Animaladas




Recuerdo hace años en el instituto cómo el profesor de filosofía se esforzaba en mostrar las diferencias entre seres humanos y animales y cómo a cualquier intento de interpretar con clave humana las conductas animales venía la inevitable respuesta: Es simplemente una proyección una falsa lectura adaptada a nuestra percepción humana. Parecía que los animales eran simplemente robots estúpidos con escasa capacidad de tener sentimientos y percepciones humanas más allá de la imitación interesada.

Pasados los años y tras muchos experimentos sobre conducta animal ya no parece que aquella idea sobre los sentimientos y la inteligencia animal fuera tan descabellada. Una tras otra las barreras que los científicos ponían a los animales caían y sorprendentemente las definiciones que intentaban ubicar al ser humano al centro del universo y separarlo del resto de animales resultaban igualmente aptas para muchos animales inteligentes. Los chimpancés han resultado, tras estudios de muchos años, una especie mucho más parecida en lo genético y lo conductual. Son capaces de reconocerse en un espejo, elaborar herramientas y sus relaciones sociales son complejas y a menudo crueles. El mito del buen salvaje se derrumba y vemos con inquietud en la pupila del primate o del perro nuestro propio reflejo. El tamaño comparativo de nuestra especie se hace pequeño y nos damos cuenta de nuestro relativo valor frente a la naturaleza.

Con Troy, mi perro, son ya dos los perros con los que me he relacionado en familia. Cuando era adolescente tenía a mi perra Daisy y todavía recuerdo las horas y horas de juegos y paseos. Creo que con ella la relación era la de hermano abusón y todavía más la de juguete a veces puesto para satisfacer mis caprichos. Probablemente ella, la perra, no se veía a si misma como tal y prueba de ello era que inevitablemente seguía a mi padre donde él fuera a pesar de mi frustración al ver que mi autoridad era despreciada ostensiblemente. Daisy, ahora lo veo, demostró una clara capacidad de medir mi posición en la manada y como ser vivo mucho más de lo que yo fui capaz de hacer.

Troy, en cambio, me mira con los ojos de un subordinado de la manada. Desde que era pequeño comprendí que un perro tan grande y potente como él no podía tomar el mando de la casa y de los paseos. Debía de ser un mequetrefe que obedeciera a mi voz porque un "no" debía ser ley. Comprendo que es un perro que asusta y siempre lo cojo de su collar para evitar que se acerque a otras personas. Con el tiempo he conseguido que una fiera de 45 kilos se comporte como un animal razonablemente sumiso, aunque entiendo igualmente que finalmente es un ser único con voluntad propia y que mi control tiene un límite tácito. A Troy lo veo como una especie de niño eterno. Para determinadas cosas es un ser incapaz de entender. Jamás podrá saber qué estoy haciendo, por ejemplo, cuando salgo por las mañanas para ir al trabajo. Por otro lado el contacto diario me demuestra que es un animal muy sensible y que comprende muy bien las cuestiones del afecto, del cariño y de su propia situación social. A su modo, de forma inconsciente, se rebela contra el papel de perro que le ha tocado y lucha por ser uno más en nuestra familia y sociedad humana. Él sabe que es perro, y no hay duda de ello a tenor de cómo ladra cuando otro de su especie pasa por la calle, pero ello no impide su esfuerzo por integrarse en nuestra vida y costumbres.

El pasado fin de semana fuimos a ver la nieve a las montañas y le permitimos acompañarnos. En cuanto detectó las señales típicas del paseo en coche se preparó y no dudó en subir al portamaletas en cuanto todo estuvo preparado. En el campo, repleto de nieve blanca, pasó por unos momentos de ser un perro sumiso a un niño feliz jugando. Parecía que la nieve era algo que llevaba marcado en sus genes y entre carreras parecía recuperar su esencia de animal salvaje. A pesar de ésto su comportamiento no era diferente que la del resto de niños y adultos de la manada. Todos disfrutamos de la experiencia y por un momento todos éramos seres vivos unidos en una experiencia más allá de lo racional.

Cada vez me doy más cuenta que los seres humanos hemos creado toda una serie de elaboradas teorías para justificar lo que nos molesta. Nos hemos erigido en los dueños del destino del planeta y sus animales. Los criamos para nuestro provecho, los cazamos, los matamos, jugamos hasta la muerte con ellos y para que no nos duela creamos una separación racional, un conjunto de armazones lógicos que nos hagan ver de una manera más suave la esclavitud y la tortura que infringimos a los animales.
Desde que tengo a mi perro algo está cambiando en mí. Cuando veo a un mamífero como un toro siendo atacado para que saque la agresividad que procede de la defensa de la propia vida no puedo dejar de evitar de pensar en Troy. Los veo con inquietud como personas limitadas en mucho sentido pero personas, personalidades únicas y con sentimientos y percepciones propias. Los toros de las corridas si se hubieran criado en la proximidad con los humanos probablemente desarrollarían, a su manera, conductas de comprensión, de aproximación, de afecto... Imagino la reacción de un ser humano obligado a luchar para sobrevivir. Llegado el punto intentaría matar y escapar como hacen los toros.

En cuanto a los derechos de posesión del planeta nos hemos convertido en los únicos con capacidad de permitir o prohibir. Se permiten los perros pero se les prohíbe acceder a determinados lugares. No cuesta tanto ver los mismos signos inequívocos del racismo que antes se aplicaba a los propios seres humanos de otro color.

Realmente no somos tan diferentes. La evolución nos ha programado para comer o ser comido y esto seguirá así porque es parte de la propia naturaleza. Pero si fuéramos honestos reconoceríamos que si bien en lo racional somos muy diferentes en lo emocional somos uno más de la manada. Los animales son en cierto sentido personas y dado que no podemos evitar vivir a su costa tenemos, al menos, la obligación de ser honestos con ellos y reconocerles ciertos derechos. No hablo de perros mimados y consentidos con collares de diamantes, ni enterramientos lujosos, ni de gatos que heredan grandes fortunas. Ésto nos puede consolar a nosotros pero es superfluo para ellos. Hablo en definitiva al derecho al respeto, al reconocimiento de la igualdad básica de todos los seres vivos en nuestro uso del planeta. Tal vez la siguiente revolución cultural deba ser ésta y tal vez este cambio de mentalidad nos permita entender de otra manera nuestras relaciones entre nosotros, con otros seres vivos y en definitiva con el planeta. Tal vez sea sólo entendiendo a los animales que seamos capaces de salvarnos como especie.

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