Tierra de corrales




Hubo un tiempo en el que las montañas eran territorio inhóspito alejado de las rutas de la llanura. Cualquier desplazamiento desde sus entrañas suponía horas por senderos solitarios hasta llegar al valle. Basta con contar las horas de viaje que hoy se requieren para cruzar la Península Ibérica para entender la incomunicación de gente que tardaría casi lo mismo en llegar a los pueblos de la costa.
Sorprende la inmensidad deshabitada que todavía reina en las serranías. Se trata de alejarse de los caminos y las carreteras y tomar las sendas que todavía sobreviven para entrar en un mundo solitario que parece que jamás fue habitado. La percepción es engañosa ya que a poco que se vaya conociendo se descubren las ruinas de una civilización que se perdió tan sólo hace unas décadas.
Cisternas, neveras, pozos, fuentes, corrales y caseríos se diseminaban por los lugares donde la sabia estrategia del habitante de la montaña decidía. En un lugar de escasos recursos el infinito ingenio humano se las arreglaba para hacer vida en un entorno imposible.
El pasado viernes nos acercamos a los restos de unos corrales que sobreviven a la ruina en pleno macizo de La Safor.  La carretera que parte la sierra desde La Llacuna y que lleva a los Valles de Gallinera i Comptat, permite alcanzar en pocos minutos lo que fue una aislada hondonada entre colinas. Un camino de tierra se enrosca entre bancales de almendros y conduce hacia los muros de piedra de lo que debió ser una masía con establos. En las inmediaciones una cisterna enterrada, a la que se accede por un arco rústico de pura artesanía preindustrial, sigue todavía recogiendo agua fiel a la función para la que fuera creada.
Las ruinas se yerguen a unos pocos metros a punto de camuflarse con las rocas de la montaña. Las plantas van invadiendo los patios como conscientes de su labor de demolición. Poco a poco el edificio se funde con el paisaje. A la luz del crepúsculo las tapias recuerdan vagamente a los asentamientos de la edad del hierro o a esos conjuntos megalíticos que una vez poblaron Europa. Los muros, carcomidos por la insistencia de miles de aguaceros, se sostienen con la potencia de una áspera argamasa que todavía se esfuerza en aglutinar los ásperos pedruscos de caliza de los alrededores.
A pesar de la decadencia del complejo todavía se aprecia la nobleza de las viejas técnicas. Los vanos que comunican las primitivas estancias se abren con arcos de medio punto o dinteles de eterna carrasca. Las líneas de una chimenea se siguen dibujando en la pared y cuentan historias de noches de nieve y soledad junto al hogar. ¿Quién vivió en este desierto? ¿Fue un lugar de pastores misántropos o de familias de pioneros? La pregunta se pierde sin eco entre los cerros.
El sol se pone al Oeste cerca del Pico del Benicadell. Un espectáculo de pirotecnia celestial que antecede a una noche de luna. Los animales noctámbulos inician sus cánticos territoriales y las tinieblas se ciernen sobre el páramo. El moderno habitante de la llanura se queda fascinado con la belleza serena y la soledad de los parajes. El romanticismo ilustrado nos ofrece una visión pastoril de la naturaleza que nada tiene que ver con la extrema dureza que sufrieron sus habitantes en el pasado.
Estremece imaginar la recia resistencia contra el aislamiento perpetuo, contra la incomunicación pertinaz.  Conmueve la comprensión de una existencia dedicada al trabajo continuo. Literalmente de sol a sol. Un entorno de pura supervivencia, con total falta de higiene y carencia de comodidades. Las cordilleras siempre fueron el refugio de moriscos rebeldes, de eremitas alucinados, de duros pastores o de los bandoleros. La naturaleza sin domar es un terrible monstruo y las montañas bellas como el animal salvaje que son.
El despoblamiento actual es el producto del abandono paulatino de aquellos robinsones que vivieron una vida de destierro y marginación. Pocos recuerdan ya los nombres de una geografía hecha por pioneros. Supongo que muchos se adaptaron y llegaron a ser felices en su vida aislada. Los seres humanos somos sociales, pero por muchos motivos a veces necesitamos vivir como lobos solitarios. No creo que muchos de nosotros pudiéramos siquiera sobrevivir unos días.
Basta con levantar la vista en plena oscuridad y ver pasar un punto luminoso que recorre el firmamento. Un satélite artificial nos recuerda que no estamos solos y que la civilización está a la vuelta de la esquina. La noche toma posesión del solitario paisaje y el cárabo inicia el canto que reivindica ese mundo perdido que una vez fue más humano.

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