Iñaki. 23 de Febrero


Como muchas familias tengo un pasado repartido entre un abuelo progresista y otro conservador. Uno fue perseguido en guerra por ser requeté, el otro sé que era republicano. En una página de una vieja Enciclopedia Sopena heredada descubrí el escudo de la monarquía tachado ostensiblemente. ¿Quién se habría arriesgado durante la dictadura de Franco en que cualquier signo de disidencia podía ser aplastado? Supongo que fue hecho en los convulsos años treinta cuando el monarca y la monarquía partieron para el exilio.

De niño crecí, con esa naturalidad que da la inocencia, en los años tardíos del franquismo. Cuando somos pequeños, carentes de referencias, nos construimos la realidad, la normalidad, por los referentes ambientales que nos han acompañado desde nuestro nacimiento. Franco era el que mandaba, de alguna manera catalogado dentro de la categoría de "los buenos". Cuando mi conciencia política empezaba a despertar todo cambiaba a toda velocidad y la sucesión establecida por el dictador se veía como algo natural. Es curioso recordar la ausencia de sensación trascendente ante la vorágine de sucesos que tuvieron lugar los primeros años de la democracia.

Recuerdo aquel día en que los reyes, recién confirmados en su papel como representantes del estado, visitaron Gandía. El cruce del Paseo de las Germanías y la Calle Mayor estaba abarrotado de un gentío que acudió a aclamar a la pareja. Los niños tuvimos fiesta aquel día y yo me aposté, no recuerdo cómo ni con quien, en un lateral tras el escenario. Durante un segundo creo recordar que vi la cara de la reina pasando fugazmente dentro de un coche negro. Para un niño de trece años fue una experiencia emocionante. Más allá de todo juicio político era la fascinación y el poder de seducción que tienen los personajes conocidos.

Unos cinco años después, preparando un examen de física un lunes por la tarde, nos llegó la noticia del asalto al Congreso de los Diputados. Ya no fui capaz de abrir el libro. Asustados escuchábamos las noticias procedentes de Valencia. El bando, casi calcado de los modelos que iniciaron la guerra civil, sonaba una y otra vez. La angustia ante el futuro se hizo por primera vez evidente y el discurso de un Rey vestido de militar fue un alivio. En un momento en que se necesitaba una autoridad pareció que alguien estaba al mando y así fue más allá de lo que pasara entre bambalinas. Por primera vez parecía que aquel personaje desgarbado servía para algo. Al menos dijo lo que debía decir y no lo contrario.

Fue el 1985. Mi sobrino Antonio había nacido un 9 de mayo y, justo el día siguiente, yo debía guiar un grupo de agricultores alemanes que visitaban Valencia. Con curiosidad, creo que a los alemanes les seguía fascinando el glamour de una joven monarquía, me preguntaron sobre la opinión de los españoles sobre esta institución. Contesté lo que he pensado durante muchos años. Si bien no éramos especialmente monárquicos, aceptábamos el hecho consumado con cierta sensación de que alguien lo debía de hacer y, bien, parecía que el tipo había estado a la altura de los acontecimientos.

Las infantas y el príncipe más o menos de mi generación o algo más jóvenes fueron creciendo en una España que cada vez se parecía más a Europa. El rey aparecía siempre con el halo de un tipo campechano, con aficiones modernas en aquel tiempo. Podía ser que te lo encontraras llevando una moto de gran cilindrada, ejerciendo de radioaficionado o, como ya se rumoreaba, seduciendo mujeres jóvenes. Nada que no pudiera ser visto con tolerancia o, incluso, con simpatía. El Príncipe Felipe se entretenía con diferentes parejas y daba pie a entretenidos cotilleos. Nadie le daba mucha importancia. De hecho parecía una familia más de la alta burguesía con una vida aparentemente incluso más modesta que muchos millonarios.

Las bodas reales dieron espectáculo y carnaza para el pueblo. Si los personajes mediáticos son referentes sociales donde mirarnos yo diría que cada boda televisada era motivo de un gran espectáculo que emocionaba a las masas. Los reyes tenían, pues, ese papel representativo de perfil blando que distrae a la gente y les narcotizaba de su vida y miserias diarias. En mi caso he de decir que me daba igual. Pensaba en un papel simbólico que aportaba un toque distinguido en esas aburridas visitas de estado y que dejaba a los políticos hacer el trabajo real.

Todo empezó a cambiar con el divorcio de la Infanta Elena. Más allá de esa imagen de familia de niños rubios y regatas había personas con defectos y conflictos. Realmente es una verdad de Perogrullo pero, por negligencia la mayoría de los españoles lo había olvidado. El tabú establecido frente a la monarquía se empezó a desmoronar y, poco a poco, la desmitificación y el ataque directo se convirtieron en habituales en tertulias, corrillos y conversaciones de café.

Y en eso llegaron Iñaki y los siete enanos. Un personaje que deseaba no ser un florero pero que acabó supuestamente robando dinero público y obteniendo dinero privado haciendo uso de sus influencias como mejor solución para dar sentido a su vida. El tipo guapo y simpático, la pareja  deportista y la princesa aprovechaban y vivían en un tren de lujo más allá de lo estéticamente deseable. Los políticos, con tal de darse un baño de sales monárquicas, con todo el caché que da, firmaban sin mirar.

En su particular annus horribilis el Rey Juan Carlos ha cometido la gran torpeza de irse de cacería en un momento en que el ejemplo moral era obligatorio. Si bien supo hacer lo que en este país ningún dirigente hace, pedir disculpas, su estatura moral se vio fuertemente erosionada. Todo se derrumba, su figura es cuestionada, es producto de burla, se cotillea sobre su matrimonio y relaciones. La abdicación ya está en boca de todos y las enfermedades del anciano que es le golpean sin piedad.

Ayer, treinta y dos años después del golpe de estado Iñaki, demacrado y melancólico acudió a declarar intentando salvar lo poco intacto que queda de la vajilla familiar. No creo que tenga más vida el personaje. Él mismo se ha metido donde no debía con correos indiscretos, habituales entre plebeyos pero impropios de su personaje. Cuando se entra en una familia como esa se debe saber que le ha tocado la lotería de la vida regalada pero también que los impuestos son fuertes y para toda la vida. La calle le mira, les observa indignada. Les ve parte del hatajo de bandidos que nos ha robado el futuro. La tormenta perfecta se abate sobre la monarquía.

Ahora entiendo por qué llegó la hemofilia a las familias reales. El hermetismo entre ellos permitía crear círculos cerrados de poder y las miserias quedaban en secreto. Mejor el riesgo de la consanguinidad que no los plebeyos descontrolados que acaban por ceder a la presión y cometer un desaguisado. El poder corrompe. La vida entre el lujo y el oropel dan oportunidades increíbles para hacerse rico a base de grandes y pequeñas corruptelas. El personaje real era educado en la discreción pero la persistente presión de los medios desmitifica machaconamente a gente que finalmente tienen la misma tendencia a la tentación que el resto de los mortales.

Representar una institución requiere un compromiso moral que hay que aceptar con dignidad y sin fisuras. Pero parece que eso es como hablar de "un veneno sano". Si alguna vez me pareció la monarquía útil ahora me parece un lastre. Si Juan Carlos fuera un presidente al menos podríamos votar su sustituto y si este nos falla cambiar por uno nuevo. A fin de cuentas estamos en una democracia. ¿O tal vez no?

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