Bolivia la línea del cielo. Capítulo II Del nevado al trópico. Viaje a Coroico.

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Por las tranquilas calles de Calacoto se puede ir uno proveyendo de aquello que necesita sin casi necesidad de apearse del vehículo. En la acera central de la avenida se sitúan vendedores de periódicos, de salteñas las empanadas típicas bolivianas, o lo más sorprendente: cambistas que, a un precio no muy superior al del banco y con total fiabilidad, si se les conoce, hacen cambio de dólares a bolivianos y viceversa. En un lugar fijo se situaba siempre una señora, ya entrada en años, con un sombrero de ala ancha que la protegía del inclemente sol. Parece que Willy la conocía de hace tiempo y era de confianza.

Mi primera salida hacia la Bolivia menos cosmopolita tuvo su primer capítulo en la visita a los Yungas paceños. Es famosa la carretera de La Paz a Coroico por sus grandes desniveles y por la peligrosidad del trayecto unido a la irregularidad de un terreno asfaltado sólo en su tramo inicial. Con el vehículo de tracción a las cuatro ruedas, empezamos a ascender por las frías calles de la ciudad. En el recorrido desde el centro se iba llegando a los destartalados barrios en los que La Paz se disuelve ya entre lomas de vegetación rala. “La tranca” , como así se llama a la barrera de los peajes, antecede a la carretera que asciende en pocos kilómetros hacia los paisajes nevados. Willy advirtió la falta de presión de uno de sus neumáticos y consiguió, a cambio de una propina, que unos camioneros le pasaran aire de su sistema de frenos. En Bolivia no se tiene generalmente ese desconfianza que tenemos en Europa a parar a alguien en dificultades y en general se suele llevar preparadas herramientas para salir del paso en una avería.

El paisaje va tornándose estepario mientras se va escalando la fuerte pendiente de la húmeda carretera. La nieve, perezosa en su deshielo, cubría parcialmente las laderas. Perros de mirada hambrienta esperaban tranquilos una limosna espontánea mientras camiones, con gente montada en su caja y estoica resignación frente a las temperaturas, iban y venían. Las primeras llamas bolivianas que pude ver pacían parsimoniosas a la vera del camino y aquí y allá paredes parduscas de chozas y corrales delataban la presencia humana en este frío páramo. Un pantano artificial que represaba el agua destinada al consumo de La Paz servía al viajero como espejo del paisaje. Por fin se culminaba el puerto en la zona llamada la Cumbre. La carretera discurría junto a una laguna en un paisaje ya totalmente blanco a unos cuantos grados menos que en la cercana ciudad. Aquel día las nubes jugaban a acariciar esponjosas los negros riscos ofreciendo hermosos claroscuros en cuanto el radiante sol penetraba entre el azul del cielo y el blanco de la nieve. A partir de ahí empezaba un descenso entre paredes rocosas que poco a poco se iban cubriendo de líquenes y arbustos que recordaban tanto por colores como por vegetación a las tierras altas escocesas. Los tonos pasaban de la escala de grises a la armonía de pardos y azules rematados por los vapores de contornos difusos de las nubes. La carretera, casi carente de señalización, iba bajando entre valles cada vez más poblados. En un momento salimos del tramo asfaltado para bajar a una piscifactoría truchera y pude ver dos chozas de piedra con el techo de pajabrava y sabor incaico que parecían rememorar los tiempos anteriores a la colonia. El paisaje era fresco y viril con un suave sol que incidía sobre los tonos de la hierba y la piedra para pintar un tema de grises, ocres y verdes con una luz fresca de mañana.

En el camino nos adelantábamos a muchos turistas que habían contratado un descenso en bicicleta de montaña desde la cumbre a los valles. Se les reconocía por sus caras netamente anglosajonas tanto como por su colorido equipo de cascos e impermeables. Disfrutaban de la velocidad del descenso arriesgando al máximo en una carretera, donde el resbaladizo firme está cubierto de una fina capa de barro arcilloso . No era la primera ocasión en que alguno de ellos que se había salido de la carretera y había ido a acabar al fondo del desfiladero. De hecho ya eran tres los que habían muerto en estas circunstancias. Los precipicios de hasta 450 metros de profundidad estaban jalonados de tupida vegetación y en uno de los casos fue el vuelo de las suchas (buitres) el que permitió descubrir tras una semana el cadáver del infortunado aventurero colgado de un árbol cerca ya del cauce del río.

Cuando estaba a punto de concluir el tramo asfaltado apareció un poblado de casuchas negras al borde del camino, justo cuando el verde selvático empezaba a aparecer en las laderas de la montaña. En ese mismo lugar un escuadrón policial del UMOPAR (siglas de Unidad Móvil de Operaciones Antidrogas Para el Área Rural) se aprestaba en registrar todos los vehículos en la búsqueda de precursores, sustancias que permiten la síntesis de la cocaína a partir de la hoja de coca. La mayor presión en la zona del Chapare está llevando a la implantación de este cultivo en zonas de los Yungas. Parte de las plantaciones son legales, pero otras se emboscan entre la selva para disimular su cultivo. Willy me pidió que llevara el coche mientras él se identificaba como militar. Mientras esperaba veía los animados corrillos formados a causa del control. Desde gringuitos mochileros, hasta nativos, todos se entremezclaban entre las oscuras tenduchas que ofrecían alivio al viajero en forma de refrescos, bebidas calientes o alguna comida sencilla. Finalmente, y al ser reconocido Willy en su rango, no tuvimos problemas y rápidamente superamos el control. Bolivia es una sociedad donde el ejército siguía teniendo un enorme poder fáctico y la simple presencia de un general de alto rango facilitaba un trato deferente.

Poco antes de la primera y última estación de servicio, la de Cotapata, el camino perdió súbitamente su capa asfáltica y entramos en un pegajoso embarrado que no cambiaría hasta llegar a Coroico. Las nubes se desgajaban de las cumbres hacia los valles y los Andes, con sus laderas casi verticales tapizadas de verde, se cubrían de fugaces sombras que recorrían sus sinuosas formas. La carretera a los Yungas era el eterno proyecto pendiente. Desde hace años se intentaba ampliar y asfaltar el firme además de facilitar el trayecto con un túnel, pero las dificultades del terreno y de financiación alargaban una historia que parecía no tener final. El camino penetraba en el último pueblo y tras pasar junto a unas casas sumidas en la humedad de las nubes, la carretera penetraba ya en las montañas selváticas de los Yungas convirtiéndose, desde este momento, en un peligroso tobogán que se enganchaba como un diminuto repecho en una ladera casi vertical. El nombre de Carretera de La Muerte le hacía justicia ya que era un trayecto, estrecho, sinuoso y resbaladizo. La pista tienía en su mayor parte el espacio justo para un autobús o un camión y sólo para poder facilitar los cruces se ensanchaba de tanto en tanto para que dos vehículos puedieran pasar. La palabra espectacular queda corta para describir el paisaje de pendientes imposibles, barrancadas profundas y su verde tropical húmedo y oscuro. Las plantas de grandes hojas de formas exóticas crecían a ambos lados de la carretera y de tanto en tanto bajan cascadas que caían sobre la chapa de los vehículos con estruendo. El firme a veces se derrumbaba dejando calveros que recordaban a canteras de grava. Las máquinas reparaban los tramos en un trabajo propio de Sísifo, pero el paso continuo de los vehículos destrozaba el firme dejando tras de si una huella de neumáticos tan profunda que a veces dirigía el movimiento del vehículo hacia el precipicio o contra el muro de piedra de lado contrario. La plataforma estaba en estado deplorable y en ocasiones los derrumbes simplemente se tapaban sin afianzar estructuralmente la vía. Por momentos sentía el vértigo de la altura y la terrorífica sensación de que el vehículo patinaría descontrolado hasta deslizarse entre las plantas a lo más profundo del valle. Estirando el cuello hacia el lado del conductor veía la peligrosa cercanía de los neumáticos con el irregular margen de la vía. Había curvas cerradas precedidas de una empinada rampa que impedían ver qué había más allá si un vehículo acelerado o simplemente el final en forma de precipicio del camino. En nuestro camino vimos acurrucados en un recodo de piedra una familia con su camioneta que había sufrido el desgarro de uno de sus neumáticos. Todos se afanaban a cambiarlo sobre el barro y soportando el paso de cada vehículo que además de salpicarlos pasaba a corta distancia interrumpiendo una y otra vez un trabajo de por sí difícil e incómodo.

La ladera de las montañas cercanas daba la sensación de ser blanda y porosa y en ocasiones se veían las cicatrices de los deslizamientos del terreno en pleno bosque. Allá al fondo, aparecía el valle con sus ríos diminutos en la lejanía, que apenas si llegaban a distinguirse tapados por la propia profundidad del terreno. El cruce era siempre delicado y existían por eso normas especiales que rompían con el tradicional izquierda derecha del código de circulación. De hecho el vehículo que bajaba había de situarse junto al precipicio, ajustando el conductor el máximo posible. De día era más o menos sencillo calcularlo, pero de noche una mata podía dar la sensación de un suelo inexistente y dar una falsa confianza que provocara una caída mortal.

Durante kilómetros se circulaba con cierta soltura y velocidad moderada, pero por momentos se podía encontrar algún convoy de varios vehículos circulando marcha atrás para permitir el paso de un vehículo con preferencia según las curiosas normas de la carretera. Cuando llegaba un atasco se podía bajar y chapotear entre el fango para estirar las piernas mientras el coche aguardaba su tuno. En esos momentos se podían apreciar tanto la sinuosa ruta que ya habíamos recorrido, enroscada a la montaña, como los lejanos camiones que como orugas en procesión iban sorteando los accidentes del terreno. Calveros junto al camino delataban los lugares donde algún vehículo había caído, sin llegar a ver jamás sus restos.

Por precaución optamos por situarnos detrás de un pequeño autobús de ruedas dentadas que nos anticipaba tanto el terreno como los vehículos que circulaban en el sentido contrario. En nuestra ruta nos vimos obligados a realizar unos cuantos cruces. Nuestras dimensiones, en este caso, al no ser excesivas no comportaban demasiados problemas, pero cuando eran dos vehículos de gran tamaño las maniobras se complicaban y se realizaba con mucha pericia y altas dosis de paciencia. Los chóferes solían llevar un ayudante que guíaba la operación con la habilidad que da la experiencia. En los lugares donde el riesgo era mayor, tres hombres de la región hacían de semáforos humanos para advertir en las curvas de la llegada de otro vehículo. Por hacerlo cobraban 0,50 bolivianos a cada uno. Por desgracia si la carretera de por si era complicada, todavía había que añadir el exceso de pasaje en muchos de los precarios y destartalados vehículos. Tampoco los apodos de los chóferes eran demasiado alentadores, el Pisco, el Whisky o el Conejo. Tan solo su escucha daba a entender las virtudes de aquellos que conducían a diario por la salvaje carretera . Como recordatorio de la peligrosidad aparecían de tramo en tramo pequeñas cruces que marcaban el lugar donde se habían producido los accidentes. La magnitud de cualquiera de éstos era considerable por el gran número de viajeros que iban a parar al fondo del barranco. Tuvimos la fortuna de no padecer su suerte y acabar finalmente en un tramo ya más polvoriento, amplio y seguro, aunque igual de desastroso.

Fue después de interminables kilómetros cuando apareció la limpia silueta de Coroico en la cima de una colina que dominaba el valle. La cercanía era sólo aparente ya que todavía, entre cultivos de coca, se había de descender al fondo del valle, justo pasando por un poblado ruinoso y polvoriento para después volver a ascender a la cumbre. Ya en este villorrio vimos mujeres de Los Yungas, así se llama la región, de raza negra, vestidas a la usanza de los indios: pollera, bombín pero con el característico pelo rizado de los africanos. Una combinación bien curiosa. No se sabe a ciencia cierta cómo llegaron los esclavos hasta aquellos remotos valles, aunque se especula que la mala adaptación a la dureza del altiplano los llevó a esa zona de clima tropical mucho más parecida a su África de origen.

Coroico empieza en una calle empinada con la inevitable tranca, atendida en esta ocasión por un niño. Una pequeña negrita de ojos picarones le acompañaba y tras el pago del peaje correspondiente entramos en un pueblecito de empinadas calles empedradas con adoquines y llenas de gente y polvo. El centro del pueblo se articulaba en torno a una plaza cuadrada con jardín central . Una mediocre iglesia, no demasiado antigua, presidía uno de los lados, mientras que en el lateral se situaba la comisaría y la precaria oficina de turismo. La plaza, centro de la vida del pueblo estaba repleta de lugareños y turistas que entraban y salían de los pequeños comercios. El inevitable locutorio de ENTEL, la telefónica boliviana, ocupaba otro de los lados. Preguntando logramos encontrar el camino hacia el hotel que discurría soleado entre cabañas rústicas y huertos repletos de frutales. Todavía tuvimos que dar un par de vueltas antes de encontrar plaza en el Hotel Bella vista ya que el Quijote estaba casualmente completo. Fue allí donde nos indicaron el restaurante El Molino como el más adecuado. Preguntando nos indicaron el lugar justo en las cercanías del hospital. Por una escalera entre espesa vegetación bajamos al comedor al aire libre de este lugar. En ausencia de su propietaria el local era supervisado por Dunia una profesora de inglés. Con una excelente vista al valle comimos departiendo con una pareja hispano-alemana que se había conocido en Bolivia realizando tareas de cooperación. Les acompañaban una niña, de rasgos europeos y un niño de rasgos indígenas que delataba su origen y que yacía extrañamente sosegado en un banco sin osar a protestar a pesar de que miraba todo con curiosidad con sus grandes ojos negros.

Como quiera que nos habían hablado de los saltos de agua y de las pozas del río, como atracción local, preguntamos a la mujer que hacía las veces de propietaria y se ofreció a guiarnos a cambio de llevarla a ella y a su hijo al mismo lugar. El camino bajaba progresivamente pasando por aldeas y una pequeña iglesia. Dando tumbos llegamos a un lugar donde un camión obstruía el camino. Con parsimonia y sin prisa nos indicaron que esperáramos a que cargaran las naranjas que estaban cosechando. Justo al lado del camino naranjos casi asilvestrados, rodeados de maleza y hierbajos ofrecían su fruto brillante.

Aproveché para observar curioso y fotografiar su forma de trabajo. En España, la naranja se cosecha cuidadosamente en huertos totalmente civilizados donde los árboles se disponen en hileras y las alturas se salvan con cuidadosas terrazas. Los cítricos se cortan con tijera y se trasladan de capachos de goma a cajones, los cuales acaban apilados en un camión evitando en todo momento una excesiva presión sobre la fruta. En Coroico se las trataba a empellones, sin contemplaciones. Una familia arrancaba la fruta y la tiraba sobre un toldo. Para que no rodaran hasta el fondo del camino, grandes hojas de platanero represaban el montón. La fruta mostraba las marcas y manchas producidas por los hongos y las plagas. Al acercarme pude ver que se trataba de mandarinas, la mayoría demasiado maduras a juzgar por su piel hinchada y hueca – bufaes como se dice en valencia entre la gente de la naranja -. Eran insípidas, con un zumo sin ácido ni azúcar por la falta de frío y con decenas de pepitas que había que escupir. Los trabajadores se afanaban en apilar un buen montón que se recogía con el toldo de base y se trasladaba a la caja del camión para ser amontonada otra vez sin el menor cuidado. El pequeño bebé que les acompañaba estaba impávido sobre una pequeña manta sin moverse demasiado en una laderas con pendiente suficiente como para que rodara hasta el fondo del valle.

La naranja boliviana se destina probablemente al mercado nacional, tal vez por la dificultad de su exportación dada la situación continental de Bolivia y no se le da ningún tratamiento especial para la exportación. En La Paz se podía ver por cualquier lado gente vendiendo naranjas apiladas en el suelo o haciendo zumo, pero no vi fruterías con la fruta encajada o empaquetada. Se trataba pues de una agricultura centrada en el día a día y sin salida posible al exterior.

Willy nervioso por la interrupción que se alargaba intentó pasar entre el terraplén y el camión, “montando cuneta” , como allá se dice, consiguiendo tan solo “encunetarse”, es decir quedando pegado al barro del camino como una mosca en un pastel. La situación, mirada con cierta sorna por los campesinos, se prolongó por necesidad hasta que éstos acabaron de cargar sus naranjas. Completado su trabajo, tomaron un pico y vaciaron la tierra que retenía la parte central del coche. Tomando la maroma que llevaba Willy y enganchados a los bajos del camión nos dieron un tirón que nos despegó del lateral de la carretera. Eso sí, como al día siguiente sabríamos, cambiaron el enganche inicial en el aro de remolque y no se les ocurrió mejor idea que amarrar la maroma al amortiguador delantero izquierdo. El fuerte tirón sacó el Montero de la zanja, pero a cambio estropeó el amortiguador. Como quiera que deben ser repuestos por pares el incidente costó la sustitución de los dos delanteros y una severa mirada reprobadora de Juan Pablo, hijo y mecánico de cabecera de la familia.

Una vez solucionado seguimos el descenso al fondo del valle. Eso sí, el retraso hizo que llegáramos muy tarde. Por una pequeña senda nos acercamos a una pequeña cascada pasando por un paisaje de bosque tropical. Había unas mariposas de alas azul celeste irisado que iban como flotando a saltos entre la verdor del bosque. No había mucha luz ni tampoco era muy interesante, no obstante tomamos la foto de rigor y volvimos sin prisas parando esta vez a contemplar las cascadas y pozas rellenas de la fresca agua del arroyo. Las rocas eran negruzcas y el verde se iba transmutando en un color sombrío por la escasez de luz del crepúsculo.

Dunia, la mujer que nos acompañaba resultó ser un personaje ideal para iniciar una trama de misterio. Vestía con sencillez y elegancia, tenía el cabello a media melena, lacio y castaño. Su rostro era de rasgos finos y suaves. Tanto ella como su hijo resultaron educados y agradables. Se destacaba en ese ambiente tan rural por su porte y cierto aire entre desvalido y duro de la típica mujer fatal de la novela negra. Sin dejar de conversar se reservaba con discreción, situándose en ese punto misterioso de algunas mujeres de mediana edad con pasado y amargura a sus espaldas. Por lo que contó había estado durante algún tiempo trabajando en Coroico y volvía ocasionalmente a pasar algunos días. En esta ocasión ayudaba a controlar el restaurante de una amiga que se había ausentado. Su hijo, un muchachote alegre y bien educado, formado en el colegio judío de La Paz, se mostraba necesitado de cariño, me hablaba animadamente y preguntaba sin rubor sobre cualquier cosa de España. Ya en las pozas aprovechó para dar un par de saltos al agua y ya sin pararnos mucho subimos de nuevo al pueblo.

A falta de mejores ideas volvimos al restaurante del mediodía. Al llegar esperamos en las escaleras mientras los chispazos de las luciérnagas llenaban la noche de pequeños estallidos. Las cocineras no podían entrar ya que la jefa estaba de viaje y el hijo, que tenía las llaves, no aparecía. Nos sentamos finalmente en la oscuridad de la terraza cubierta del restaurante disfrutando de la frescor de la noche. Coroico es lugar de paso frecuente de muchos mochileros que se adentran a la aventura en la selva boliviana sin tomar muchas precauciones. Un grupo que apareció acompañaba a una muchacha holandesa que estaba indispuesta. Willy al ver el estado en que se encontraba les ayudó a llevarla con el coche y parece ser que se perdieron por los vericuetos de Coroico ya que sus amigos no conocían más que una estrecha senda para llegar a su hotel.

Mientras esperaba, iban apareciendo y desapareciendo grupos de turistas, casi todos jóvenes a juzgar por las voces, ya que la oscuridad era total. En ese ir y venir se sentaron cerca gente que entraba en la conversación sin problemas. Una americana de Nueva York me relataba, con ese acento gutural que tienen los americanos cuando hablan en castellano, sus frecuentes viajes a Bolivia. No llegué a ver su cara dada la profunda oscuridad y el hecho de que se marchara antes de que se hiciera la luz. Al restablecerse ésta puede ver con quien más hablaba. Se trataba de un muchacho francés de la zona de Annency que recorría América del Sur en bicicleta desde Buenos Aires a Lima. La tardanza del cocinero provocó la desaparición del primer grupo y a punto estuvimos de marchar nosotros mismos. En ese justo instante se encendieron las luces y ya decidimos cenar un plato de trucha. Compartimos mesa con nuestra acompañante a la excursión y el francés. Dunia se dedicaba a servir las mesas e iba y venía a la nuestra. De tanto en tanto se sentaba y compartía un cigarrillo bajo el techo de paja y frente a la fresca noche del trópico.

El hotel resultó cómodo y limpio. La habitación tenía un ventanal que mostró con las primeras luces el manto plano de nubes que tapizaba el fondo del valle. Al fondo, destacado por un rayo de sol llegaba a verse la punta iluminada de un nevado. Por todos lados entre la frondosa vegetación, aparecían dispersas casitas con sus pequeños huertos y jardines. En las cercanías sonaban los ladridos de los perros que se retaban en conciertos desafinados, los gallos cacareaban con gallardía el triunfo de la mañana tras la noche, mientras que otros desconocidos animales emitían esos extraños sonidos propios de los documentales del trópico. La llegada del sol iba deshaciendo los jirones esponjosos de las nubes mostrando poco a poco el profundo cauce pedregoso del río.

En recepción bajo el hueco de la escalera, en una colchoneta, dormía Jorge, un muchachito de unos 12 años encargado de recepción y que no se despertaba a pesar de la insistencia del despertador empeñado en hacer sonar una nota sin fin. El comedor del hotel se hallaba bajo las habitaciones y se accedía a él por una escalera de caracol bien atractiva. El desayuno, copioso y agradable, lo fue junto a una ventana que dominaba el valle, convirtiendo así el momento en algo que traspasaba la rutina del acto diario para pasar a la categoría de grandes recuerdos.

Pretendíamos llegar a mediodía a La Paz así que emprendimos el regreso por la complicada ruta. Esta vez nos tocaba realizar los cruces por el interior y sin demasiadas complicaciones, tal vez por ser ya sábado. Parece que los camiones que llevaban las mercancías a La Paz hacían su trayecto el viernes para llegar a tiempo a los mercados y que el domingo bajaba la densidad del tráfico. En cualquier caso el viaje fue relativamente tranquilo y pronto alcanzamos la zona pelada de los páramos. Pude llevar un rato el Montero y ya llegamos a la cumbre nevada. La entrada a la Paz fue lenta y tortuosa por los miles de vehículos y personas que se agolpaban en esa mañana de sábado.

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