En la cornisa


La vista era, a pesar de todo, hermosa. Desde la cornisa del piso dieciséis contempló la marjal y las montañas que asomaban entre las siluetas a contraluz de los edificios. El sol brillaba mortecino y frío antes de ocultarse. Pocos eran ya los huecos que habían quedado en el tramo final de la playa infestado de torres como aquella con la que había iniciado su fulgurante carrera. Una última raya de coca para darse ánimos.

Aquella tarde de noviembre soplaba un húmedo viento del mar que estremecía su cuerpo sudoroso tras el esfuerzo. Una sensación amorfa y gris lo inundaba de indiferencia una vez tomada la decisión de saltar al vacío. Allá abajo el jardín, que pomposamente en la publicidad había sido llamado "El paraiso de los niños", se apiñaba entre pistas de tenis y bloques cemento. Cualquier resquicio legal había sido útil para disponer de un metro más en oferta. Apenas algunos coches circulaban por las calles en temporada baja y salvo el portero, entretenido cortando el césped, nadie más podría ver el último vuelo del constructor. Acercó sus pies unos centímetros más hasta que las puntas de sus zapatos sobresalieron en el vacío. ¿Cómo tenía que poner los brazos?. Qué pregunta tan estúpida. Para suicidarse sólo bastaba con dejarse caer como un bulto amorfo. No, qué cojones, ya que saltaba intentaría abrir brazos como un saltador olímpico y sentir por unos segundos cierta sensación de elegancia. Un mutis por el foro, pero al menos con cierto estilo. Apenas necesitó un pequeño salto y todo el universo cayó en una vorágine que estalló en el sordo y silencioso negro de la muerte.
Juanjo fue un estudiante aplicado. Entre bromista y cumplidor pasó sus años de instituto más dedicado a las ciencias que a las humanidades. De su familia había heredado un sentido comercial poco dado a zarandajas intelectuales. Vivir, comer, disfrutar de la vida e ir acumulando patrimonio. Nada de libros de poesía o veleidades musicales. La fórmula era trabajar, trabajar y dar pequeños sablazos, si era posible, en el pequeño negocio de fontanería. Se decidió por la arquitectura técnica por su sentido práctico de la vida. No tardó en superar todos los obstáculos convirtiéndose en un bruto ilustrado, un tipo capaz de hacer un plano a toda velocidad, pero sin la menor sensibilidad para la belleza, la literatura o tantas otras cosas que como no dejaban, era mejor dejarlas. Ya en esa época compró su primer scooter de los salarios que había ganado ayudando a su padre en las chapuzas de la fontanería. Tenían suficiente gracia y salero para salir airosos de cualquier situación comprometida, capacidad para venderle un burro cojo a un gitano o justificar que una cañería torcida era el producto de sofisticadas técnicas de ingeniería. Nada grave que no pudiera ser solucionado con dos martillazos o un colega eficiente. Si bien no ganaron muchos amigos, tampoco estafaron tanto como para llegar a ser odiados. Los domingos copa, coñac, puro y salidas de caza, entendiendo como tal ir a Albacete a matar dos liebres y pararse en el camino de vuelta a retozar entre las ubres de cuatro meretrices. Padre e hijo. Cincuenta cincuenta. Libertino y bien dotado hacía de las suyas por el campus cautivando con su sonrisa de niño, que nada debe, y disfrutando de cuatro años de sexo estudiantil.
Acabar fue empezar. Era un buen momento para el negocio de los ladrillos y donde hacían falta oficiales se contrataba a simples obreros y donde se necesitaban arquitectos bastaba con aparejadores novatos. Fue una época feliz. Momentos de paredes oblongas, hileras de ladrillo que oscilaban como olas en el mar, puertas que no abrían sin tropezar con la loza del baño o armarios de ladrillo visto forrados con un poco de tablero de melamina. Días de martillazos salvajes para instalar el mobiliario, instalaciones eléctricas caóticas y ventanas que no cerraban. Juanjo aprovechó su posición de jefe de obras para que el negocio de fontanería familiar progresara en el río revuelto. ¡Qué época aquella!. Todo valía, todo se vendía. Hordas de rumanos y búlgaros aprendían una jerigonza entre el castellano y el valenciano a base de mezclar cemento. El dinero fluía generoso desde los bancos hasta la tribu de la chapuza. Fue un momento de gloria. Dias de vino y ensaladas generosas compartiendo mesa con tipos que se hacían llamar electricistas, fontaneros, escayolistas u obreros y que en realidad sólo eran actores con papel en muchas superproducciones millonarias.

Del scooter al BMW en dos años. Todo un record. En la constructora donde trabajaba se le llegó a apreciar porque sabía dónde comprar el material o los servicios al menos un cincuenta por ciento más baratos. Todo valía, azulejos pasados de moda ya en los años setenta, cemento chino o muebles cojos. En la memoria de calidades todo era un lujo expresado escuetamente con palabrería escurridiza como una anguila para evitar querellas. Tanto se acostumbró a rebajar dinero del presupuesto, que al final acabó considerando desviar una parte para redondear su salario y mirar con ojillos golosos unos posibles solares donde antes sólo hubo arena y cañas.

No le molestó demasiado ser despedido a las bravas por su jefe, un antiguo emigrante andaluz que aparejaba muros en los setenta. El despido era sólo un nivel adicional en su tradición familiar de salir por puertas tras una chapuza mal acabada. En ese momento ya comía cada semana con políticos de todos los colores y les facilitaba todo el sexo y las juergas que pudieran desear. Se daba buena vida, eso es cierto. Su panza de veintiocho años empezó a crecer como la curva de ventas de la constructora que fundara junto a dos colegas de parranda. Constructora El Paraiso, buen nombre para una empresa dedicada a mancillar los rincones más coquetos de la costa valenciana. A todo trapo empezó a mover fichas en el monopoli de los planes recalificadores. Nadie le ganaba en contactos y amistades y, como rey Midas, con el soporte de los bancos, movía dineros y voluntades en el mar de incertidumbres de la subida acelerada de los precios. Podía estafar a voluntad. Ataviado con su impecable imagen juvenil metía en la ratonera a cuantas parejas de clase media se le acercaban prometiendo oro y moro, para olvidar sus ofrecimientos en cuanto la hoja de cálculo le indicaba debía recortar gastos. Cualquiera que se acercara a las obras percibía el inmenso caos de aquellas torres de Babel. Búlgaros, peruanos, bolivianos, rumanos y dos o tres nativos alcoholizados pugnaban por alcanzar la gloria de la desidia y el desastre. Cualquier personaje ambicioso obtenía el título de jefe de obra sin mucha complicación. Juanjo con diez minutos de supervisión daba las órdenes oportunas para que aquello el menos pareciera funcionar. Nada importaba. Total, cuando el desastre llegaba a su fin, valía el doble y nadie deseaba perder los réditos de su inversión. Callados como putas los clientes tragaban quina y soportaban el tedio de mil y un parches encomendados a Atanás, un búlgaro gigantesco y taciturno que sin inquietarse mucho en darse prisa atendía todo el flujo de las pequeñas reclamaciones. Tuvo la suerte de librarse de veinte querellas porque disolvió su sociedad limitada y quedó parapetado tras otras veinte argucias legadas de su magnífico asesor.

Así era su vida. Casado con una rubia oxigenada de cuerpo curvilíneo y divorcio reciente, el cazador había sido cazado en la inmobiliaria donde Carla se dedicaba al trapicheo de pisos e hipotecas con incautos bolivianos. De la peluquería donde hacía permanentes pasó directamente a la sangrienta batalla de la compraventa de pisos en una ciudad donde esta suerte de negocios florecía como champiñones. Carla acarreaba un gordito de siete años cerril y salvaje como su padre y con la vulgaridad de su madre. Buen sexo y mucha intuición femenina y el encefalograma del aparejador quedó plano como la superficie del solar que andaba preparando para la próxima obra. Viaje de luna de miel a Punta Cana con el gordito salvaje aparcado en casa de los abuelos. Breve paréntesis para una vida feliz en el lujoso chalet con piscina, pequinés y gordito tocando los cojones.

Todo empezó con el año y con el caso de corrupción urbanística que le alcanzó de lleno. Visita de la policía, grabaciones de maletines de mano en mano y demasiados millones sin justificar. Precisamente estaba en la tumbona disfrutando del sol de julio, cuando el móvil le dio el toque de gracia. La recalificación de la playa norte había fracasado por una de esas absurdas peloteras entre derechas e izquierdas. Veinte hanegadas de solares volvían a ser lo que nunca dejaron de ser, secarral, cañaverales y algunas palmeras. Empeñado hasta las orejas, su vida se le escapaba como las bolitas del bombo de lotería. Primero cayó el gordito, después la oxigenada, el chalet en agosto, y los solares embargados en octubre. El dominó se desplomaba ficha a ficha y sólo quedó al final la suya propia. Juanjo nunca había aspirado ser héroe o mártir.

Negro, nada. Ojos de pez, atónitos reflejando los baldosines de lujo provenientes de un saldo. Un hilillo de sangre y coca colgando de las fosas nasales. Cuerpo convertido en silueta a fuerza de gravedad mientras la vecina de batín rosa y el portero lo rodean en silencio entre la curiosidad y el horror.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy