Planeta Safor



"Dedicado a mi amigo Francesc Morant, maestro con todo el peso que tiene la palabra. Porque se que entenderás el sentido del artículo como nativo de la Safor que eres"

Más allá del balcón veo la torre de la iglesia de Almoines y la colina de Rafelcofer bajo un cielo de azul delicado. Al fondo una sierra de verde esmeralda que se pierde hasta el siguiente valle. Resulta difícil no querer esta tierra más allá de toda veleidad chauvinista. Pienso en nuestro paisaje y recuerdo una afirmación que hacía mi primer profesor de pintura Damián Català sobre la Safor. Él decía que su belleza es traidora y que nos corta las alas o sueños de vida en otras partes del mundo. Tal vez sea así. De hecho, aunque me gusta volar, soy como un pichón que siempre encuentra el camino de vuelta a casa.

Mi tierra es un pequeño universo de montañas que protegen como bondadosos ancestros valles y fértiles llanuras nacidos de la furia de miles de riadas. La bondad del clima y la sabiduría de generaciones modelaron una alfombra verde de vid, moreras, hortalizas, caña de azúcar o naranjos. Sigue siendo un placer  pasear y perderse por esos rincones, cada vez menos, donde las acequias se desparraman. Todavía queda un resto de lo que fue a pesar de nuestro empeño en cubrir el paisaje por geometrías de hormigón que lo mancillan y deshumanizan.

La lluvia es dura y caprichosa en cuanto el verano pierde fuelle. Frente a ese soporífero xirimiri del norte aquí el agua sólo sabe dar latigazos. En los otoños, cuando el frío atmosférico se alía con el calor del pasado verano, llegan chubascos potentes como titanes prestos a hacer valer sus derechos. Manadas de chubascos en estampida  se estrellan contra los contrafuertes de las sierras desde los que se desploman en un rápido ciclo hasta el mar. El agua, tesoro deseado y administrado con sabiduría en una red de mil canales se convierte en una estampida de ocres que se hace sitio royendo los márgenes de torrentes y barrancos. El color de la tierra que arrastra delata muchas veces su origen, barro claro si vienen del Vernisa o colorado si lo hace desde Alcoy. Es entonces cuando muchas calles que fueron barrancos recuperan el espacio por el que el hombre jamás debió litigar. Nuestro clima reclama su tributo anual en forma de vidas y pérdidas de propiedades.

Los inviernos nunca suelen ser extremos, aunque parece que cada vez lo son menos y más secos. Si alguna vez, al levantarnos, vemos las montañas cubiertas de un manto blanco sentimos el gozo de los niños y la oportunidad para la fiesta. Nuestra comarca nos conmueve, amamos el país como parte de nosotros mismos. Ver el venerable y orgulloso Monduver o la potente sierra de la Safor vestidos de blanco, nos hacen sentir un cariño entrañable por la tierra que nos ha visto nacer y crecer.

Cuando llega la primavera, si ha sido un año de lluvias, un frondoso manto verde cubre las umbrías, mientras que las solanas se llenan de plantas de secano con fragancias de romero, camomila y pino que se mezclan con el azahar que sube desde la llanura. Es el tiempo del color y los cielos claros.

El verano es de luz cegadora y cielos de plomo fundido. El paisaje sediento aguanta el tedio entre conciertos de cigarra. Los habitantes buscan el refugio del agua y de las noches de estrellas. Si el poniente sopla la temperatura asciende hasta hacerse desértica, es el tiempo en que el fuego toma ventaja y hace arder pinadas y carrascas. Noches de fuegos fatuos que iluminan de contornos rojos y naranjas las siluetas fantasmales de las sierras.

Mi tierra, aunque nos empeñemos en mancillarla, es hermosa. Siempre he sentido un amor irracional por mis montañas. Creo que algunos de los momentos más felices los he sentido en un día radiante y al llegar a una cumbre. Desde la Safor, el Monduver o el Molló de la Creu la tierra se siente como abarcable. Las distancias se convierten en engañosas y todo adquiere la apariencia de un inmenso juguete delicado en su miniatura.

Cuando llega pascua el buen tiempo y la tradición nos empujan al campo. En esos momentos me reencuentro con un mundo adolescente demasiado tiempo abandonado. Si se investiga un poco se descubren en los mapas caminos ignotos, nombres fascinantes como Aldaia, Penyalba, Penya Negra, casas de Velazquez... Seguramente detrás de cada uno de ellos hay historias de personas que me antecedieron, nombres que hicieron fortuna, rutas ancestrales por las montañas pastando el ganado, cazando, viajando o comerciando.Ahora, a mis cuarenta y nueve años veo muchas cosas cerca, otras muy lejos y una sensación de haber perdido años en el laberinto de la vida sin subir a nuestras montañas. 

Me sorprende ver los centenares de picos que permanecen sin hollar. No se si alguien jamás habrá llegado a ellos. Con un teleobjetivo se aprecian plantas aferradas a los picos de piedra, cuevas misteriosas rodeadas de espesa vegetación, barrancos que se quiebran abruptamente. Los seres humanos pocas veces salimos de la comodidad del sendero. Tal vez sea tiempo de exploradores. Con un mundo que se ha alejado de nosotros tal vez sea momento de volver a las cumbres y sentir que somos los primeros en pisar una roca desde que surgió de un mar primigenio. Creemos que nuestra comarca es pequeña porque el mundo es inmenso pero en realidad somos nosotros los que somos infinitamente diminutos.


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