deambulando entre las dependencias inferiores,
rococó, neogóticas o neomudéjar, mientras se nos contaba la
historia familiar. Francisco Argandoña y su mujer nunca pudieron
concebir hijos. Sea éste el motivo u otro, el caso es que decidieron
volcar su cariño hacia los niños huérfanos fundando un colegio.
Grandes cuadros hablaban de su historia, de sus viajes a España
donde conocieron al rey Alfonso XIII, de la visita al Papa Pio XII
que les concedió el título de príncipes (por sus bondades según
el guía o simplemente comprando el mismo tal como se afirma en mi
libro sobre Bolivia. Tal vez ambas versiones tengan algo de verdad y
se combinen). El cuadro que más me llamó la atención los mostraba
como auténticos príncipes en su chabacano principado, rodeados de
sus protegidos que lucían guardapolvos blancos. Uno de los niños
aparecía junto a la principesca
pareja. Se nos dijo que era el preferido de los príncipes y yo con
ironía pensaba que probablemente por la misma causa fuera el más
odiado por sus compañeros. Ante estos actos de caridad de arriba
abajo, de millonario a desheredado no dejaba de preguntarme cómo
conciliaban su inmensa fortuna, su caserón despampanante y su
servidumbre presumiblemente extensa con sus actos de caridad. Estoy
seguro que creían comprado el cielo con su bondad como compraron el
título de príncipes.
Cien
años después su patrimonio más querido muestra las huellas de
decadencia y los jardines son un páramo reseco. Los agujeros mohosos
horadan las galerías de la umbría y como el mascarón de un pecio
la bañera resiste en el primer piso. Accedimos al minarete, lugar
éste de las observaciones
astronómicas del propietario y
desde allí vimos las torrecillas y los tejados del edificio. La
torre neogótica de la capilla, supuestamente réplica de Big
Beng de Londres, se veía
diminuta y la ruinosa. La torre de la princesa Argandoña - compraban
las torres a pares – se veía en un estado lamentable, mientras que
las caballerizas, recién restauradas poco antes de mi visita, se
veían tan renovadas que lucían como un empalagoso pastelón de
crema. Se estaba recuperando el color rojizo original, decían.
Parece que sería el sol el que haría que se matizara el color, pero
en aquel momento lucía horroroso. Para mí la hermosura del caserón
estaba en esa decadencia crepuscular de lo que fue lujoso en otros
tiempos y entonces casi ruina. Tal vez cuando estuviera lista la
restauración sería todo mucho más turístico pero un pastelón
excesivo y sin gracia, un decorado falto de espíritu. Tal vez sea yo
el equivocado, pero aprecio mucho más la belleza que el tiempo
infringe al lujo que el lujo en sí mismo.
Con
un rastro de polvo nuestro taxi se encaminó a las canteras de
cemento. En el camino atravesamos el ajetreado Sucre de mediodía. El
vehículo que nos transportaba era uno de los llamados transformers,
coches que ya no pasaban la inspección técnica en Japón y que se
traían por miles a Bolivia. Por no cambiar ni se les cambiaban los
caracteres japoneses que seguían decorando con cierto exotismo el
exterior. Como quiera que en Japón se seguía el sentido de
circulación inglés, el volante llegaba al lado derecho y así, al
llegar a Bolivia, se adaptaba al otro lado. Se producía así una
paradójica posición de los instrumentos de velocidad y temperatura
en el lado del copiloto. Los neumáticos con frecuencia tenían un
dibujo suprematista, es decir, carecían de él. Negro sobre negro.
Los habilidosos bolivianos traían motores y piezas que montaban y
desmontaban en una capacidad de reciclaje difícilmente equiparable.
Había un tal Loayza en La Paz que había enriquecido
especializándose en aquel negocio. Así el tráfico en las ciudades
era ruidoso, caótico y humeante. Se conducía muy mal, pero con
mucha habilidad. Era como una carrera de obstáculos o un videojuego
donde en cualquier momento, cualquier cosa, una vendedora de bananas,
un niño con carrito, un autobús de varias toneladas o un todo
terreno podía salir de cualquier lado y provocar el accidente. Ese
hecho no arredraba a los chóferes que se adelantaban y serpenteaban
por el asfalto sin miedo. El europeo, no acostumbrado a ese caótico
uso de la calzada, se agarraba al sillón como en un parque de
atracciones apretando un fantasmal pedal de freno.
Subimos
a una zona de barrios altos en Sucre. Avenidas amplias y polvorientas
con el trajín habitual boliviano jalonaban la ruta. Casas bien
construidas se mezclaban con casas de paredes deslucidas y todo tipo
de negocios y talleres se anunciaban con ese gracejo algo naif de los
carteles hechos por uno mismo o con medios rudimentarios. Poco a poco
aparecieron las grisáceas formas de las instalaciones de una central
cementera y los contornos descarnados de una inmensa cantera.
Una
caseta junto a una tela metálica precedía un lugar que se ha
convertido en lugar de visitas en la última década. Parque Jurásico
y su dinomanía habían contagiado este rincón del mundo haciendo
célebres las huellas que, al parecer, se conocían ya hacía algún
tiempo. Todos los días un camión con un dinosaurio de
cartón piedra pintado en los
laterales conduce a los turistas hasta el lugar. Pagamos la entrada y
a la llegada del grupo y su camión accedimos al interior. Una
cegadora luz blanca nos achicharraba mientras los guías mostraban
con un espejito las marcas que los enormes saurios dejaron hace
millones de años. En el suelo un colorido grupo de dinosaurios de
plástico servían a los guías para ilustrar las formas de los seres
que dejaron su impronta. Dispuestos en semicírculo sobre la blanca
tierra daban la apariencia curiosa de esos decorados algo
infantiloides de películas de serie B de los años 50.
El
suelo fangoso de un lago, fosilizado y volteado hasta ser puesto en
vertical por el choque ciclópeo de las placas tectónicas, estuvo
oculto en el transcurso de las eras geológicas hasta que un buen día
la cantera lo dejó al descubierto. En aquel momento, en un estado
precario dados los derrumbes y rápida erosión se muestraba la que
se presumía era la serie de huellas de dinosaurios más larga del
mundo. No se sabía muy bien qué sería del asunto, el caso es que
caía una capa y aparecía otra, en ocasiones con más huellas. La
roca era muy endeble y se deshacía al mínimo roce. La veta era
estéril para la industria cementera y parecía que hasta les
resultaba interesante la publicidad que les producían las visitas.
El tiempo hablará del futuro del rastro de aquellos bichos que
anduvieron ignorantes por el borde de aquel lago primigenio.
Ya
cerca del mediodía pedimos al taxista que nos llevara a un
determinado restaurante, pero al ser lunes lo encontramos cerrado.
Unos metros más adelante había un restaurante popular bastante
limpio y entramos no sin antes haber citado al taxista en una hora
para nuestro traslado a la terminal de autobuses. El local parecía
dirigido por niños ya que en caja había una niña como de doce
años. El camarero, un muchachito de edad parecida, nos llevó a un
patio trasero con sombrillas bajo las que se disponían mesas. El
lugar resultó agradable con sus enredaderas por las paredes, las
plantas y algún árbol que refrescaba con su sombra. Pronto
empezaron a mirarnos risueños otros dos niños y empezamos a
coquetear con las miradas. Uno parecía hijo del local y el otro, de
aspecto algo más modesto, su amigo. Pedimos para comer medio plato
de sullka
y medio de karapecho,
deliciosa carne deshidratada y cocida a la parrilla con mote de maíz
pelado. El maíz se presentaba en forma de grandes granos de color
claro hervidos y abiertos como guarnición.
Al
salir dos comensales que ocupaban otra de las sombrillas, los niños
se abalanzaron sobre la mitad de la botella de refresco que había
quedado abandonada en la mesa. En vista de su simpatía les compramos
para ellos una llena y en un rincón empezaron a bebérsela. Los
niños en todo el mundo mantienen todavía una inocente capacidad de
comunicarse y de sorprenderse con las novedades. En este caso su
simpatía sencilla nos contagió por su ausencia de desconfianza y
pequeñas picardías a la hora de tratarnos. Nos preguntaban
despiertos y curiosos, pero a la vez intentaban mostrarse maduros en
su conocimiento del gran mundo, que en el caso de España se debía
mucho al programa “El gran prix” que se podía ver por satélite
en el canal español internacional. En un bote de plástico llevaban
lo que parecían ser piedras. En realidad se trataba de su tesoro
infantil de fósiles. Como muestra de amistad nos regalaron aquellos
que les parecieron más apropiados, eso sí, teniendo buen cuidado de
reservarse los mejores. Su inocencia y simpatía nos acompañaron en
la comida mientras ellos reían al verse en la cámara digital o en
la filmadora de Willy. Éste entró en la cocina y tomó unos planos
a las tímidas empleadas que cloqueaban con timidez ante el objetivo.
Los niños nos hicieron las demostraciones típicas de su edad y
hasta nos enseñaron cómo eran capaces de levantar de una pedaleada
la rueda delantera de su bicicleta. Así pasada una hora vino el taxi
y nos marchamos saludados por nuestros efímeros amigos.
Pasando
por el hotel recogimos nuestro equipaje y llegamos hasta una calle
donde se centralizan, al estilo boliviano, los traslados. Fue llegar
y vernos envueltos en una serie de voceros que nos animaban a tomar
uno de los taxis compartidos hacia Potosí. En una rápida subasta de
precios logramos la mejor oferta de la mano de una mujer con una
pierna paralizada por alguna antigua dolencia. Llegó renqueando a
toda velocidad con su sombrero y su pierna a cuestas , con astucia y
ante las protestas de sus ocasionales rivales, bajó algo el precio
de los pasajes y rápidamente cerró el trato. En su taxi ya
aguardaban dos pasajeros así que parecía que el motivo de la rebaja
era que le apremiaba cerrar el trato para poder partir. Acompañados
de un veinteañero y de una chola nos encaminamos, entre la música
rock del CD del chofer, hacia la imperial Potosí.
Vistos
los caminos a los Yungas y los posteriores cercanos a Uyuni la
carretera era bastante aceptable. Entre paisajes desérticos,
barrancadas o llanuras íbamos pasando por los peajes, donde un
pelotón de vendedores nos ofrecía galletitas, refrescos o dulces.
Íbamos tan apretados en el asiento trasero que en cada una de las
curvas tenía que hacer esfuerzos para no aplastar a la chola que
placidamente dormitaba junto a la ventanilla. Ya en el último tercio
del viaje saltó la chispa de la conversación y pudimos saber que la
mujer viajaba en dirección a Oruro. Fue una conversación amable y
distendida, sobre la vida en Europa y la vida en Bolivia. No
obstante, a pesar de esa atmósfera de confianza que da hablar con
desconocidos en un viaje, no pude por menos de notar una cierta
barrera casi imperceptible de reserva y mutismo. Era como un punto
donde el indígena esconde la desconfianza de cientos de años ante
la raza que le robó el futuro.
El
paisaje recordaba por momentos las dura meseta castellana, en otros
el escenario de las correrías del correcaminos y el coyote.
Saliendo
de un valle llegamos finalmente a la imperial Potosí bañada por la
luz crepuscular que teñía igualmente con un manto rojizo la
imponente masa descarnada del Cerro Rico.
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