Surtido de Ibéricos IV: Líneas en el mapa




Badajoz murió al vuelo. A penas empezamos a intuir su presencia y los ubicuos centros comerciales que han crecido en estos últimos años en cada ciudad de tamaño medio o grande, nos vimos atravesando de “la Raya” a “A raia” a velocidad de autopista. A derecha e izquierda las construcciones caducas de una frontera en desuso ni se molestaban en detener al viajero. Tras las vallas metálicas que protegen las vías rápidas unos edificios recordaban los años en que Europa era un continente dividido por naciones que marcaban con sangre y fuego sus límites. Un leve cambio en el estilo gráfico de las señales. Eso fue todo. Si no fuera por el portugués en los textos poco parecía haber cambiado. Cruzar una frontera siempre es el acto más arbitrario del mundo. Límites humanos que muchas veces no tienen su reflejo en el paisaje ni en sus gentes. Una frontera siempre es el absurdo instinto del mono que une la tribu al territorio patrullado y protegido frente a los desconocidos.
Cortamos Portugal con un tajo recto y afilado que siempre parecía transcurrir por comarcas solitarias y rurales. Melancólicos castillos, soberbios centinelas del pasado, sesteaban en lo alto de algunas colinas como si todavía tuvieran la capacidad de parar invasiones. El cielo, cubierto con un velo plomizo, empezó a despejar cerca de Lisboa. El territorio empezaba a compactarse con la densidad urbana propia de una ciudad que alberga en su área metropolitana un cuarto de todos los portugueses. Desde lejos asomaban entre las colinas las hercúleas torres del puente 25 de abril. Concebido durante la dictadura, a mayor gloria de Salazar, tiene una elegancia y un tamaño sorprendentes. Salva los tres kilómetros del estuario sostenido por tirantes que cuelgan desde los ciento noventa metros de altura  de las torres.
Nada ni nadie nos habían preparado para la sorpresa. Con un sol descendiendo por el oeste, el estuario del Tajo era una lámina de oro sobre la que se recortaba a contraluz la Torre de Belén, diminuta vista desde las alturas. Al este se desplegaban las colinas de Lisboa tapizadas con un denso tejido urbano. La luz rasante dibujaba trazos prolijos que ponían de relieve toda su belleza de vieja dama. Las miles de construcciones iluminadas por el crepúsculo y recortadas por el azul del interior del estuario le conferían un aire tan risueño y hermoso como espectacular. Lisboa desdecía el tópico de la melancolía para abrirnos sus puertas con alegría, amabilidad y, casi diría, afecto. La ciudad nos abría sus brazos como un familiar que saluda a un pariente venido de lejos.
Lisboa es el resultado de una decisión estratégicamente acertada que resultó, pasados los milenios, en un monumental error de cálculo que ha complicado su urbanismo pero le ha dado una gracia única. Dotada de una belleza caleidoscópica que se percibe desde el llano o desde las decenas de miradores que hay en cada altozano, la ciudad se pliega a la orografía amoldando trazados para salvar los tremendos desniveles. La colina que hoy corona el castillo de San Jorge era un lugar estratégicamente situado para controlar el puerto natural creado por el río Tajo y así lo intuyeron los primeros pobladores que lo ocuparon. Lo que nadie podía prever en aquellos momentos es que la ciudad se desbordaría por las siete colinas que hoy la forman y mucho menos que la comunicación con el sur y el este necesitarían de puentes tan espectaculares. Hoy Lisboa es una ciudad de impresionantes rampas que requieren todo tipo de artilugios para salvar a sus habitantes de la extenuación. Para ir en línea recta de un barrio a otro, que pareces tocar con la mano por encima de la quebrada superficie de los tejados, se puede optar por tranvías, tranvías de cremallera o ascensores y para los más valientes buenas piernas.
El taxi nos llevaba ciudad abajo hasta Barrio Alto. Perdidos por un callejero todavía desconocido intentábamos buscar desesperadamente referencias. El efecto de la luz crepuscular y las mil vueltas nos hicieron perder el norte hasta que bruscamente el taciturno chófer nos dijo -Es aquí- . Un callejón descendía en tobogán  por la ladera de la colina entre casas decrépitas como las de cualquier barrio histórico latino. Sabor al barrio gótico de Barcelona, al del Carmen de Valencia o a La Habana pero en este caso sobre una montaña rusa como en Valletta. La noche se empezaba a animar y casi todos los locales tenían ya las terrazas en el centro de las callejuelas o pegadas a los muros con los primeros turistas empezando a cenar. Desde algún local cantaban fado como reclamo para atraer al indeciso y condicionar su decisión.

Tan perdidos como encantados con el ambiente alegre, empezamos a explorar las calles sin tener idea certera de dónde estábamos o donde íbamos.  Por fin salimos a la coqueta plaza que lleva el nombre del poeta Camoes. Podía haber sido Madrid por la configuración urbana si ignorábamos el paso de los tranvías pero era Lisbona y no teníamos ni idea de donde estábamos. Intentamos guiarnos con los teléfonos o los planos pero no hubo manera y decidimos seguir nuestro instinto y subir otra vez hacia los restaurantes. Este no, este tampoco, este sí. Nos decidimos por un restaurante agradable dirigido por una pareja joven. Él con barbita, lentes de ratón de biblioteca y una sonrisa amable y pícara que sedujo a Mara. La propietaria, políglota vocacional, probó en portugués y en francés hasta que dedujo que éramos españoles. 
Resultaba embarazoso ver cómo nuestros vecinos se las arreglaban tan bien para hablarnos y cómo, para nosotros, el portugués era un trabalenguas que apenas resolvíamos con un, obrigado, Bom dia o un Boa noite. Salvo en una ocasión nadie se molestó porque utilizáramos el castellano para preguntar o comprar. Nadie nos dijo con sequedad que no nos entendía. Al contrario. Con la mejor de sus sonrisas intentaban hacer gala del dominio del castellano o de esa mezcla llamada portuñol que hacía que los entendiéramos bastante bien. ¿Por qué a ellos no les molestaba cambiar de idioma con el visitante? ¿Sentido del negocio? ¿Tal vez su independencia y la libertad de saberse hablando su lengua en su casa les hacía libres y tolerantes? Por supuesto allí nadie llamaba maleducado a alguien por hablar su propia lengua. ¿Por qué no ocurre así en España? ¿Por qué hablar entre nosotros en catalán, euskera, gallego o valenciano es juzgado con rechazo? Está claro que la integración de la diferencia en España es una herida no cerrada. Portugal puede, porque así lo ganó en su tiempo, hacer gala de la tolerancia porque nadie viene a su casa a imponer su esquema de qué es un español y cómo debe comportarse o qué lengua debe usar. El castellano es la lengua en la que me enseñaron a hablar, la lengua que me ha hecho disfrutar de la cultura, mi lengua materna como lo es el valenciano, pero me niego a que nadie me lo imponga. Las lenguas nacen del deseo de la persona en comunicarse y no de los otros de imponerle su criterio. Cambio al castellano por mi voluntad cuando se que así me entenderá la persona a la que me dirijo. Es mi decisión no mi obligación. No lo digo yo, lo dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ojalá yo supiera portugués y pudiera corresponder a su gentileza con mi esfuerzo intentando corresponder el suyo.

Cenamos muy bien. Portugal comparte un gusto por la comida que hace que no se extrañen los sabores. Queso como en Extremadura, Bacalao en la mejor tradición ibérica, vino blanco. Todo muy familiar. Pagamos y dimos un rodeo hasta el estuario y después de vuelta por el eje que forman la Plaza del comercio y la Rua Augusta, hasta la plaza Pedro IV en la zona llamada Rossio.
Era hora de tomar un taxi y volver. El taxista un hombre larguirucho y con un aire a lo Fernando Fernán Gómez, emanando sospechosos vapores etílicos que no le impidieron conducir con habilidad, nos llevó de vuelta en su vehículo algo destartalado. Hablaba un castellano bastante correcto porque, aunque se había criado en Portugal, era nacido en Vigo de madre española. Con satisfacción proclamó sus raíces españolas y habló de la presencia del castellano en su familia. Portugal, dijo, es un país muy pequeño, de unos diez millones de habitantes. La crisis se sufría también pero de otra manera. Sabía que su país era un actor pequeño en un continente de gigantes norteños. El tiempo de glorias, de colonias y conquistas había pasado. Eran conscientes de que debían aprender a vivir como un modesto país en el rincón más occidental al sur de Europa y aceptar que no había vida fuera de ella.

Silvino, un amigo portugués con el que trabajé ,me habló hace años de una corriente de opinión lusa que yo no conocía. El proyecto de una Península Ibérica unida. Juntos, España y Portugal haríamos un país de casi sesenta millones de habitantes, me dijo. Estaríamos muy cerca en población de países como Francia, Reino Unido y ya no tanto del coloso germano. Lo mire con escepticismo, pero la verdad es que en la práctica estamos funcionando en muchos ámbitos económicos como tal. Muchos productos llevan el distintivo de la corporación, digamos Procter&Gamble y el adjetivo ibérica.

¿Seríamos capaces de convivir sin rencores? ¿Sabríamos mantener identidad y justicia regional? ¿Alguien les acusaría de carecer de modales por hablar entre ellos en portugués? No tengo respuestas. Soy por convicción internacionalista. Pienso que el nacionalismo político de uno u otro signo ha sido el cáncer que ha causado dos guerras mundiales y otras tantas regionales en Europa. El proyecto europeo, como fue concebido, era el gran salto hacia un futuro más tolerante alejado de las guerras de vecinos de antaño.Hoy por hoy veo que la tela sigue sin estar tejida. En España se sigue viendo con desconfianza la diferencia. A nadie se le ocurre en el centro de España en pensar en aprender uno de los idiomas que tienen el mismo derecho, según su propio criterio de ser también españoles. No es así y el español es sinónimo del castellano. El abismo norte-sur amenaza en agrandarse aquí y en toda Europa se imponen los clichés que nos desunen y que nos encierran en las fronteras.

A raia, la raya, las fronteras no son realmente tanto una separación física, la frontera siempre acaba por ser mental.

*La raya es el nombre que se le da a la frontera entre España y Portugal. Fue trazada entre los dos países pero los habitantes a ambos lados comparten en gran medida una cultura común.

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