La cuchara de madera



Mi padre tiene justo la edad del dimitido Papa Ratzinger. Esta pasada semana tuvo un pequeño incidente con su coche al alcanzar en una rotonda a un vehículo en uno de esos frenazos bruscos que te atrapan en una cadena de golpes a menos que guardes la distancia, estés atento y tengas reflejos. Tardó casi una semana en contármelo por pura vergüenza. Se que los papeles han cambiado y que los hijos somos ahora los que tenemos que ejercer una suerte de patria potestad. Físicamente mi padre sigue bastante entero, mentalmente incluso mejor, aunque esté soportando una presión terrible dadas las circunstancias de mi madre. Con la entereza del viejo león terrible, amo y señor de la sabana, se resiste a resignarse y a dimitir de la vida.

Ratzinger, el Papa que llegó de Alemania. El anciano de setenta y ocho años que fue elegido un día de abril de 2005, cuando estábamos a punto de estrenar nuestra nueva casa, acaba de dimitir. Parece que ha sido poco tiempo por un lado, muchísimo a la luz de los acontecimientos por otro. Ocho años que han supuesto un cambio radical desde aquel momento en que todo parecía eterno, hasta el tiempo del desespero y la bancarrota. Nos suele ocurrir que los personajes nos parecen mejores una vez nos han acompañado durante un periodo de la vida y, de repente, parece que vayan a desaparecer tragados por la historia. Súbitamente aparecen iluminados por el brillo de la nostalgia porque todos entendemos que cuando una etapa se cumple para uno de ellos otra paralela se cierra en nuestras vidas.

Ayer no pude menos que sentir lástima por un hombre, jefe espiritual de la iglesia en la que he sido educado, acabado y decrépito. No pude menos que sentir esa compasión que, como ser humano, me produce la aceptación de la derrota. Ese tirar la toalla de quien ha sido algo y alguien me hace pensar en aquella idea expresada en el libro de Marguerite Yourcenar "Memorias de Adriano" en la cual el emperador, cerca de la muerte, ve a su viejo aliado, su cuerpo, como un traidor que le abandona. La intemporal disociación entre la mente, alma y cuerpo. Sí, el Papa fue un hombre de inteligencia despejada y terrible fuerza para acabar con otras visiones del catolicismo que se alejaran de la ortodoxia conservadora. Ratzinger ha sido una personalidad que mantiene ese conjunto de contradicciones entre lo admirable y lo detestable que caracterizan al ser humano. Su vida aparece en fotos desde su infancia en Alemania, su plenitud como príncipe de la Iglesia y la decrepitud del líder de una comunidad mundial polifacética. No puedo evitar sentir pena por su decadencia como persona porque la vida de cada persona es finalmente como un espejo de la nuestra.

Nuestro rey Juan Carlos es otro de los personajes en el punto de mira de la decadencia física y hasta cierto punto mental. La monarquía ha caído rápidamente en el descrédito por el descalabro y las torpezas causados por ellos mismos. Aunque es imperdonable he de decir que más allá de la figura institucional me sentí conmovido por ese torpe "lo siento" y esa sonrisa avergonzada esbozados por un hombre que representa la cabeza simbólica de un todo un estado. Ver a un anciano con las caderas destrozadas, haciendo de tripas corazón para salvar una institución ligada a su familia, por más discutible que sea, me mueve a la compasión. Vuelvo a hablar del hombre, no del líder ni de la institución.

Está claro que muchos ancianos de apariencia encantadora o venerable fueron en su día adultos terribles, criminales de guerra o cuanto menos personalidades altamente cuestionables. La compasión no nace pues de su pasada circunstancia sino de la fragilidad que caracteriza la bahía final de nuestro periplo vital. No hablo de simpatía, hablo de perdón. Benjamin Button, el personaje de Fitzgerald, es la perfecta pesadilla puesta del revés para destacar esta especie de simetría vital. Una vida a la que llegamos frágiles e indefensos. Una fragilidad que cambia en poder cuando somos jóvenes y nos creemos invencibles, para acabar igualmente condenados a un estado donde perdemos todo ese vigor y poder que pudimos llegar a tener.

En un mundo de contradicciones, donde los que llegamos a los cincuenta parecemos destinados al ostracismo si perdemos el trabajo, muchos de los líderes mundiales son ancianos decrépitos. Es una contradicción más de tantas. La naturaleza y la medicina permiten llegar a la longevidad mientras rechazamos a gente perfectamente sana por considerarlos no aptos para su trabajo.

Recuerdo un cuento de mi niñez y una película del director Shohei Imamura. En el primero un niño ve cómo su padre da al anciano de la casa la única cuchara de madera considerando que es suficiente para alguien de su edad. El niño se va a un rincón y talla un objeto que resulta ser la cuchara de madera que prepara para la vejez de su padre. En "La balada de Narayama", la película de la que hablamos, los ancianos dejan paso a los jóvenes yendo a morir en la soledad de la montaña. La vejez es un referente universal.


La decadencia es una espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas. Tememos la muerte pero tal vez más la decandencia y  por ello perdonar al anciano como persona, atenderlo en sus días finales y darle cobijo digno es empezar a perdonarnos nuestros propias faltas y admitir que el respeto a esa fragilidad y ese perdón de los pecados pasados nos hace más humanos.

Comentarios

  1. No se si es curioso o normal, pero el hilo de mis pensamientos fué más o menos el mismo, al conocer la renuncia del Papa.
    Primero pense en mi padre , de la misma edad, que no quiere soltar su dominio de una situación que, en ocasiones, se escapa de su capacidad.Despues pensé en el rey con el cual a pesar de no estar de acuerdo y parecerme insuficiente su escueto "lo siento", me dió un poco de lástima al ver al arbol caido.

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