Surtido de Ibéricos V: Soluciones para viajeros con poco tiempo


Rasgamos el plástico, sacamos los auriculares negros y cambiamos al canal tres. Una locutora explicaba en castellano la historia de la ciudad con un acento muy correcto, pero con varias palabras fuera de lugar que evidenciaban que no era española. Escuchando un relato en sincronía con el nuestro, pero en su propio idioma, el resto de turistas cabeceaban con las sacudidas y las curvas del autobús turístico. Era una solución sencilla para recorrer la ciudad en cuatro rutas circulares si se disponía de pocos días como en nuestro caso.

Fuimos recorriendo barrios hacia el oeste mientras la pista de audio hablaba de las excelencias del pasado y el presente de Portugal y de la propia Lisboa. Escuchábamos la versión portuguesa de su historia y de la "guerra de liberación" contra los "castellanos", así lo decían ya que no hablaban de españoles. Durante los ochenta años entre 1580 y 1640 en los que la Península Ibérica tuvo un rey común Portugal fue viendo una pérdida de poder e influencia y decidió finalmente deshacer el vínculo con la corona hispana siempre dominada por el mayor peso de Castilla. El Conde Duque de Olivares escribió en un memorándum.

Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse Rey de España; quiero decir que no se contente con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo.

Parece que esa mentalidad centralista se grabó a hierro y fuego y siguen en el ADN cultural de muchos españoles. Portugal se divorció a tiempo y hoy nadie discute su identidad como nación y cultura. En cualquier caso, en tiempos en que leyes y directrices europeas van dibujando legislaciones y usos cada vez más comunes y fronteras cada vez más invisibles parece que las peculiaridades legales van perdiendo sentido y se alza, como siempre, la cuestión del reparto económico que está en el fondo de casi todas las discusiones europeas. Parecía que en condiciones parecidas los portugueses habían encontrado su encaje con los vecinos sin ser cuestionados. Habían aprobado la reválida europea convalidando de paso la ibérica.

Viajando hacia el este pasamos por el tramo de autopistas y vías del ferrocarril que afean la ribera norte del estuario hasta la llegada a la explanada que alberga una de las zonas más visitadas y más icónicas de la capital Lusa. Decidimos seguir el trayecto cambiando de dirección hasta que nos bajamos frente a la Torre de Belem.

Allí estaba, flotando a contraluz en una cala artificial y conectada a tierra por un pantalán completamente fuera que lugar frente al potente monumento de piedra con toda su grandeza intacta de otros tiempos. La multitud veraniega iba y venía por el paseo. Algunos chapoteaban  entre las pequeñas olas mientras que otros se hacían la foto testigo requerida a la que sólo le falta el lema “yo estuve en la torre de Belem”. Sólo faltaba el enano de Amelie para estar toda la familia.

La torre fue creada para formar parte de un sistema de defensa del estuario contando con la artillería y siguiendo las técnicas desarrolladas en el Renacimiento. A un lado y a otro del Tajo se dispusieron torres que podían alcanzar en su fuego cruzado a los barcos enemigos que se decidieran a atacar el puerto lisboeta. Con el paso de los siglos fue languideciendo una vez inútil su función y tuvo los más diversos usos. La torre es hoy un delicioso monumento que ha superado su función original para convertirse en referente de la arquitectura lusa y por ende mundial. Francisco de Arruda, el artífice de la misma, supo combinar un programa icónico con referencia a la nación portuguesa, decorando una estructura esbelta de gran dignidad y con una decoración preciosista y rica sin llegar al hastío. Buena nota deberían tomar los arquitectos modernos que se exceden muchas veces en un volumen que no está justificado por la función del edificio sino en el deseo de su creador de darse importancia.

Seguimos la cola de pantalones cortos, zapatillas y cámaras digitales para explorar los recovecos de la fortaleza entre ecos en todos los idiomas. Como todas las atalayas defensivas, su posición estratégica le dotaba de maravillosas vistas, en este caso del puente 23 de abril, la ribera sur y la boca del estuario. Era un día soleado y caluroso de luz dura que recortaba el encaje pétreo de la torre. Las angostas escaleras se controlaban con un semáforo que restringía los aforos. A cámara rápida un día en la torre sería como un baile de figuras repitiendo las mismas tonterías. Visita a los cañones de los bajos y sótanos, terraza, primer piso y logia, segundo piso, vista chimenea, terraza superior, vista de la torre de control del estuario, los Jerónimos, foto con los niños, foto al monumento de los descubridores, cola, esperar, y salir. 

Andando hacia el este se atraviesan nuevos embarcaderos en lo que una vez fueron las playas desde donde salieron las naves que recorrieron el mundo, hoy repletas de yates de recreo y urbanizadas con cuidado para unir y dignificar el espacio que hay entre la torre y el Monumento a los Descubrimientos. Por su tamaño, desmesurado, y concepción es una construcción embaucadora. Con formas que recuerdan a las carabelas, representa un grupo de personajes históricos a escala ciclópea a mayor gloria del imperio portugués que seguro dejan con la boca abierta a niños, jubilados y almas sencillas. Monumento de una dictadura con ínfulas gloriosas. La plasmación en piedra de ese orgullo patrio tan peligroso que une a pueblos para ir a esquilmar tierras lejanas y que convence a los cachorros de ir a morir en guerras coloniales que finalmente a nada llevaron. Los héroes de las historias nacionales, Nelson en su columna, Jaime Primero en el Parterre de Valencia, Colón señalando el mar o Napoleón en su panteón son falsificaciones parciales o cuanto menos interpretaciones interesadas que hinchan el orgullo, inflaman el corazón y nublan la razón. Las leyendas nacionales nos hacen sentir parte de un grupo y por extensión diferentes de otros grupos con su propia iconografía. La vista del héroe hace soñar con aventuras. No hay más que ver las caras exultantes de los reclutas que fueron a la Primera Guerra Mundial para entender el peligro de esa exaltación simbólica de las gestas de conquista. Probablemente en la cabeza de los exploradores y reyes representados estaba más la ambición personal y el deseo de riquezas que es por desgracia el que mueve el mundo. No se les puede juzgar con cánones modernos ni para bien ni para mal. Ni héroes ni villanos sino gente de su tiempo capaz, eso sí, de emprender gestas asombrosas que cambiaron el mundo. Ese es su mérito.

Cruzamos las avenidas por un subterraneo y aparecimos en los parques que acompañan el maravilloso Monasterio de los Jerónimos de Belém. Era tiempo de descansar y, por ello, nos montamos de nuevo en una ruta con microbus que nos llevó por las colinas cercanas repletas de barrios elegantes y embajadas. Pasamos cerca del jardín botánico y nos dimos la vuelta al llegar al Palacio de Ajuda con su fachada cubierta de andamios y sus jardines descuidados. Si Lisboa sorprende es porque combina belleza y cuidado con el máximo abandono a pocos metros.

Cerca del famoso monasterio comimos en una hamburguesería con una terraza con palomos carnívoros que más bien parecían los pájaros de Hitchcock. Los turistas los espantaban a manotazos pero ellos volvían con descaro a posarse en las mesas o en la cabeza de los comensales. Las palomas parecían descaradas aves de presa que no temían a los seres humanos y que miraban con mirada a la vez en guardia y a la vez desafiante.

El Monasterio de los Jerónimos tiene merecida su fama monumental. Si ya el exterior sorprende por sus dimensiones y rica decoración, el interior sabe combinar la dignidad del estilo gótico con el trabajo de encaje labrado en piedra que siendo rico nunca resulta cargante. La iglesia, oscura como una cueva, se iluminaba por el rosetón del lado occidental y proyectaba una luz dramática sobre el Cristo del coro. El techo era una espectacular bóveda de crucerías sobre pilares que se recortaban a contraluz como negras estacas clavadas en un suelo de losas brillantes, pulidas por el paso de miles de visitantes.

Salimos deslumbrados al exterior y completamos nuestra excursión con la compra de los inevitables pastelillos de crema típicos del lugar. Fieles a los rituales los turistas de todos los colores compran unos diez mil pastelillos diarios. El local, atendido por pulcros y atareados camareros con delantal negro tiene su gracia con su aire de local de toda la vida y sus azulejos de cerámica azul. Otra atracción más del parque temático llamado Lisboa.

Era hora de volver y deshicimos el camino de la ida hasta llegar a la Plaza del Comercio. Agotados de todo un día deambulando nos montamos en el tranvía de línea circular incluido en el precio del billete turístico y nos dejamos llevar por el barrio de Alfama donde pasábamos tan pegados a algunos edificios que podíamos tocar el número en la fachada o los bajos de los balcones con tan sólo estirar la mano o sorprender a alguna vecina en el salón de su casa viendo la televisión. Lisboa cambiaba ante nuestros ojos como si fuera una proyección de las que se pasan tras los protagonistas de una película que viajan en un vehículo en movimiento. Desde nuestra posición, algo más elevada de la calle, entrábamos y salíamos de las fruterías, carnicerías o barberías por las que pasábamos. Los nativos nos miraban con una mirada furtiva desposeída de toda curiosidad a fuerza de la costumbre. El tranvía recorría las colinas llegando a la parte alta de Chiado, ya frente a la iglesia de los italianos. Vimos el cruce repleto de transeúntes, músicos callejeros tocando música de sabor africano, vagos apoltronados por los rincones y gente de compras antes de seguir el con traqueteo a contraluz del tranvía. El sol adquiría el tono cálido y penetraba entre las calles para dibujar fuertes contrastes. Un adulto y un adolescente quedan congelados en el tiempo y el momento...

Viajar es hoy en día como ir a un parque temático en el que más que vivir el lugar y su atmósfera se trata de flotar en una burbuja artificial donde todo está previsto, donde se repiten los rituales sugeridos en las guías y los folletos del viaje. Da igual la lengua y el país de procedencia. Cada vez nos parecemos más. El idioma mantiene la separación nacional, pero las culturas se hacen uniformes a la carrera. No se si realmente le interesa a la mayoría tanta información histórica con la que las bienintencionadas visitas guiadas nos atiborran. Todos la recibimos, cada cual en su idioma favorito. ¿Porqué viajamos? Tal vez la respuesta la de Truman en la película que lleva su nombre. Porque nunca hemos estado allí, porque viajar es sentir que vivir no es siempre esa serie repetida de días grises de la casa al trabajo. Viajar es comparar, ver tu realidad en perspectiva y , conocer nuevas culturas, comidas, percibir cómo son y viven otros seres humanos. Viajar es descubrir que somos a veces tan iguales como diferentes los somos en otras cosas pero que finalmente nuestro pequeño rincón del mundo no es más que un pedazo del continuo continental y que el ADN de cualquier habitante de la tierra está relacionado mucho más de lo que queremos reconocer.

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