Bolivia, la línea del cielo. La Paz, primeras instantáneas

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Invadir mis reinos vi/ a esa gente aventurera,/ corto su número era/
y paso franco lo abrí./ Y ella siguió sin misterio/ cruzando montes y llanos/
hasta el corazón de mi Imperio./Mas ¡Ah! Si al creer verdad,/
lo que es fingido abandono/ osa llegar a mi trono/ y ofender la majestad/
¡que de un Dios imagen es!/ Entonces, su esfuerzo mismo,/
le ha de hundir en el abismo/ que estoy abriendo a sus pies.

Monólogo de Atahualpa
Pizarro o La conquista del Perú de Leandro Tomás Pastor.



Mi llegada a la Paz por aire me permitió tener una primera vista privilegiada de una ciudad extraña como pocas. Era una estructura semejante a un gran teatro griego donde las gradas eran las casas de los barrios bajos y el escenario el moderno centro plagado de edificios. Toda la hondonada aparecía como un cráter al finalizar el altiplano y se derrumbaba bruscamente en un risco quebrado que allá se le llamaba La Ceja. Cada pequeña arruga del terreno, cada espacio que no era totalmente vertical, se aprovechaba para situar un barrio de casitas aferradas a la ladera entre tortuosas calles de empinada pendiente. Daba la impresión de que muchos de estos arrabales se desmoronarían en un día de fuerte lluvia y acabarían en un torrente de lodo y piedras en el fondo del valle enterrando bajo las arenas otro barrio. Como en ninguna ciudad en La Paz se daba la contradicción que los barrios altos eran los bajos y los barrios bajos estaban precisamente en El Alto. Las mejores perspectivas de la ciudad las debían tener esas construcciones de ladrillo desnudo, más que visto, perpetuamente inacabadas para esquivar los impuestos, que se colgaban de forma inverosímil aferrados a los pardos acantilados.

Al acceder a la Paz desde el aeropuerto se descendía por la autopista entre barrios destartalados que se apiñaban promiscuamente. De trecho en trecho se veían pequeños bosquecillos de eucaliptos, que era el único árbol que resistía tanta aridez, como única referencia verde del paisaje. Puentes peatonales cruzaban la autopista como arterias del trasiego de gente que siempre, en fila de hormigas, parecía bajar y nunca subir desde la ciudad. La valla de tela metálica oxidada que debía encerrar la autopista se retorcía cada trecho para abrirse y permitir el paso de los peatones que como kamikaces se apresuraban cruzando entre vehículos que intentaban esquivarlos.

Allá, en el centro de la hondonada, entre los vapores sulfurosos de la contaminación, se destacaba la maraña de una ciudad que se había tenido que hacer grande en un espacio imposible. Entre curva y curva aparecía y desaparecía la panorámica más icónica de La Paz bajo el gigantesco Illimani. La autopista bajaba serpenteando y por fin se adentraba en el eje de la vaguada que separaba los antiguos barrios coloniales. A la derecha lo que fueron los poblados indios de extramuros, a la izquierda el centro histórico colonial.

El centro bullía activo aquella mañana de jueves cinco de julio. Los miles de vehículos que invadían las calles se entrecruzaban en una especie de baile de aproximaciones y escapes. Una foto fija de aquel día resiste en mi memoria y es la de una pareja mestiza besándose apasionadamente como en la foto de Robert Doisneau.

La Paz era, como muchas ciudades del tercer mundo, un conjunto simultáneamente moderno y antiguo, desordenado y ordenado, limpio y sucio, rico y pobre. Ciudad de contradicciones, vital, fea, fría, ordenada, limpia y hermosa. Cada ángulo era fruto de una situación, histórica, social o económica y rincones impecables se alternaban con cuestas polvorientas y grises. El centro casi no disponía de grandes avenidas y las pocas que había solían ser empinadas. El eje central de la hondonada era la parte más moderna y pulcra de La Paz. Aunque mantenía en general el decoro y presencia de una capital, los barrios se iban empinando arriba, arriba, arriba hasta perderse en la maraña de antenas que sobresalían más allá de La Ceja. El plano de La Paz, justo al contrario de lo que sucede en Barcelona, parecía más bien el conjunto de arterias de un cuerpo. Las calles se extiendían serpenteantes, en todas direcciones, y tan solo las ordenadas calles de trazado colonial de la antigua ciudad criolla y parte del centro parecían responder a criterios racionales. La Paz era una ciudad que había crecido mal; demasiado rápidamente. En los años transcurridos en el ya pasado siglo XX creció tanto que no se planificó su desarrollo ordenado. Lo que en su día fue una ciudad colonial de mediana importancia se fue viendo desbordada por la invasión silenciosa de nativos en busca de una oportunidad lejos del mísero terruño. Como un tumor fueron creciendo suburbios que subían por las laderas hasta alcanzar otra vez el frío altiplano y perderse en ese laberinto de avenidas polvorientas, misterioso para muchos paceños blancos, que es el Alto.

En relativamente pocos años a partir de 1492 los españoles se extendieron por toda Sudamérica a la búsqueda de nuevos territorios. La codicia que les llevaba más y más lejos les llevó tanto al descubrimiento de nuevos territorios como a guerras civiles entre ellos mismos. En 1548 el capitán extremeño Alonso de Mendoza recibe la orden de encontrar un lugar para fundar una ciudad que conmemorara el fin de las guerras civiles peruanas.

Desde hacía diez años los españoles visitaban un valle donde se situaba el pueblo indígena de Chuquiago junto al río Choqueyapu. De hecho los franciscanos, en su labor misionera, habían fundado en 1539 una pequeña capilla. Los caciques Otorongo y Quirquincho gobernaban dos ayllus de aquel valle de tierras aptas para la agricultura y
cercanas al altiplano más apto para la ganadería. Mendoza acompañado de 42 colonos llegó el 20 de octubre de 1548 a La Laja arriba de La Ceja, pero el clima más benigno y favorable les llevó a los tres días a situarse en la hondonada.

En conmemoración del fin de la guerra civil bautizaron la ciudad con el nombre de La Paz. Un año más tarde el alarife (maestro de obras) Juan Gutiérrez Paniagua trazó a cordel las calles a partir del núcleo de lo que sería desde entonces La Plaza Mayor, hoy llamada plaza Murillo. Todas las teorías urbanísticas renacentistas encontraron su realización en la América colonial y La Paz se amoldó a ese criterio racional tan parecido al de los antiguos campamentos de la legión romana.

Pronto los barrios se fueron llenando de casas, mansiones y palacios además de edificios públicos y religiosos de estilo netamente español. La Paz se convertía, por su situación geográfica y económica, en centro importante en la cadena de ciudades mineras que unían Potosí con Perú, tanto por su función de enlace como por su producción propia de productos o la distribución de los que llegaban desde los Yungas. Los españoles y los criollos vivían es una isla racialmente pura y separada de los indígenas por puentes de madera que no se sabe bien si unían o separaban sus destinos.

En el siglo XVIII la ciudad había prosperado y contaba con 40.000 habitantes. En las laderas del valle se habían aclimatado diferentes cultivos y prosperaba la artesanía textil y la orfebrería. Fue entonces el momento en que el indígena Tomás Katari se alzó en armas contra la opresión blanca. En el contexto de la revuelta, a mediados de 1781, Julián Apaza, que tomó el nombre de Tupak Katari, asedió con un ejército indígena formado por 50.000 indios la ciudad de La Paz. Atrincherados en la ciudad tras la muralla que construyeron para defenderse consiguieron resistir el temible asedio. Finalmente fue derrotado y su cuerpo descuartizado, pero aunque la revolución no llegó a cuajar La Paz sufrió tantos daños en la contienda que su fisonomía se vio definitivamente alterada.

A principios del siglo XIX el poder español se fue diluyendo a la par que las ansias independentistas iban aumentando en consonancia con el nuevo clima revolucionario. El 16 de julio de 1809 Pedro Domingo Murillo entró en la historia de Bolivia con su grito de independencia. Su revuelta no triunfaría y donde hoy se halla su monumento en bronce antes estuvo el cadalso donde fue ahorcado. La plaza Murillo era, durante mi visita, el foro histórico paceño y entre las cuatro fachadas que cerraban la plaza se sitúaban los edificios representativos del poder terrenal y espiritual en Bolivia. Niños correteaban persiguiendo a las palomas o subiéndose con irreverencia por la enorme constitución de bronce que se situaba frente al monumento al héroe que da nombre a la plaza.

El siglo XIX fue muy complicado para la historia del Antiguo Alto Perú. En 1825, alcanzada la independencia se inició un periodo de guerras intestinas producidas tanto por las ansias de poder de pequeños caudillos como por las rivalidades surgidas entre las ciudades del nuevo estado. Sucre fue declarada capital en los inicios, pero las luchas por el poder llevaron a convertir en 1899 la ciudad de La Paz en capital administrativa.

Las fotos del museo Tambo Quirquincho mostraban el aspecto de la ciudad de La Paz a principios del siglo XX. Todavía entre las casas de una o dos plantas de altura se distinguían las laderas arenosas libres de construcciones y con escasos árboles. La Paz era una ciudad tranquila de gentes de chistera y levita que usaba imponentes carros de caballos para alternar con elegancia en el Prado. Las modas francesas se traían puntualmente y proliferaban las elegantes casas burguesas que se construían en los primeros ensanches.

Fue en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad cuando se produjo la invasión silenciosa de gente venida del campo que revolvió las tranquilas entrañas paceñas y convirtió la ciudad en lo que hoy es. Tanta revuelta, guerra y desorden ha acabado en gran parte con el patrimonio urbanístico histórico de La Paz y hoy la ciudad se muestra carente en gran parte de una organización urbanística racional. El centro creció en altura en la segunda mitad del siglo XX y los barrios que rodean al Prado están jalonados de modernos e impersonales rascacielos que contrastan en su modernidad con las casitas que, colgadas de las cuestas cierran todos los horizontes posibles. Como suele suceder es en esta parte más pulcra y moderna donde tienen su sede muchas de las embajadas y edificios oficiales.

Desde el centro íbamos descendiendo a los barrios elegantes de Calacoto e Irpavi. La torre de San Alberto, del elegante barrio del mismo nombre, destacaba con su colorido verdoso y rojizo sobre toda esta zona sur. Aunque se veían trechos con edificaciones descuidadas poco a poco se notaba un cambio en la calidad de las construcciones hasta que finalmente se llegaba a la zona donde se ubican los barrios de la clase alta paceña.

La entrada a Calacoto se producía rodeando por uno de sus dos lados un parque donde destacaba el elegante y conocido restaurante Gringo Limón. El propietario del local, de origen tarijeño, era conocido por sus programas en la televisión y recibía el sobrenombre de Gringo por su aspecto rubio y desgarbado; netamente yankee. Las avenidas eran ya rectas y cuidadas y sólo detalles como los trufis (taxis de trayecto fijo), los pequeños minibuses o el trasiego de cholas de acá para allá desmentía el aspecto estadounidense de la zona. La sensación de orden y modernidad era aquí equiparable al de cualquier ciudad occidental moderna: Un ubicuo local de la cadena Mac Donalds, centros comerciales, bancos, tiendas de marca y buenos coches. La Iglesia del barrio con su moderna cubierta de dinámico hormigón antecedía una avenida rodeada de bancos, restaurantes, videoclubs y toda la parafernalia de nuestro mundo consumista y globalizado. Entre las viviendas unifamiliares de Calacoto aparecía un conjunto urbanístico de edificios de apartamentos ajardinados que recibía el nombre de Los Pinos que casi, se diría, desentonaba con su modestia entre casas de altos muros y elegante diseño.

Acá y allá pequeñas garitas delante de las casas delataban la presencia de gente que necesitaab, o creía necesitar, por su cargo, posición o riqueza la protección de la policía boliviana, protección que pagaban al precio del salario del funcionario en cuestión. Ya cerca de las montañas, los barrios se iban acomodando a las sinuosidades del terreno de multicolores tonalidades terrosas. Arriba del cerro la llamada Muela del Diablo presidía todo el valle paceño. La Muela era una inmensa mole de piedra con forma troncocónica llamada, Chiar Jake u hombre negro en el idioma aymara. Era punto de destino de las excursiones de los paceños que desafíaban sus paredes empinadas para tener desde su cumbre una de las perspectivas más espectaculares de La Paz.

La calle donde estaba la vivienda de mis anfitriones era ligeramente ondulada, con un suelo adoquinado que agitaba los coches. Se notaba que la vida se desarrollaba tranquila y discreta tras las altas cercas que protegían las viviendas de planta baja y piso de los robos. No se aparcaba jamás en la calle ya que, a pesar de la policía que vigilaba todo el día la vivienda de un personaje de la DEA (Organismo americano contra la droga), el riesgo de robo era alto y se puedía acabar, como poco, con el auto sobre el suelo sin ruedas.

Aquel miércoles pasamos la tarde recorriendo La Paz en lo que para mi fue una primera exploración de una ciudad de difícil orientación para el foráneo. Hay ciudades que se comprenden en un simple paseo, pero la Paz es más bien todo lo contrario. La sucesión de curvas y cuestas por donde se extendía la ciudad era capaz de desorientar a cualquiera y se necesitaban días y días de estancia para empezar a entender su caprichoso trazado urbano. Creo que esta misma sensación de desorientación se contagia a los recuerdos y hasta me resulta difícil recordar orden, recorridos o tiempo de aquella primera tarde.

Tras dejar Calacoto accedimos al barrio de Irpavi para acompañar a Melva a la casa de una amiga donde iba a una reunión social de esposas de militares de entre tantas de su apretada agenda. Irpavi es otro de los barrios con caché en La Paz. Encerrado en otro recodo del valle, su acceso se realizaba por un estrecho puentecillo que salvaba un riachuelo junto al Colegio Militar. Los jardines algo descuidados de esta institución dejaban ver tras la vallas pistas deportivas entre árboles y una tanqueta desvencijada que escalaba un pequeño montículo como en acción de combate. Al otro lado un río de cauce yermo y pedregoso arañaba los arenosos acantilados de un cerro de paredes verticales. Sobre el cauce aparecían toscas chozas de paredes de decrépitos desechos. Los parias de la sociedad paceña ocupaban cada rincón libre por diminuto que fuera y sus ínfimos habitáculos aparecían como la cara opuesta de la moneda en una zona como ésta con edificaciones y calles elegantes.


Como quiera que al día siguiente debíamos viajar a Coroico pasamos por el taller de Juan Pablo, el mayor de los dos hijos de Willy, para ver el estado del cuatro por cuatro que debíamos utilizar el día siguiente. Junto a una amplia avenida, el taller estaba formado por un patio y un edificio con varias alas. Los vehículos se situaban con bastante orden en un taller pulcro donde nada estaba fuera de su sitio dejando ver la personalidad del propietario. Juan Pablo era un hombre serio y de conversación escueta. De piel cobriza y pelo negro, ya ralo más arriba de su frente, usaba lentes que le daban aspecto de profesor. Todo su cuerpo era de formas redondeadas que cuadraban bien con su personalidad taciturna y bondadosa. Muy religioso por su vinculación con el Opus Dei vivía dedicado a su trabajo, del cual se notaba enamorado. En la oficina y su antesala estampas y motivos religiosos dejaban ver sin disimulo una concepción de la fe católica muy tradicional. Juan Pablo era de esas personas que vive su profesión con vocación. Se le notaba el afán por superarse y estar al día en las nuevas técnicas. Había montado una pequeña aula e impartía cursillos de mecánica avanzada con el mismo fervor como transmitía su catolicismo. Trataba a los vehículos con la parsimonia de un médico cuando ausculta a sus pacientes y si observaba una avería fruto de una mala conducción, amonestaba con parecida severidad con la que un facultativo censura a un padre por haber dejado que el hijo se atiborre a dulces. Era como el padre que riñe con voz suave a un hijo pero con tal autoridad que hace sentirse culpable. Juan Pablo tenía por entonces ya, como suele ser típico entre los miembros del Opus, una larga familia con cinco niños. El día que llegué estaban los tres mayores por la oficina. A su mujer arquitecta de formación pero madre y ama de casa por vocación no llegaría a conocerla.

Al acabar en el taller cambiamos el Hyundai urbano que habíamos utilizado hasta ese momento por el todo terreno y subimos al centro a recoger un carrete fotográfico. Willy me iba situando en los diferentes lugares: -Mira allá es el hospital militar o ese es el cuartel tal..., ese edificio es de la universidad, mira en ese restaurante hacen tal comida, es muy popular- . Fue así como llegamos por primera vez en mi viaje a la Plaza Murillo. Como suele suceder en muchas ciudades el eje de lo que se puede llamar centro se sitúa entre dos plazas. La Plaza Murillo es el centro de poder y centro histórico, mientras que la amplia plaza de San Francisco es lugar más populoso y activo.

La Plaza Murillo aparecía activa y dinámica iluminada por la luz cálida de una tarde de invierno. Aparcamos frente al hotel París, uno de los más tradicionales e históricos de La Paz. Las calles que salían de la plaza mostraban un aspecto familiarmente hispano que contrastaba con el ambiente republicano más afrancesado de los edificios sede de poder. Al otro lado de la plaza la catedral neoclásica con sus cúpulas de color plomizo y su simetría ordenada le daba el toque elegante que necesita una ciudad para denotar su importancia. Iniciada en 1835 por el franciscano catalán Manuel Sanahuja no se llegó a finalizar hasta bien entrado el siglo XX. Junto al poder fáctico de la Iglesia Católica el poder terrenal representado por el Palacio de Gobierno con su guardia de soldados mucho menos hieráticos que sus equivalentes londinenses. Cerraba la plaza el Palacio legislativo de estilo neobarroco francés. De fachada simétrica con pórtico de columnas corintias y frontón triangular tenía la apariencia pomposa que mejor se adecuaba a su función. Ambos edificios estaban pintados en blanco y ocre lo cual daba a la plaza con la luz de la tarde un aspecto mucho más acogedor.

En nuestra vuelta a Irpavi, otra vez a por Melva, bajamos por las serpenteantes vías mientras Willy, atento en su papel de guía local, me iba explicando y aclarando todo aquello que parecía interesante. Si en algo destaca la ciudad de La Paz es por su enorme altura que la convierte en la capital más alta del mundo con sus más de 3600 metros. Es justamente esto lo que la hace lugar idóneo donde acuden muchos equipos de diversas disciplinas deportivas a realizar sus entrenamientos con el fin de aumentar de forma natural la presencia de glóbulos rojos en su sangre. Precisamente durante mi estancia se intentó, y creo que finalmente se pudo conseguir en un segundo intento, jugar un partido de fútbol en lo alto del volcán Sajama. La altura de La Paz provoca además efectos en los visitantes foráneos que reciben el nombre de Sorojche. Como si de una cobaya experimental se tratara, mis conocidos me miraban con curiosidad a ver si se manifestaban los efectos del mal de la altura. A mediodía me hicieron probar una infusión verdosa con hojitas de unos dos centímetros que flotaban por el líquido. Se trataba de un mate de coca. La falta de presión y menor densidad del aire provoca diferentes efectos en los seres humanos no acostumbrados y en cada persona se manifiesta de una manera determinada. Hay en principio unas pastillas para combatir el Sorojche pero son remedios mucho más caseros y más efectivos aquellos que se basan en la hoja de coca. Este remedio natural se toma habitualmente en Bolivia de dos formas básicas, en forma de infusión, aquí llamada mate o en forma de bola que se disuelve lentamente en la boca bajo la mejilla. Fui afortunado ya que en ninguna de las ocasiones en que pasé por la Paz noté un malestar especialmente molesto. Sí es cierto que padecí de migraña y algo de insomnio en la primera noche, pero no se si atribuirlo a los efectos de la altura o al cambio de horarios o el ajuste de mi cuerpo a un nuevo país, nuevo clima y nueva alimentación. Otro de los efectos derivados del Sorojche se manifestaba al ascender las empinadas cuestas callejeras de La Paz. Aunque no había sensación de falta de aire se notaba que el corazón bombeaba con ganas para dominar un cansancio mucho más pegajoso que el que se nota a nivel del mar.

Llegados de vuelta a Irpavi aparcamos a la puerta de una casa de varios apartamentos con pequeño jardín en el lateral. Llamando al timbre salieron Melva y una amiga. Ésta, tras saludarme con mucha simpatía, preguntó por mi estado como si de un enfermo convaleciente se tratara. No me dejaron que les ayudara a acarrear unos bultos por precaución ante el posible efecto de la altura. Yo entre cauto y algo irónico por tanto cuidado me quedé quieto mientras ellas se afanaban en subir los archivos de la asociación de Mujeres de Diplomados de Estado Mayor.

Melva es una mujer de activa vida social. Estos años ha venido presidiendo la coordinadora de asociaciones de esposas de militares de Bolivia. En el momento en que yo visitaba La Paz ella intentaba hacer un traslado de poderes de la asociación de Mujeres de Diplomados de Estado Mayor que hasta el momento había presidido. Melva es una gran mujer. A la vez tierna y afectuosa, elegante y discreta es una mujer que ha sabido sobrellevar la vida incierta y aventurera que la vida militar conlleva. Melva es nieta por parte de madre de uno de los barones del estaño Bolivianos. Decir que se desciende de la familia Aramayo en Bolivia es casi tanto como decir que se es de la familia de la Duquesa de Alba o del conde de Romanones en España.

Melva, según ella misma confesó, tuvo una infancia feliz y protegida. Su amor por sus padres era tan grande que le costó asumir la pérdida del suyo con una depresión que arrastró durante meses. Me contaba Willy cómo jugaban de novios a engañar con tretas inocentes a los padres de ella para poder encontrarse a solas. Los padres de Melva, con la sensatez de la edad y el cariño a su hija, le previnieron ante la vida que le esperaba con un militar. Pero bien al contrario, sin hacer caso a la opinión paterna se casó con el apuesto soldado para padecer bien pronto las comidas de rancho, los traslados, los remotos destinos y las ausencias, siempre al son de la carrera de su marido. Tuvieron que ser años de dura prueba para esta mujer criada entre algodones. Anécdotas que cacé al vuelo me hablaban de una mujer valiente y decidida que siguió a su esposo hasta los lugares más recónditos de la geografía boliviana: desde la zona tropical hasta la fría y esteparia Colcha K. Willy me hablaba de un destino en la selva, de una casa con suelo de tierra y ratas correteando por las vigas, de la llegada a un remoto pueblo habiendo perdido todo el equipaje y cargando con dos niños que debían dormir en un banco. Sí, debió ser difícil superar todos aquellos años para una mujer como Melva. El tiempo le ha ido devolviendo a la vida más pacífica de una mujer de mundo.. Pero esta mujer de pelo rizado, ojos rasgados que chispean cuando ríe y piel cobriza aporta tanto la sonrisa como ese papel tan discreto, tan de retaguardia, pero tan fundamental como es el de madre en esta familia de hombres.

En realidad Willy y ella forman una pareja bien relacionada no sólo en La Paz, sino en la mayoría de las grandes ciudades de Bolivia. La carrera de Willy les llevó por todo el país y con el progresivo ascenso en su carrera militar tuvieron relación con las clases dirigentes bolivianas tanto como con las de los países vecinos. Recuerdo la aprensión que sentí al ver a Melva en traje de gala posando en una antigua foto con un orgulloso Pinochet de bigote grisáceo y uniforme plateado. Para ellos el infame general no dejaba de ser un gran hombre de estado caído en desgracia por culpa de la actitud de ciertos personajillos que no reconocían su papel patriótico. Me recordaban así la actitud que he visto adoptan los familiares de los asesinos nazis o de los dictadores. Todos recuerdan al abuelo o al amigo como alguien afable y educado y no en la faceta siniestra. Esta me parecía la actitud de mis amigos: Ellos lo habían conocido personalmente, estuvieron compartiendo un momento de su vida con cierta camaradería. Para ellos no era Pinochet el asesino de tantos y tantos demócratas, sino el patriota que acabó con la amenaza comunista en Chile. Al final cada persona, incluidos los peores asesinos, somos la eterna dualidad entre el Doctor Jeckyll y Mister Hyde. Depende de la faceta del cristal que miremos tenemos una perspectiva diferente de la persona. Viendo las imágenes decrépitas del viejo tirano en su silla de ruedas resulta demasiado fácil caer en la tentación de olvidar las palabras de desprecio ante un Salvador Allende dando su vida en la chilena Casa de La Moneda.

En Irpavi empezaba a hacer frío recordándome que en Bolivia Julio es un mes de pleno invierno. La afable amiga de Melva me miró con mucha simpatía y me previno ante las frías temperaturas que padeceríamos en Uyuni al ver que la bajada de temperatura me empezaba a afectar. Ya era de noche cuando volvimos al centro nuevamente en un trayecto que viene a durar siempre cerca de quince minutos. Paramos a repostar en una estación de servicio y mientras llenábamos el depósito vimos en las cercanías centenares de jóvenes de edad y procedencia universitaria que bailaban en una explanada aneja a un estadio. Melva y yo nos acercamos mientras me explicaba que era un lugar donde ensayaban los típicos bailes de los desfiles que de iban a realizar en las siguientes semanas. Formando comparsas y al son de enormes radiocasetes bailaban, con gran energía y a grandes saltos, piezas características del folklore boliviano, mientras muchos más se entretenían por los alrededores charlando. No iban ataviados de forma especial. Tan sólo algunas de las muchachas llevaban puesta sobre los pantalones una escueta faldita de volantes que agitaban con gracia al contornear la cintura. Los días festivos desfilan, esta vez ya mostrando las piernas con coquetería femenina. Es curioso cómo todas las sociedades se permiten un cierto erotismo asociado a las fiestas pero imposible en los lugares y en los días normales. El vestido, de brillantes telas y gracioso bombín, permite ver las piernas y la braguita en su movimiento, incitando a ver algo que es habitual en cualquier playa como algo que adquiere el encanto de lo entrevisto o enseñado a medias.

Ajenos al frío de la noche paceña todos se entregaban a su baile con pasión y alegría juveniles. Parado unos minutos no pude al final sustraerme al frío que caía como una losa y así me volví al coche.

Estaba próximo ya el final del día. Tan solo quedaba ir a ver el pequeño local, boliche le llaman aquí de mi amigo Mauricio. Subimos pues a Sopocachi Alto y aparcamos frente al pequeño cibercafé de mi amigo. Con ese afecto y esas bromas siempre subidas de tono, con ese jugar a ofendernos sin hacerlo, que hacen los viejos amigos, nos dimos un abrazo recuperando ese contacto físico que une a las personas que se estiman y se respetan. Mauricio era un hombretón alto y corpulento de piel morena y lentes redondas. Su gran cabeza de frente despejada y calva incipiente venía cada vez más acompañada de las canas que como un ejército llegan a las sienes de los treintañeros que postulan para cuarentones. Mala cosa es percibir el paso del tiempo en nuestros amigos: de ahí a recordar la nuestra sólo hay un paso.

Ya parecen lejanos los tiempos en que nos conocimos a través de Internet. Mi hija era todavía un bebé que no debía de salir de casa muy pronto así que de ocho a nueve de la mañana me entretenía charlando con el viejo programa de telefonía iphone. En una de tantas ocasiones nos conocimos y confraternizamos tanto por cuestiones de interés profesional como por empatía en lo personal. Por entonces Mauricio estaba casado con una cochabambina de nombre Claudia y tenía, como yo, una niña de poco tiempo. Poco a poco nos fuimos conociendo con esa sinceridad y camaradería que facilita Internet. Mauricio trabajaba como diseñador de una compañía de productos informáticos llamada Techmedia y aunque se podía permitir un alto nivel de vida estaba solo porque su mujer no fue capaz de aguantar la soledad americana.

Con los años fuimos compartiendo muchas horas y confidencias y nuestra amistad fue consolidándose. Mauricio vino a Gandía en mayo de 1998 y pasó dos semanas con nosotros. Para él creo que España fue un descubrimiento como para mí lo ha sido Bolivia. Fruto de este viaje fue su invitación y mi sueño de llegar a visitar su tierra. Cuando llegué a Bolivia encontré a un Mauricio mucho más grueso que el que estuvo en España y todavía más que el que posaba en las fotos de la californiana playa de Hutington Beach. Su relación con su primera mujer era ya cosa del pasado y su hija Melissa un cariño siempre demasiado lejano. Mauricio había empezado desde hacía meses una nueva vida con Mabel una arquitecta divorciada con tres hijos. Los últimos meses no estaban resultando muy favorables para la pareja ya que la crisis económica había hecho mella en el sector de la construcción y se había visto en el paro. Por otro lado Mauricio había sido despedido de su puesto de jefe de diseño de una empresa textil una vez éste había montada toda la infraestructura y organizados los equipos de diseño, cediendo la empresa su puesto a uno de los empleados de menor sueldo formados por mi amigo. Como salida, provisional en principio, habían abierto un cibercafé y estaban en trance de abrir otro en los días en que yo estuve en La Paz. Al verlo ahí metido en su pequeño local de luces de neón y clientes quinceañeros lo sentí como fuera de lugar para un hombre con su formación.

Con muy buen humor arremetía contra mí y mi acento español cargado de tantas ce y zetas que nos hace imposible pasar por nativos en Bolivia. Mabel reía con simpatía las bromas de Mauricio recibiéndome con mucha cordialidad. Hasta ese momento sólo la conocía por fotos y referencias.

Mabel era también hija de militares y como Mauricio tampoco había acabado de encontrar su estabilidad personal. Era una mujer temperamentvoll como dicen los alemanes. Todo era emoción, sentimiento y pasión que contrastaban con su eficiencia y poderío en el mundo machista de las obras de construcción. Mauricio me decía que sabía tratar con autoridad a los obreros, entiendía su mentalidad y sabía imponerse en un mundo donde las mujeres eran especie rara. Mabel era de esas mujeres que más que hermosa es atractiva, con mirada fuerte y decidida y una posible fragilidad oculta tras un genio de Enfant terrible.

Por fin nos despedimos en la confianza de nuevos encuentros. Fin del primer acto. Final del día más largo. Mi primer día en La Paz. Día interminable iniciado en algún lugar sobre el Atlántico, que amaneció en Sao Paulo, que tuvo un mediodía cruceño y tarde paceña, jalonado de comidas, cenas y desayunos desordenados según los husos horarios. Este largo día acababa entre las intrincadas cuestas paceñas, ya por fin, entre viejos amigos y nuevos encontrados.

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