El milagro de los panes
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La generación de niños de la
posguerra española soñaba, tal como cuenta mi padre, en comer pan
blanco. La harina de trigo era un producto escaso y se sustituía con
un tipo de pan llamado “mincho” elaborado con maiz y que a poco
tiempo de ser cocido se volvía tan elástico como la goma. Era
tiempo de hambre y el paraíso la misma Jauja.
Los nacidos en los sesenta nos criamos
en un país con relativa prosperidad que permitía, en general, comer
cada día. Aunque sin lujos y sin abusos la ternera, la merluza o las
tortillas forman parte de mis recuerdos de niño. La cantinela de “no
te dejes la comida” seguida de un “ay si hubieras pasado el
hambre de la guerra” formaban parte del eterno sermón a los niños
inapetentes. No creo que nadie de mi edad dejara de oír alguna vez
la cantinela incomprensible sin la vivencia directa. Mi tía Hilde
contaba que tras la guerra en Alemania dejaban que la comida se
llenara de gusanos para poder comer proteínas. Eso no se entiende si
no se ha pasado en primera persona.
La comida en los años sesenta y
setenta no era especialmente barata. En general todo el mundo se
podía alimentar y los agricultores y ganaderos podían vivir de su
trabajo. No quiero decir que no hubiera pobreza o hambre puntualmente, pero en
general las clases medias se las apañaban para comer sin demasiadas
estrecheces.
La globalización y la apertura de los
mercados llevó a la invasión de productos de países del tercer
mundo. Mientras una parte de la población mundial moría de hambre,
el Primer Mundo hacía oídos sordos y se aprovechaba pagando poco a
los productores de África o América Latina. En España el campo se
despoblaba y el cáncer del abandono se extendía por huertos y
pastos. Pocos recordaban esta decadencia ya que si el plátano no era
de Canarias pues era de Costa Rica.
Pero llegó la crisis. Los de arriba jamás
les faltó la comida y en el congreso los menús subvencionados
quedaron a 3,50 los dos platos y postres mientras los comedores
escolares cobraban más o menos lo mismo por llevar la fiambrera.
Algunos niños ya llegan sin desayunar a los colegios. Las campañas
de recogidas de productos de primera necesidad y los bancos de
alimentos se han convertido en parte del día a día. Del jamón serrano a la mortadela y del filete a los macarrones o las lentejas.
Y en eso llegó el pan a 20 céntimos.
En una enorme pancarta colgada en la pared del despacho de pan se
vanaglorian de su gran revolución. ¡Pan para todos! ¡Un futuro
mejor es posible! Mientras tanto una triste cola permanente aprovecha
la oferta. Inmigrantes, jubilados, gente de clase media y media baja. Parece que hasta los pocos céntimos de diferencia bastan
para que la gente aguarde paciente para poder llevarse el pan a casa.
Los panaderos de toda la vida tiemblan ante la competencia y ponen el grito al
cielo. Muchos de ellos aseguran que a ese precio no pueden
directamente seguir en el mercado. El empresario oportunista se hará
con el beneficio a corto plazo per pronto saldrá otro que hará lo mismo hasta que
un tercero baje sueldos o despida y dando cabezadas les diga a sus
trabajadores. Lo siento, pero es lo que hay. Otros hornos no podrán
adaptarse a la previsible debacle y cerrarán dejando una estela de
pequeños negocios familiares arrasados. Forzados por la competencia
tendrán que bajar la calidad, pagar menos al productor o meter sucedáneos como ya ha pasado
con las mezclas de carne de caballo y de ternera, que si bien no son
dañinas para la salud son un fraude.
La competencia en precios es sana, los
mercados abiertos favorecen al cliente pero el límite ha de estar en
la justicia y el beneficio general. Cuando pagamos por la leche, la
fruta, el pan o la carne un precio abusivamente bajo para el
productor cercenamos la posibilidad de una vida digna a todos ellos.
En la desesperación compramos la barra a veinte céntimos y enviamos
a más gente al paro haciendo la recuperación más difícil.
El precio del pan, su subida, ha sido
motivo de revoluciones. La competencia salvaje motivo de escandalosos
fraudes. Entre la comida barata y el beneficio todos se mueven en
este mercado cruel. Una parte de la humanidad pasa hambre, otra
engorda con comida basura y lucha por perder peso. Si fuéramos
sensatos comprenderíamos que todo tiene un precio justo y el respeto
del mismo es el principio de la justicia social. Comprar demasiado
barato, aunque resulte tentador, es pan para hoy y hambre para
mañana. Pero por desgracia el hambre nunca puede esperar.
http://www.lasprovincias.es/v/20130222/comunitat/hambre-tiene-cara-nino-20130222.htm Un artículo sobre la terrible cola del hambre y los niños que comen de la caridad. Aquí ni siquiera los veinte céntimos son posibles.
ResponderEliminarhttp://www.lasprovincias.es/20130221/comunitatvalenciana/comarcas/guerra-llegada-lliria-201302211642.html
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