Bolivia, la línea del cielo. La Paz, primeras instantáneas
Invadir mis reinos
vi/ a esa gente aventurera,/ corto su número era/
y paso franco lo
abrí./ Y ella siguió sin misterio/ cruzando montes y llanos/
hasta el corazón de
mi Imperio./Mas ¡Ah! Si al creer verdad,/
lo que es fingido
abandono/ osa llegar a mi trono/ y ofender la majestad/
¡que de un Dios
imagen es!/ Entonces, su esfuerzo mismo,/
le ha de hundir en
el abismo/ que estoy abriendo a sus pies.
Monólogo de
Atahualpa
Pizarro o La conquista del Perú de
Leandro Tomás Pastor.
Mi llegada a la Paz por
aire me permitió tener una primera vista privilegiada de una ciudad
extraña como pocas. Era una estructura semejante a un gran teatro
griego donde las gradas eran las casas de los barrios bajos y el
escenario el moderno centro plagado de edificios. Toda la hondonada
aparecía como un cráter al finalizar el altiplano y se derrumbaba
bruscamente en un risco quebrado que allá se le llamaba La Ceja.
Cada pequeña arruga del terreno, cada espacio que no era totalmente
vertical, se aprovechaba para situar un barrio de casitas aferradas a
la ladera entre tortuosas calles de empinada pendiente. Daba la
impresión de que muchos de estos arrabales se desmoronarían en un
día de fuerte lluvia y acabarían en un torrente de lodo y piedras
en el fondo del valle enterrando bajo las arenas otro barrio. Como en
ninguna ciudad en La Paz se daba la contradicción que los barrios
altos eran los bajos y los barrios bajos estaban precisamente en El
Alto. Las mejores perspectivas de la ciudad las debían tener
esas construcciones de ladrillo desnudo, más que visto,
perpetuamente inacabadas para esquivar los impuestos, que se colgaban
de forma inverosímil aferrados a los pardos acantilados.
Al acceder a la Paz
desde el aeropuerto se descendía por la autopista entre barrios
destartalados que se apiñaban promiscuamente. De trecho en trecho se
veían pequeños bosquecillos de eucaliptos, que era el único árbol
que resistía tanta aridez, como única referencia verde del paisaje.
Puentes peatonales cruzaban la autopista como arterias del trasiego
de gente que siempre, en fila de hormigas, parecía bajar y nunca
subir desde la ciudad. La valla de tela metálica oxidada que debía
encerrar la autopista se retorcía cada trecho para abrirse y
permitir el paso de los peatones que como kamikaces se
apresuraban cruzando entre vehículos que intentaban esquivarlos.
Allá, en el centro de la hondonada,
entre los vapores sulfurosos de la contaminación, se destacaba la
maraña de una ciudad que se había tenido que hacer grande en un
espacio imposible. Entre curva y curva aparecía y desaparecía la
panorámica más icónica de La Paz bajo el gigantesco Illimani. La
autopista bajaba serpenteando y por fin se adentraba en el eje de la
vaguada que separaba los antiguos barrios coloniales. A la derecha lo
que fueron los poblados indios de extramuros, a la izquierda el
centro histórico colonial.
El centro bullía
activo aquella mañana de jueves cinco de julio. Los miles de
vehículos que invadían las calles se entrecruzaban en una especie
de baile de aproximaciones y escapes. Una foto fija de aquel día
resiste en mi memoria y es la de una pareja mestiza besándose
apasionadamente como en la foto de Robert Doisneau.
La Paz era, como muchas
ciudades del tercer mundo, un conjunto simultáneamente moderno y
antiguo, desordenado y ordenado, limpio y sucio, rico y pobre. Ciudad
de contradicciones, vital, fea, fría, ordenada, limpia y hermosa.
Cada ángulo era fruto de una situación, histórica, social o
económica y rincones impecables se alternaban con cuestas
polvorientas y grises. El centro casi no disponía de grandes
avenidas y las pocas que había solían ser empinadas. El eje
central de la hondonada era la parte más moderna y pulcra de La Paz.
Aunque mantenía en general el decoro y presencia de una capital, los
barrios se iban empinando arriba, arriba, arriba hasta perderse en la
maraña de antenas que sobresalían más allá de La Ceja. El plano
de La Paz, justo al contrario de lo que sucede en Barcelona, parecía
más bien el conjunto de arterias de un cuerpo. Las calles se
extiendían serpenteantes, en todas direcciones, y tan solo las
ordenadas calles de trazado colonial de la antigua ciudad criolla y
parte del centro parecían responder a criterios racionales. La Paz
era una ciudad que había crecido mal; demasiado rápidamente. En los
años transcurridos en el ya pasado siglo XX creció tanto que no se
planificó su desarrollo ordenado. Lo que en su día fue una ciudad
colonial de mediana importancia se fue viendo desbordada por la
invasión silenciosa de nativos en busca de una oportunidad lejos del
mísero terruño. Como un tumor fueron creciendo suburbios que subían
por las laderas hasta alcanzar otra vez el frío altiplano y perderse
en ese laberinto de avenidas polvorientas, misterioso para muchos
paceños blancos, que es el Alto.
En relativamente pocos
años a partir de 1492 los españoles se extendieron por toda
Sudamérica a la búsqueda de nuevos territorios. La codicia que les
llevaba más y más lejos les llevó tanto al descubrimiento de
nuevos territorios como a guerras civiles entre ellos mismos. En 1548
el capitán extremeño Alonso de Mendoza recibe la orden de encontrar
un lugar para fundar una ciudad que conmemorara el fin de las guerras
civiles peruanas.
Desde hacía diez años
los españoles visitaban un valle donde se situaba el pueblo indígena
de Chuquiago junto al río Choqueyapu. De hecho los
franciscanos, en su labor misionera, habían fundado en 1539 una
pequeña capilla. Los caciques Otorongo y Quirquincho
gobernaban dos ayllus de aquel valle de tierras aptas para la
agricultura y
cercanas al altiplano
más apto para la ganadería. Mendoza acompañado de 42 colonos llegó
el 20 de octubre de 1548 a La Laja arriba de La Ceja, pero el
clima más benigno y favorable les llevó a los tres días a situarse
en la hondonada.
En conmemoración del
fin de la guerra civil bautizaron la ciudad con el nombre de La Paz.
Un año más tarde el alarife (maestro de obras) Juan Gutiérrez
Paniagua trazó a cordel las calles a partir del núcleo de lo que
sería desde entonces La Plaza Mayor, hoy llamada plaza Murillo.
Todas las teorías urbanísticas renacentistas encontraron su
realización en la América colonial y La Paz se amoldó a ese
criterio racional tan parecido al de los antiguos campamentos de la
legión romana.
Pronto los barrios se
fueron llenando de casas, mansiones y palacios además de edificios
públicos y religiosos de estilo netamente español. La Paz se
convertía, por su situación geográfica y económica, en centro
importante en la cadena de ciudades mineras que unían Potosí con
Perú, tanto por su función de enlace como por su producción propia
de productos o la distribución de los que llegaban desde los Yungas.
Los españoles y los criollos vivían es una isla racialmente pura y
separada de los indígenas por puentes de madera que no se sabe bien
si unían o separaban sus destinos.
En el siglo XVIII la
ciudad había prosperado y contaba con 40.000 habitantes. En las
laderas del valle se habían aclimatado diferentes cultivos y
prosperaba la artesanía textil y la orfebrería. Fue entonces el
momento en que el indígena Tomás Katari se alzó en armas contra la
opresión blanca. En el contexto de la revuelta, a mediados de 1781,
Julián Apaza, que tomó el nombre de Tupak Katari, asedió con un
ejército indígena formado por 50.000 indios la ciudad de La Paz.
Atrincherados en la ciudad tras la muralla que construyeron para
defenderse consiguieron resistir el temible asedio. Finalmente fue
derrotado y su cuerpo descuartizado, pero aunque la revolución no
llegó a cuajar La Paz sufrió tantos daños en la contienda que su
fisonomía se vio definitivamente alterada.
A principios del siglo
XIX el poder español se fue diluyendo a la par que las ansias
independentistas iban aumentando en consonancia con el nuevo clima
revolucionario. El 16 de julio de 1809 Pedro Domingo Murillo entró
en la historia de Bolivia con su grito de independencia. Su revuelta
no triunfaría y donde hoy se halla su monumento en bronce antes
estuvo el cadalso donde fue ahorcado. La plaza Murillo era, durante
mi visita, el foro histórico paceño y entre las cuatro fachadas que
cerraban la plaza se sitúaban los edificios representativos del
poder terrenal y espiritual en Bolivia. Niños correteaban
persiguiendo a las palomas o subiéndose con irreverencia por la
enorme constitución de bronce que se situaba frente al monumento al
héroe que da nombre a la plaza.
El siglo XIX fue muy
complicado para la historia del Antiguo Alto Perú. En 1825,
alcanzada la independencia se inició un periodo de guerras
intestinas producidas tanto por las ansias de poder de pequeños
caudillos como por las rivalidades surgidas entre las ciudades del
nuevo estado. Sucre fue declarada capital en los inicios, pero las
luchas por el poder llevaron a convertir en 1899 la ciudad de La Paz
en capital administrativa.
Las fotos del museo Tambo Quirquincho
mostraban el aspecto de la ciudad de La Paz a principios del siglo
XX. Todavía entre las casas de una o dos plantas de altura se
distinguían las laderas arenosas libres de construcciones y con
escasos árboles. La Paz era una ciudad tranquila de gentes de
chistera y levita que usaba imponentes carros de caballos para
alternar con elegancia en el Prado. Las modas francesas se traían
puntualmente y proliferaban las elegantes casas burguesas que se
construían en los primeros ensanches.
Fue en el siglo XX,
especialmente en su segunda mitad cuando se produjo la invasión
silenciosa de gente venida del campo que revolvió las tranquilas
entrañas paceñas y convirtió la ciudad en lo que hoy es. Tanta
revuelta, guerra y desorden ha acabado en gran parte con el
patrimonio urbanístico histórico de La Paz y hoy la ciudad se
muestra carente en gran parte de una organización urbanística
racional. El centro creció en altura en la segunda mitad del siglo
XX y los barrios que rodean al Prado están jalonados de modernos e
impersonales rascacielos que contrastan en su modernidad con las
casitas que, colgadas de las cuestas cierran todos los horizontes
posibles. Como suele suceder es en esta parte más pulcra y moderna
donde tienen su sede muchas de las embajadas y edificios oficiales.
Desde el centro íbamos
descendiendo a los barrios elegantes de Calacoto e Irpavi.
La torre de San Alberto, del elegante barrio del mismo nombre,
destacaba con su colorido verdoso y rojizo sobre toda esta zona sur.
Aunque se veían trechos con edificaciones descuidadas poco a poco se
notaba un cambio en la calidad de las construcciones hasta que
finalmente se llegaba a la zona donde se ubican los barrios de la
clase alta paceña.
La entrada a Calacoto
se producía rodeando por uno de sus dos lados un parque donde
destacaba el elegante y conocido restaurante Gringo Limón. El
propietario del local, de origen tarijeño, era conocido por sus
programas en la televisión y recibía el sobrenombre de Gringo
por su aspecto rubio y desgarbado; netamente yankee. Las
avenidas eran ya rectas y cuidadas y sólo detalles como los trufis
(taxis de trayecto fijo), los pequeños minibuses o el trasiego
de cholas de acá para allá desmentía el aspecto estadounidense de
la zona. La sensación de orden y modernidad era aquí equiparable al
de cualquier ciudad occidental moderna: Un ubicuo local de la cadena
Mac Donalds, centros comerciales, bancos, tiendas de marca y
buenos coches. La Iglesia del barrio con su moderna cubierta de
dinámico hormigón antecedía una avenida rodeada de bancos,
restaurantes, videoclubs y toda la parafernalia de nuestro mundo
consumista y globalizado. Entre las viviendas unifamiliares de
Calacoto aparecía un conjunto urbanístico de edificios de
apartamentos ajardinados que recibía el nombre de Los Pinos
que casi, se diría, desentonaba con su modestia entre casas de altos
muros y elegante diseño.
Acá y allá pequeñas
garitas delante de las casas delataban la presencia de gente que
necesitaab, o creía necesitar, por su cargo, posición o riqueza la
protección de la policía boliviana, protección que pagaban al
precio del salario del funcionario en cuestión. Ya cerca de las
montañas, los barrios se iban acomodando a las sinuosidades del
terreno de multicolores tonalidades terrosas. Arriba del cerro la
llamada Muela del Diablo presidía todo el valle paceño. La
Muela era una inmensa mole de piedra con forma troncocónica llamada,
Chiar Jake u hombre negro en el idioma aymara. Era punto de
destino de las excursiones de los paceños que desafíaban sus
paredes empinadas para tener desde su cumbre una de las perspectivas
más espectaculares de La Paz.
La calle donde estaba
la vivienda de mis anfitriones era ligeramente ondulada, con un suelo
adoquinado que agitaba los coches. Se notaba que la vida se
desarrollaba tranquila y discreta tras las altas cercas que protegían
las viviendas de planta baja y piso de los robos. No se aparcaba
jamás en la calle ya que, a pesar de la policía que vigilaba todo
el día la vivienda de un personaje de la DEA (Organismo americano
contra la droga), el riesgo de robo era alto y se puedía acabar,
como poco, con el auto sobre el suelo sin ruedas.
Aquel miércoles
pasamos la tarde recorriendo La Paz en lo que para mi fue una primera
exploración de una ciudad de difícil orientación para el foráneo.
Hay ciudades que se comprenden en un simple paseo, pero la Paz es más
bien todo lo contrario. La sucesión de curvas y cuestas por donde se
extendía la ciudad era capaz de desorientar a cualquiera y se
necesitaban días y días de estancia para empezar a entender su
caprichoso trazado urbano. Creo que esta misma sensación de
desorientación se contagia a los recuerdos y hasta me resulta
difícil recordar orden, recorridos o tiempo de aquella primera
tarde.
Tras dejar Calacoto
accedimos al barrio de Irpavi para acompañar a Melva a la casa de
una amiga donde iba a una reunión social de esposas de militares de
entre tantas de su apretada agenda. Irpavi es otro de los barrios con
caché en La Paz. Encerrado en otro recodo del valle, su acceso se
realizaba por un estrecho puentecillo que salvaba un riachuelo junto
al Colegio Militar. Los jardines algo descuidados de esta institución
dejaban ver tras la vallas pistas deportivas entre árboles y una
tanqueta desvencijada que escalaba un pequeño montículo como en
acción de combate. Al otro lado un río de cauce yermo y pedregoso
arañaba los arenosos acantilados de un cerro de paredes verticales.
Sobre el cauce aparecían toscas chozas de paredes de decrépitos
desechos. Los parias de la sociedad paceña ocupaban cada rincón
libre por diminuto que fuera y sus ínfimos habitáculos aparecían
como la cara opuesta de la moneda en una zona como ésta con
edificaciones y calles elegantes.
Como quiera que al día
siguiente debíamos viajar a Coroico pasamos por el taller de Juan
Pablo, el mayor de los dos hijos de Willy, para ver el estado del
cuatro por cuatro que debíamos utilizar el día siguiente. Junto a
una amplia avenida, el taller estaba formado por un patio y un
edificio con varias alas. Los vehículos se situaban con bastante
orden en un taller pulcro donde nada estaba fuera de su sitio dejando
ver la personalidad del propietario. Juan Pablo era un hombre serio y
de conversación escueta. De piel cobriza y pelo negro, ya ralo más
arriba de su frente, usaba lentes que le daban aspecto de profesor.
Todo su cuerpo era de formas redondeadas que cuadraban bien con su
personalidad taciturna y bondadosa. Muy religioso por su vinculación
con el Opus Dei vivía dedicado a su trabajo, del cual se notaba
enamorado. En la oficina y su antesala estampas y motivos religiosos
dejaban ver sin disimulo una concepción de la fe católica muy
tradicional. Juan Pablo era de esas personas que vive su profesión
con vocación. Se le notaba el afán por superarse y estar al día en
las nuevas técnicas. Había montado una pequeña aula e impartía
cursillos de mecánica avanzada con el mismo fervor como transmitía
su catolicismo. Trataba a los vehículos con la parsimonia de un
médico cuando ausculta a sus pacientes y si observaba una avería
fruto de una mala conducción, amonestaba con parecida severidad con
la que un facultativo censura a un padre por haber dejado que el hijo
se atiborre a dulces. Era como el padre que riñe con voz suave a un
hijo pero con tal autoridad que hace sentirse culpable. Juan Pablo
tenía por entonces ya, como suele ser típico entre los miembros del
Opus, una larga familia con cinco niños. El día que llegué estaban
los tres mayores por la oficina. A su mujer arquitecta de formación
pero madre y ama de casa por vocación no llegaría a conocerla.
Al acabar en el taller
cambiamos el Hyundai urbano que habíamos utilizado hasta ese momento
por el todo terreno y subimos al centro a recoger un carrete
fotográfico. Willy me iba situando en los diferentes lugares: -Mira
allá es el hospital militar o ese es el cuartel tal..., ese edificio
es de la universidad, mira en ese restaurante hacen tal comida, es
muy popular- . Fue así como llegamos por primera vez en mi viaje a
la Plaza Murillo. Como suele suceder en muchas ciudades el eje de lo
que se puede llamar centro se sitúa entre dos plazas. La
Plaza Murillo es el centro de poder y centro histórico, mientras que
la amplia plaza de San Francisco es lugar más populoso y activo.
La Plaza Murillo aparecía activa y
dinámica iluminada por la luz cálida de una tarde de invierno.
Aparcamos frente al hotel París, uno de los más tradicionales e
históricos de La Paz. Las calles que salían de la plaza mostraban
un aspecto familiarmente hispano que contrastaba con el ambiente
republicano más afrancesado de los edificios sede de poder. Al otro
lado de la plaza la catedral neoclásica con sus cúpulas de color
plomizo y su simetría ordenada le daba el toque elegante que
necesita una ciudad para denotar su importancia. Iniciada en 1835
por el franciscano catalán Manuel Sanahuja no se llegó a finalizar
hasta bien entrado el siglo XX. Junto al poder fáctico de la Iglesia
Católica el poder terrenal representado por el Palacio de Gobierno
con su guardia de soldados mucho menos hieráticos que sus
equivalentes londinenses. Cerraba la plaza el Palacio legislativo de
estilo neobarroco francés. De fachada simétrica con pórtico de
columnas corintias y frontón triangular tenía la apariencia pomposa
que mejor se adecuaba a su función. Ambos edificios estaban
pintados en blanco y ocre lo cual daba a la plaza con la luz de la
tarde un aspecto mucho más acogedor.
En nuestra vuelta a
Irpavi, otra vez a por Melva, bajamos por las serpenteantes vías
mientras Willy, atento en su papel de guía local, me iba explicando
y aclarando todo aquello que parecía interesante. Si en algo destaca
la ciudad de La Paz es por su enorme altura que la convierte en la
capital más alta del mundo con sus más de 3600 metros. Es
justamente esto lo que la hace lugar idóneo donde acuden muchos
equipos de diversas disciplinas deportivas a realizar sus
entrenamientos con el fin de aumentar de forma natural la presencia
de glóbulos rojos en su sangre. Precisamente durante mi estancia se
intentó, y creo que finalmente se pudo conseguir en un segundo
intento, jugar un partido de fútbol en lo alto del volcán Sajama.
La altura de La Paz provoca además efectos en los visitantes
foráneos que reciben el nombre de Sorojche. Como si de una
cobaya experimental se tratara, mis conocidos me miraban con
curiosidad a ver si se manifestaban los efectos del mal de la altura.
A mediodía me hicieron probar una infusión verdosa con hojitas de
unos dos centímetros que flotaban por el líquido. Se trataba de un
mate de coca. La falta de presión y menor densidad del aire
provoca diferentes efectos en los seres humanos no acostumbrados y en
cada persona se manifiesta de una manera determinada. Hay en
principio unas pastillas para combatir el Sorojche pero son remedios
mucho más caseros y más efectivos aquellos que se basan en la hoja
de coca. Este remedio natural se toma habitualmente en Bolivia de dos
formas básicas, en forma de infusión, aquí llamada mate o en forma
de bola que se disuelve lentamente en la boca bajo la mejilla. Fui
afortunado ya que en ninguna de las ocasiones en que pasé por la Paz
noté un malestar especialmente molesto. Sí es cierto que padecí de
migraña y algo de insomnio en la primera noche, pero no se si
atribuirlo a los efectos de la altura o al cambio de horarios o el
ajuste de mi cuerpo a un nuevo país, nuevo clima y nueva
alimentación. Otro de los efectos derivados del Sorojche se
manifestaba al ascender las empinadas cuestas callejeras de La Paz.
Aunque no había sensación de falta de aire se notaba que el corazón
bombeaba con ganas para dominar un cansancio mucho más pegajoso que
el que se nota a nivel del mar.
Llegados de vuelta a
Irpavi aparcamos a la puerta de una casa de varios apartamentos con
pequeño jardín en el lateral. Llamando al timbre salieron Melva y
una amiga. Ésta, tras saludarme con mucha simpatía, preguntó por
mi estado como si de un enfermo convaleciente se tratara. No me
dejaron que les ayudara a acarrear unos bultos por precaución ante
el posible efecto de la altura. Yo entre cauto y algo irónico por
tanto cuidado me quedé quieto mientras ellas se afanaban en subir
los archivos de la asociación de Mujeres de Diplomados de Estado
Mayor.
Melva es una mujer de
activa vida social. Estos años ha venido presidiendo la coordinadora
de asociaciones de esposas de militares de Bolivia. En el momento en
que yo visitaba La Paz ella intentaba hacer un traslado de poderes de
la asociación de Mujeres de Diplomados de Estado Mayor que hasta el
momento había presidido. Melva es una gran mujer. A la vez tierna y
afectuosa, elegante y discreta es una mujer que ha sabido sobrellevar
la vida incierta y aventurera que la vida militar conlleva. Melva es
nieta por parte de madre de uno de los barones del estaño
Bolivianos. Decir que se desciende de la familia Aramayo en Bolivia
es casi tanto como decir que se es de la familia de la Duquesa de
Alba o del conde de Romanones en España.
Melva, según ella misma confesó,
tuvo una infancia feliz y protegida. Su amor por sus padres era tan
grande que le costó asumir la pérdida del suyo con una depresión
que arrastró durante meses. Me contaba Willy cómo jugaban de novios
a engañar con tretas inocentes a los padres de ella para poder
encontrarse a solas. Los padres de Melva, con la sensatez de la edad
y el cariño a su hija, le previnieron ante la vida que le esperaba
con un militar. Pero bien al contrario, sin hacer caso a la opinión
paterna se casó con el apuesto soldado para padecer bien pronto las
comidas de rancho, los traslados, los remotos destinos y las
ausencias, siempre al son de la carrera de su marido. Tuvieron que
ser años de dura prueba para esta mujer criada entre algodones.
Anécdotas que cacé al vuelo me hablaban de una mujer valiente y
decidida que siguió a su esposo hasta los lugares más recónditos
de la geografía boliviana: desde la zona tropical hasta la fría y
esteparia Colcha K. Willy me hablaba de un destino en la selva, de
una casa con suelo de tierra y ratas correteando por las vigas, de la
llegada a un remoto pueblo habiendo perdido todo el equipaje y
cargando con dos niños que debían dormir en un banco. Sí, debió
ser difícil superar todos aquellos años para una mujer como Melva.
El tiempo le ha ido devolviendo a la vida más pacífica de una mujer
de mundo.. Pero esta mujer de pelo rizado, ojos rasgados que chispean
cuando ríe y piel cobriza aporta tanto la sonrisa como ese papel tan
discreto, tan de retaguardia, pero tan fundamental como es el de
madre en esta familia de hombres.
En realidad Willy y
ella forman una pareja bien relacionada no sólo en La Paz, sino en
la mayoría de las grandes ciudades de Bolivia. La carrera de Willy
les llevó por todo el país y con el progresivo ascenso en su
carrera militar tuvieron relación con las clases dirigentes
bolivianas tanto como con las de los países vecinos. Recuerdo la
aprensión que sentí al ver a Melva en traje de gala posando en una
antigua foto con un orgulloso Pinochet de bigote grisáceo y uniforme
plateado. Para ellos el infame general no dejaba de ser un gran
hombre de estado caído en desgracia por culpa de la actitud de
ciertos personajillos que no reconocían su papel patriótico. Me
recordaban así la actitud que he visto adoptan los familiares de los
asesinos nazis o de los dictadores. Todos recuerdan al abuelo o al
amigo como alguien afable y educado y no en la faceta siniestra. Esta
me parecía la actitud de mis amigos: Ellos lo habían conocido
personalmente, estuvieron compartiendo un momento de su vida con
cierta camaradería. Para ellos no era Pinochet el asesino de tantos
y tantos demócratas, sino el patriota que acabó con la amenaza
comunista en Chile. Al final cada persona, incluidos los peores
asesinos, somos la eterna dualidad entre el Doctor Jeckyll y Mister
Hyde. Depende de la faceta del cristal que miremos tenemos una
perspectiva diferente de la persona. Viendo las imágenes decrépitas
del viejo tirano en su silla de ruedas resulta demasiado fácil caer
en la tentación de olvidar las palabras de desprecio ante un
Salvador Allende dando su vida en la chilena Casa de La Moneda.
En Irpavi empezaba a hacer frío
recordándome que en Bolivia Julio es un mes de pleno invierno. La
afable amiga de Melva me miró con mucha simpatía y me previno ante
las frías temperaturas que padeceríamos en Uyuni al ver que la
bajada de temperatura me empezaba a afectar. Ya era de noche cuando
volvimos al centro nuevamente en un trayecto que viene a durar
siempre cerca de quince minutos. Paramos a repostar en una estación
de servicio y mientras llenábamos el depósito vimos en las
cercanías centenares de jóvenes de edad y procedencia universitaria
que bailaban en una explanada aneja a un estadio. Melva y yo nos
acercamos mientras me explicaba que era un lugar donde ensayaban los
típicos bailes de los desfiles que de iban a realizar en las
siguientes semanas. Formando comparsas y al son de enormes
radiocasetes bailaban, con gran energía y a grandes saltos, piezas
características del folklore boliviano, mientras muchos más se
entretenían por los alrededores charlando. No iban ataviados de
forma especial. Tan sólo algunas de las muchachas llevaban puesta
sobre los pantalones una escueta faldita de volantes que agitaban con
gracia al contornear la cintura. Los días festivos desfilan, esta
vez ya mostrando las piernas con coquetería femenina. Es curioso
cómo todas las sociedades se permiten un cierto erotismo asociado a
las fiestas pero imposible en los lugares y en los días normales. El
vestido, de brillantes telas y gracioso bombín, permite ver las
piernas y la braguita en su movimiento, incitando a ver algo que es
habitual en cualquier playa como algo que adquiere el encanto de lo
entrevisto o enseñado a medias.
Ajenos al frío de la noche paceña
todos se entregaban a su baile con pasión y alegría juveniles.
Parado unos minutos no pude al final sustraerme al frío que caía
como una losa y así me volví al coche.
Estaba próximo ya el
final del día. Tan solo quedaba ir a ver el pequeño local, boliche
le llaman aquí de mi amigo Mauricio. Subimos pues a Sopocachi Alto y
aparcamos frente al pequeño cibercafé de mi amigo. Con ese afecto y
esas bromas siempre subidas de tono, con ese jugar a ofendernos sin
hacerlo, que hacen los viejos amigos, nos dimos un abrazo recuperando
ese contacto físico que une a las personas que se estiman y se
respetan. Mauricio era un hombretón alto y corpulento de piel morena
y lentes redondas. Su gran cabeza de frente despejada y calva
incipiente venía cada vez más acompañada de las canas que como un
ejército llegan a las sienes de los treintañeros que postulan para
cuarentones. Mala cosa es percibir el paso del tiempo en nuestros
amigos: de ahí a recordar la nuestra sólo hay un paso.
Ya parecen lejanos los
tiempos en que nos conocimos a través de Internet. Mi hija era
todavía un bebé que no debía de salir de casa muy pronto así que
de ocho a nueve de la mañana me entretenía charlando con el viejo
programa de telefonía iphone. En una de tantas ocasiones nos
conocimos y confraternizamos tanto por cuestiones de interés
profesional como por empatía en lo personal. Por entonces Mauricio
estaba casado con una cochabambina de nombre Claudia y tenía, como
yo, una niña de poco tiempo. Poco a poco nos fuimos conociendo con
esa sinceridad y camaradería que facilita Internet. Mauricio
trabajaba como diseñador de una compañía de productos informáticos
llamada Techmedia y aunque se podía permitir un alto nivel de vida
estaba solo porque su mujer no fue capaz de aguantar la soledad
americana.
Con los años fuimos
compartiendo muchas horas y confidencias y nuestra amistad fue
consolidándose. Mauricio vino a Gandía en mayo de 1998 y pasó dos
semanas con nosotros. Para él creo que España fue un descubrimiento
como para mí lo ha sido Bolivia. Fruto de este viaje fue su
invitación y mi sueño de llegar a visitar su tierra. Cuando llegué
a Bolivia encontré a un Mauricio mucho más grueso que el que estuvo
en España y todavía más que el que posaba en las fotos de la
californiana playa de Hutington Beach. Su relación con su
primera mujer era ya cosa del pasado y su hija Melissa un cariño
siempre demasiado lejano. Mauricio había empezado desde hacía meses
una nueva vida con Mabel una arquitecta divorciada con tres hijos.
Los últimos meses no estaban resultando muy favorables para la
pareja ya que la crisis económica había hecho mella en el sector de
la construcción y se había visto en el paro. Por otro lado Mauricio
había sido despedido de su puesto de jefe de diseño de una empresa
textil una vez éste había montada toda la infraestructura y
organizados los equipos de diseño, cediendo la empresa su puesto a
uno de los empleados de menor sueldo formados por mi amigo. Como
salida, provisional en principio, habían abierto un cibercafé y
estaban en trance de abrir otro en los días en que yo estuve en La
Paz. Al verlo ahí metido en su pequeño local de luces de neón y
clientes quinceañeros lo sentí como fuera de lugar para un hombre
con su formación.
Con muy buen humor
arremetía contra mí y mi acento español cargado de tantas ce y
zetas que nos hace imposible pasar por nativos en Bolivia. Mabel reía
con simpatía las bromas de Mauricio recibiéndome con mucha
cordialidad. Hasta ese momento sólo la conocía por fotos y
referencias.
Mabel era también hija
de militares y como Mauricio tampoco había acabado de encontrar su
estabilidad personal. Era una mujer temperamentvoll como dicen
los alemanes. Todo era emoción, sentimiento y pasión que
contrastaban con su eficiencia y poderío en el mundo machista de
las obras de construcción. Mauricio me decía que sabía tratar con
autoridad a los obreros, entiendía su mentalidad y sabía imponerse
en un mundo donde las mujeres eran especie rara. Mabel era de esas
mujeres que más que hermosa es atractiva, con mirada fuerte y
decidida y una posible fragilidad oculta tras un genio de Enfant
terrible.
Por fin nos despedimos
en la confianza de nuevos encuentros. Fin del primer acto. Final del
día más largo. Mi primer día en La Paz. Día interminable iniciado
en algún lugar sobre el Atlántico, que amaneció en Sao Paulo, que
tuvo un mediodía cruceño y tarde paceña, jalonado de comidas,
cenas y desayunos desordenados según los husos horarios. Este largo
día acababa entre las intrincadas cuestas paceñas, ya por fin,
entre viejos amigos y nuevos encontrados.
Comentarios
Publicar un comentario