Días de playa (I)



El equipo de socorristas de aquellos principios de los ochenta era bien diferente de lo que sería unos años después. El capataz, porque en realidad el grupo funcionaba como una ramificación de un equipo de estibadores, era un tipo de El Grao a medio camino entre un cacique de barrio y un esbirro del poderoso de turno. Se había ganado la reputación y el poder a base de dar y recibir favores y por ello era una figura de la barriada.

El Grao nunca ha sido Gandía por más que sea legalmente su barrio marinero. El Grao era un mundo aparte de relaciones sociales siempre inaprensible para los gandienses. Era un lugar, se decía, para un matriarcado fuerte. El marinero podía estar embarcado y en la otra parte del mundo o de farra en la taberna y ello exigía una figura fuerte en casa. El hombre era todo fuerza y valentía en el mar tanto como podía ser bocazas, mujeriego e irresponsable. Una madre, esposa y pilar de la familia que podía ser a la vez una cocinera excelente, una negociante impenitente o colaboradora en la reparación de las artes de pesca.

La mayoría de mis compañeros eran antiguos marineros, portuarios, pescadores, jornaleros de la naranja o trabajadores de base. La única cualificación que podían aportar era que eran del Grao y que sabían defenderse bien en el mar. Siempre se había hecho así desde que existían los socorristas en la playa y, en honor a la verdad, sabían mucho más del mar, los vientos y las corrientes que yo jamás llegué a saber y nadaban suficientemente bien para poder salir con una persona en apuros si era necesario.

Yo fui uno de esos casos en que entré por arriba, recomendado por Don Eligio, el médico amigo de mi padre por entonces concejal del ramo. Por empeño de mi padre me preparé el verano anterior como socorrista y fui el primero que presentó el título aquella primavera de 1980. A pesar de mi desconocimiento del mar era un excelente nadador con años de entrenamiento y la fuerza de la edad. La fotocopia  del título, entregada al capataz desapareció misteriosamente ya que afeaba el curriculum de los demás. Por si fuera poco ponía una pica en Flandes al abrir la puerta a la exigencia de cualificaciones legales para ser parte del equipo. En los años siguientes, ciertamente, el equipo empezó a ver más caras provenientes del mundo de la universidad y con las cualificaciones que hoy se consideran imprescindibles.

En favor del capataz he de decir que se ganó mi respeto por su capacidad de liderazgo y por su tolerancia al permitirme asistir a los exámenes que yo tenía en els instituto o después en la facultad. Con el paso del tiempo creo que vieron que yo era persona en la que se podía confiar en una de las emergencias que podíamos llegar a sufrir. Algunos años después su hijo heredó el puesto. Cuando todo acabó, cuando demandamos al ayuntamiento exigiendo mejores condiciones laborales, él se vio obligado a mostrar sus cartas y nos abandonó. Pero de eso ya hablaremos.

Yo era poco más que un adolescente criado en un ambiente conservador y de buenas costumbres situado repentinamente en un mundo de trabajadores duros, rudos, tan vividores como bebedores, muchos de ellos. La verdad es que los recuerdo con afecto. Tenían fama de ser hedonistas pero yo creo que en conjunto eran muy buena gente, divertidos, locos en el mejor sentido de la palabra, arrojados y valientes si era necesario. Con ellos aprendí mucho en todos los sentidos. Aprendí tanto del mar, los vientos y la previsión meteorológica a la vista como de las grandezas y las miserias de las personas y las condiciones de vida de la clase trabajadora sin estudios. El ser humano es tanto un cúmulo de grandes valores como de inmensos defectos y la moral siempre es relativa al entorno en donde uno vive. Lo curioso es que, a pesar de que yo nunca cambié demasiado mi modo de vida ordenado, pasé a ser etiquetado, como supe después, como animal de playa no recomendable para cualquier niña bien de mi edad.

Uno de mis compañeros, hoy ya fallecido, padecía de un alcoholismo grave. Se decía que la muerte de un hermano más joven, aplastado por una bala de papel en el puerto, le había sumido en una tristeza sólo mitigada con la bebida. Como en una hermandad todos sabíamos de su problema y protegíamos lo que era un secreto a voces. Sobrio era una persona bastante afable. Borracho podía llegar a ser un energúmeno que vociferaba y maldecía con lenguaje portuario. No soportaba ver a nadie comiendo uvas. Decía que era un sacrilegio. Blasfemando en el fondo decía que era la sangre del Señor, queriendo decir que mejor era que fueran destinadas al alcohol que le daba vida y le mataba a la vez.

Yo fui adjudicado comopareja de un vividor de playa unos diez años mayor que yo. Por entonces él tenía veintisiete, una vida a sus espaldas de fiestas y orgías desde su pubertad, un matrimonio fallido y una hija que no había llegado a conocer. De pequeño había sido la mascota de fiestas salvajes en el Asombro o en el Kentucky, aquel local con decoración de taberna del lejano oeste que dio nombre a un barrio. Se había criado en la mala vida, el Don Perignon, el hachish o las papelinas de LSD. Rubio artificial, moreno cuidadosamente trabajado, con pose estudiadamente seductora, cadena de oro del tamaño de un barco y gafas de sol Ray Ban de espejo era el perfecto prototipo de ave nocturna. Siempre en equilibrio, con una vida al límite, llevaba una triple vida de camello al menudeo, seductor de noche y untoso animal de playa. Por la noche iniciaba sus correrías de lobo a la caza y jugaba a seducir a dos o tres mujeres a la vez y montarlas en su coche de asientos forrados de cuero blanco o llevarlas a cualquier apartamento de playa. Era el tiempo en que el SIDA no existía y todo parecía permitido.

Éramos la pareja más opuesta que se podía dar y con todas las probabilidades en contra para congeniar. Creo que llegamos, por esas extrañas combinaciones que tiene la vida, a apreciarnos y respetarnos. Las muchas horas en la playa permitían esa camaradería y, siendo yo responsable en nuestro trabajo él se podía tomar alguna licencia en el mar, escondido en un barracón de hamacas o, incluso, en la terraza de alguna torre de apartamentos. Finalmente yo parecía el adulto y él el adolescente alocado que, a toda velocidad, está a punto de hacer derrapar su vida. Por aquel entonces tenía un bebé fruto de la relación con una muchacha de familia de clase media de Gandía. Ella había abandonado su casa justo al cumplir los dieciocho años con ese empeño que da el amor enloquecido. Sus padres odiaban a muerte a mi compañero que había destrozado sus sueños de un matrimonio tradicional. No olvidemos el año. España no era ni de lejos lo tolerante que es hoy.

La pareja se rompió apenas un año después. Un día, al salir de la playa antes de la hora, la encontré saliendo de la playa borracha como una cuba y llorando desesperada de soledad y desamor. Los gatos nocturnos siempre salen de ronda y con diecinueve años un hogar vacío, un bebé y un marido seductor se llevan muy mal. La muchacha se abrazó a mí y lloró todas las penas mientras la ayudaba a llegar a casa de sus padres. Irónicamente aquel que sólo se apiadó de ella fue visto y juzgado por las apariencias. Alguien de Gandía que me conocía pensó que yo era un seductor más y le faltó tiempo para cotorrear a mi costa.

Fue años después que la vi ya con su vida rehecha. Imagino que por vergüenza se hizo la desentendida. A él lo he ido viendo de tanto en tanto. Siempre ha tenido esa imagen del vividor que no quiere dejar de ser joven. Fue apañándoselas, de oca a oca, siempre en el mundo de la noche. Realmente no se ya nada de su vida. Como dijo Ernesto Sábato nuestras existencias transcurren en túneles que, a veces, por paralelos se comunican durante unos metros hasta que finalmente acaban por separarse en la oscuridad.

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