Surtido de Ibéricos II: Mérida del sol a la tormenta





El sol declina y se filtra casi a ras de tierra bañando de rosas y naranjas un puente que se ha mantenido dos mil años en su lugar. Un grupo de adolescentes pasea al contraluz de un chubasco de blanco espeso que corona la silueta recortada de los edificios de Mérida. Algún fotógrafo se ocupa de dejar constancia del lugar y el momento mientras otro grupo de gente joven hace bromas y provoca a las  muchachas que pasan. El puente sirve de nexo entre las orillas como ha venido haciendo durante siglos pero ahora de forma perezosa una vez jubilado de sus funciones por dos modernos puentes que lo flanquean por ambos lados del Guadiana. El Alcázar, una ruina imponente, se alza junto al estribo como recordando que el poder siempre dispone de medios para acallar una población rebelde. De las murallas romanas a la fortificación árabe, hoy apenas un cascarón vacío, el recinto parece esperar tiempos mejores en los que vivir intramuros sea la garantía de la supervivencia.
Mérida tenía aquel miércoles de verano un aire añejo. La plaza España arropaba a los grupos de locales y turistas que se refrescaban en las terrazas. Niños corriendo, la fuente con sus surtidores, los palacios convertidos en hoteles y el ayuntamiento con su espadaña y su cigüeña guardando el nido. Parecería una coreografía para un rodaje. Entra niño con helado, se sienta una mujer con un grupo de amigos, turista que pasa, niña con bicicleta rosa, panorámica izquierda derecha. La plaza era un dejà vu en aquellas plazas de Sucre o Cochabamba, de aquellas tardes de paseo de mi niñez o tal vez de la juventud de mis padres. 


Hacía calor, pero no tanto como puede llegar a hacer en estas tierras. El aire mucho más seco que el del Mediterráneo permitía disfrutar del calorcillo del final de agosto sin agobios. Las noticias de Valencia hablaban de nubarrones que presagiaban las previsibles precipitaciones de final de temporada. Aquí, en cambio, el verano seguía regalando una tarde apetecible deambulando por las estrechas calles de la capital extremeña. Calle Santa Eulalia arriba nos acercamos al mal llamado Templo de Diana. Por fin liberado de la coraza de muros con que sucesivos propietarios lo fueron cubriendo, han tenido el acierto de dejar parte de la arquitectura invasora integrada en las magníficas columnas clásicas. Los restos de un palacio construido en el siglo XVI se combinan en una especie de armonía parda con el monumento de época romana


Mérida sigue siendo en gran parte una colina de detritus sobre los restos de aquella ciudad fundada, como Valencia, para acoger a los veteranos de las guerras coloniales. Por todos lados aparecen restos de su pasado que si bien fueron despreciados en el pasado ahora son el orgullo y fuente de ingresos para los locales. Calle arriba fuimos explorando entre tiendas de souvenirs Made in Roma y tiendas donde vendían embutidos de la tierra y ese queso de fuerte sabor y textura cremosa llamado Torta del Casar.
La cima de la colina es donde se ubica el Museo Romano y el parque que alberga el anfiteatro y teatro que tan famosa han hecho la ciudad. En realidad no fue hasta hace unos ochenta años que se decidieron a sacar de las profundidades los restos y recuperar los edificios públicos de aquella ciudad en los confines occidentales del Imperio.
Era ya de noche y desde los locales de tapas y comidas cantos de sirena intentaban convencernos de las bondades de su carta. Decidimos hacer caso omiso y bajar hasta el llamado Arco de Trajano. Los restos imponentes apenas dejan ver cómo fue el conjunto original y sólo hablan de la habilidad constructiva de aquel imperio de ingenieros. Adosado a la construcción había un restaurante de diseño que con buen gusto fundía la modernidad más absoluta con los restos del pasado. En los alrededores una placita y muchas terrazas con gente joven dispuesta a disfrutar de la noche. Mérida hervía de actividad como punto final de un mes de agosto y antesala de sus futuras ferias. 

En el artículo anterior hablaba de las diferencias entre nuestras tierras y las de la meseta. Pues bien, aquí, en esta estructura urbana, arquitectónica y humana veía ese aire indefinido de tantas ciudades de España. Las callejuelas, los paseos arbolados, las construcciones y la gente y su forma de vestir nos transportaban a ese concepto que también veríamos en Portugal. Finalmente los siglos de historia común conllevan muchos elementos culturales y señas de identidad que nos unen. Como me decían en Latinoamérica sólo a costa de mantener la boca cerrada. Son los acentos y los idiomas los que finalmente marcan diferencias que de otra manera serían difíciles de detectar incluso para un nativo. ¿Quien ho ha ido por algún país de Europa ha visto un grupo y ha adivinado sin dudar que son españoles?
Por fin decidimos volver a la zona de los bares de tapas y entrar en el primero. Menú económico y delicioso. Extremadura hace honor a su fama de lugar donde se come bien. Pero bien pronto acabó la fiesta. El teléfono dio un aviso y con sorpresa vimos que la tormenta estaba acercándose. A penas a unos miles de metros el gráfico mostraba los colores de fuerte lluvia. Como en sincronía, confirmando la información llegada del satélite, un trueno estalló en la calle. Tiempo se salir hacia el hotel ya que sin paraguas y sin saber dónde o cómo llamar a un taxi podíamos tener que correr en pleno aguacero. Casi dos kilómetros y medio nos separaban del hotel. A pesar de apresurar el paso parecía que la tormenta nos alcanzaría. Desde el puente pudimos ver el magnífico espectáculo de rayos con los que Júpiter nos regalaba para completar un entorno tan romano. Cada vez el retumbar de los truenos llegaba con menos retraso y más fuerza. Una nueva chispa y el cielo pintaba de un morado fúnebre. El viento agitaba los arboles de la ribera cuando llegamos al otro lado. Las calles estaban vacías y pocos con pocos coches. La cuesta se hizo eterna mientras la tormenta se desataba entre goterones. Mara apenas podía mantener el ritmo y la respiración. Pero esta vez ganamos la carrera. El viento nos persiguió por los pasillos del hotel dando algún furioso portazo, pero por fortuna sólo rompió a llover cuando estuvimos a salvo en la habitación.

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