El eterno retorno





Primer domingo de agosto de 2013. Son ya varios los fines de semana en los que paso a recoger a mi madre. No se si ella se da realmente cuenta de la rutina que se ha creado por más que mi padre me insiste en que me espera con ilusión y arreglada. Sí se que mi padre está ansioso de estar un rato a solas sin ese fantasma que recorre la casa abriendo cajones e intentando reproducir antiguas rutinas de ama de casa con el criterio de una persona demente.

Mi madre no ha perdido la coquetería femenina. En cuanto ve un espejo se intenta arreglar el poco pelo que le queda. Había intentado maquillarse, pero su enfermedad neuronal le había llevado a mancharse de carmín fuera de los labios y a pintarse ojeras más que la raya del ojo. Encorvada, aferrada a su bolso, me ha acompañado y hemos cargado la silla de ruedas en el coche. He pensado que le gustaría ver a su hermano que vive en La Drova.


La Drova siempre ha sido un lugar recurrente en mi vida, mi particular paraíso perdido de las vacaciones de la infancia. Al valle, oculto entre montañas, se accede por una carretera empinada que la vieja Lambretta no pudo escalar cargado de una familia de dos niños y sus padres la primera vez que intentamos subir.

Acabábamos de pasar el “Barranco de Borrell” por el diminuto puente donde una joven murió en los años sesenta. Todavía recuerdo la pequeña cruz que se alzaba sobre el pretil y que tantas veces vi. Mi madre parecía un pajarillo en el asiento del copiloto. Atónita y ensimismada apenas si soltaba unas pocas palabras en un susurro apenas audible. Parece por momentos que está ausente de la realidad, pero en otros conecta y hace preguntas de lucidez pasmosa. - ¿A ti te gustaría que te llevaran a una residencia o crees que es mejor estar en casa?- He sido sincero. Si estoy bien me gustaría estar en casa, pero si necesito ayuda pienso que donde mejor estaría sería en una residencia. Ha balbucido algo sobre Maruja Lloret una conocida que ya se encuentra interna en una de ellas.

En los años sesenta la carretera era mucho más primitiva. Tras pasar Marxuquera el asfalto se convertía en un firme de tierra. Las curvas se aferraban a la repisa tallada en roca caliza hasta que se abrían al fresco receptáculo llamado “La Caldereta”. La empinada rampa se alargaba eternamente hasta vislumbrar la raja vertical de la cueva de “Parpalló”. Un esfuerzo más del vehículo y se bajaba a la umbría de la pinada de la Drova. Al sur las paredes de piedra gris y verde exhuberante, siempre fresco y sombrío hasta en pleno verano. Al norte los riscos calcinados repletos de cuevas que ,por el lado del “Peñalba”, hacían soñar en los paisajes del lejano oeste y en las gestas de los aventureros. Ya no existe el cartel que mostraba una señal de peligro indefinido y un rótulo con grandes letras que decía “Muchos niños”.

No he girado la cabeza al pasar la calle donde aprendí a montar en la bicicleta de mi primo Salvador. La casa, una de la de los colonos de la primitiva granja del Monasterio de la Valldigna, tenía unos muros gruesos como de muralla. Mis padres y mis tíos la alquilaban y pasábamos los meses de agosto explorando un país maravilloso lleno de sendas, fuentes y árboles misteriosos. Creo que si alguna vez he tenido alas fue cuando bajé la ladera de la montaña bajo la fuente de “La Monjeta” saltando los márgenes con una sensación de velocidad y la euforia grabada en mis recuerdos. ¿Qué sera de Eddy el niño que era mi amigo en los veranos? Una noche de alguna de aquellas vacaciones no me podía dormir y recuerdo las horas acostado en un colchón del suelo y mirando por una ventana que finalmente se llenó del azul del alba. Revivo ahora a mi abuela fabricando horchata, moliendo las chufas con un mortero y añadiendo arroz a la mezcla, a mi primo Vicente, mayor que yo pero con cierta discapacidad psíquica que no impedía que jugáramos, a mi primo Salvador y sus mentiras infantiles.

Los árboles han crecido y la carretera cada vez está más rodeada por sus altas copas. El coche ha entrado en la calle Aleacrà i he aparcado bajo el algarrobo que un día fue mi reino. Parece que el tiempo transcurre de una forma más pausada para él, ya que sigue verde y fuerte. Mi tío Salvador estaba trajinando en el jardín. Conforme envejecen los dos hermanos van adquiriendo un parecido que delata su parentesco. El amor ha vencido al olvido y se han fundido en un intenso abrazo emocionado entre lágrimas.

Mi madre, con mucha dificultad, ha subido con torpeza la escalera hasta la terraza, sostenida por su hermano y su hijo. Hemos conversado nosotros ya que tras los saludos iniciales ella se ha encerrado en un silencio catatónico con su mirada perdida entre las frondosas laderas de la umbría. La he dejado al cuidado de mis tíos y he ido a saludar al chalet vecino, propiedad de la viuda y los hijos de mi tío Joaquín. En la cocina he visto a mi infatigable tía Hilde preparando la paella de los domingos. Hay tristeza entre las familias de clase media. Unos con las empresas a punto de quebrar, otros en el paro, otros luchando contra los recortes o temiendo la falta de liquidez de la administración regional. Los más pequeños, felices, disfrutaban de unas vacaciones con, supongo, la feliz inocencia que una vez yo tuve. Mi prima le ha acercado su bebé a mi madre que ha recuperado el interés y su cara se ha iluminado con una sonrisa llena de ternura y amor que, por un momento, ha unido la vejez con la más tierna infancia.

Bajar ha sido complicado. Mi madre ha perdido el reflejo de alternar los escalones y los pies. Mi tío y yo le hemos guiado, por momentos dirigiendo el pie, hasta que ha llegado abajo. Ha perdido la sandalia y sentada en el tercer escalón se lo he calzado. No he podido evitar pensar en mi hija cuando era pequeña y necesitaba ser atendida en todos estos menesteres. Arrastrando el paso y a punto de desfallecer, las fuerzas le han alcanzado para entrar al coche. Apenas hemos cruzado palabras en el camino de vuelta. Al entrar en casa ha vuelto a quedarse paralizada, agarrada a la reja de la escalera, con las piernas fallándole. Con una mano la he sujetado – por fortuna pesa muy poco – con la otra he abierto la silla de ruedas y la he sentado. Arriba ya, en casa, ha bebido un gran vaso de agua.

La Drova, mi valle, la infancia perdida. No existe Shangri-La a pesar de que para mí la Drova me llene de una profunda e íntima felicidad. El paisaje es suficientemente longevo para mirarnos con la condescendencia del que sabe que seguirá cuando nosotros ya no estemos. Tal vez un día sea yo el que seré llevado a mi valle. Tal vez caminaré con pasos inseguros. Seguramente tendré la vista cansada y levantaré la vista a las montañas recordando mi vida si la memoria no me traiciona

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