Surtido de Ibéricos III: La máquina del tiempo


Carlos Sobera ensayaba en un rincón, entre muros de piedras y columnas el papel que debía representar en la entrega de los Premios Ceres que  iba a tener lugar esa misma noche. La tormenta del día anterior había impedido a todos los equipos trabajar y el nerviosismo era evidente por el griterío, las carreras y la maraña de cables.

Por nuestra parte formábamos parte de un variopinto grupo de turistas de visita por el parque arqueológico. Pulcramente ataviados con una pegatina, por eso de los gorrones, nos habíamos reunido a las puertas y como clase de niños aplicados seguíamos con atención las explicaciones de la arqueóloga que hacía las funciones de guía. 



Tenía pasión e indisimulado amor por las piedras que ella mismo ayudaba a devolver a su posición y suficiente humildad para disculparse por ser novata en su trabajo. A pesar de sus propias dudas explicaba las intimidades de la vida de los antiguos emeritenses con detalle y conocimiento. A varios metros bajo el nivel de la calle moderna señaló la que fue antigua via romana y una losa entre canales que resultó ser la zona de las letrinas. Por más que la cultura clásica nos una, las costumbres han cambiado en veinte siglos y no creo que nadie nos convenciera para defecar unos al lado de otros, sobre un agujero con forma de cerradura tallada en la piedra y limpiando nuestras partes con un bastón y una esponja.

La resurección del complejo empezó en el siglo pasado. Con esfuerzo y campañas arqueológicas mantenidas a lo largo de décadas va apareciendo el nivel en el que las construcciones se corresponden con los años de la creación de la ciudad. Aquel jueves los camiones, las estructuras metálicas y los cables se mezclaban con las piedras venerables, los mosaicos y las columnas. Arriba y abajo los operarios se afanaban en preparar el acto de la noche dándose voces, en ocasiones en un rudo catalán oriental, probando la megafonía, los movimientos de cámara y la coordinación con los músicos.



La arqueóloga sentía sus queridos dominios mancillados por esa horda de bárbaros que apenas si dejaban al grupo recorrer el espacio de la cavea ni escuchar las bien informadas explicaciones. Realmente era un placer escuchar a una persona hablando con conocimiento de causa y con suficiente habilidad para hacer su discurso entretenido entre tanto caos. Un jubilado con aire de ser el sabelotodo de Madrid, el típico adulador de todas las oficinas, lanzó un grito a los operarios para congraciarse con la líder del grupo. ¡Jefe! Un poco de respeto que no la dejan explicar. Le contestaron que no podían parar a costa de no llegar a hora. Nadie parecía dispuesto a dar tregua a la carrera frenética de montaje y ensayos.

Por mi parte aprovechaba el fabuloso ambiente para enfocar y disparar a diestro y siniestro tanto el grupo como el ambiente de ensayo general tan difícil de ver para el profano. Una cámara montada en una grua oscilaba de arriba a abajo, andamios sosteniendo tarimas con técnicos frenéticos, conexiones y focos que apenas se dejaban ver bajo la luz del sol. La locura del mundo del espectáculo.


Continuando la visita por el jardín trasero vimos más actrices de las que recuerdas la cara pero no el nombre entrando y saliendo por el vano central del frente escénico. Carlos Sobera, el presentador del acto, sentado ahora a la sombra del frente escénico, movía la cabeza y gesticulaba frente al guión. Los turistas, en el fondo encantados de poder cotillerar de todo lo que veían, empezaban a desertar de las explicaciones y zanganear por los setos del desenterrado porticus post scaenam, un recinto ajardinado y con pozo en la trasera del teatro. La guía seguía hablando con emoción del pozo y de las campañas que no se habían podido realizar por los recortes presupuestarios ya entre los primeros bostezos del respetable.

El anfiteatro, mucho más popular en su época, era una sombra del edificio que fue y una sartén donde freirse con el fuerte sol del mediodía. La arqueóloga decidió finalizar la visita y nos desperdigamos por los restos de las gradas.

En el teatro el ensayo continuaba ya en pleno escenario con los actores en ropa de calle pero interpretando su papel en la velada. Cámaras con estabilizador se acercaban y se alejaban ensayando los movimientos y planos, los músicos estaban interpretando la partitura pero con chanclas y pantalones cortos, las actrices, algunas con pamela para protegerse del sol, bajaban por las escaleras de la cavea y Carlos Sobera se transmutaba en un emperador romano con pantalones cortos y gafas de sol. Tras una orden salió bailarina con una gasa que flotaba al viento siguiendo el impulso de su cuerpo.

Tuve la suerte de que el batería me pidiera que le hicera fotos ya que me dio barra libre para entrometerme con patente de corso por el escenario y los músicos. La mayoría de ellos se refugiaban en un entoldado de tela blanca y se preguntaban cómo podía el percusionista soportar sólo con una gorra el calor.

Esa noche todo salió según el horario previsto cumpliendo la máxima de que pese a quien le pese el espectáculo debe continuar.

Por más que la arqueóloga se empeñara aquel espacio fue concebido dos mil años antes para la farándula y su locura. Veinte siglos después la tribu de los actores tomaba posesión de un lugar que en definitiva siempre fue suyo. Sus actuaciones devolverían vida a las piedras y las columnas. La máquina del tiempo transportaría aquella noche el teatro a la vida. Los consejeros y sus esposas harían las veces de los magistrados, los cónsules o los centuriones. La corrupción, el poder y sus maquinaciones. El ver y dejarse ver tras dos milenios recuperaría su espacio bajo el influjo de los focos y de las cámaras. A veces sorprende cuan iguales somos en nuestra diferencia los seres humanos modernos y aquellos emeritanos, pompeyanos y romanos que una vez vibraron con la magia de un actor frente a su público como hoy seguimos haciendo.






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