Marzo de 1981



La vieja bolsa de tela de nailon colgaba del brazo marcando su peso en la piel con líneas carmesí. Bufando por el esfuerzo Lola se recorría toda la calle Mayor. No podrían envenenarla, pensaba. Una sonrisa de triunfo dibujaba en su rostro el monólogo interior. Su bastón iba abriendo espacio entre los peatones como un machete en la selva mientras ella se concentraba en no tropezar. En realidad no llegaba a ver las caras de aquellos con quien se cruzaba ya que su retorcida columna hacía que su cabeza estuviera más cómoda mirando el suelo que levantando la mirada. Su forzada postura le permitía, no obstante, ser la primera en recoger los pequeños tesoros perdidos o abandonados en cualquier lugar del pavimento. El sonido de cafetera advertía de su llegada pocos segundos antes que lo hiciera el pestilente olor que despedía su cuerpo. Una vieja gabardina cubría el vestido floreado que tuvo su momento treinta años antes, cuando la comunión de su sobrino. Lola no se había lavado en mucho tiempo más por descuido que por convicción. Las sustancias acumuladas en su ropa interior despedían en cada bamboleo un ácido efluvio que amedrentaba hasta los estómagos más sufridos. La anciana, dando pequeñas cabezadas, llegaba a emitir trozos de frase para sí. - ¡Ja! Eso no se lo esperaban. ¡Desgraciados! Creían que era tonta, pero no pensaban que podía llevármela conmigo- . En su bolsa una enorme olla a presión contenía un caldo soso preparado con los restos que rescataba del contenedor del Mercadona de la esquina y todo lo demás que necesitaba para cocinar metido en bolsitas recicladas y botes vacíos de mayonesa. Poca cosa, Lola era una mujer ahorradora y se arreglaba con poco. En el banco no tenían más remedio que tragar sus excentricidades de enferma mental porque era uno de los clientes con cuentas más saneadas. Éstas crecían por momentos ya que casi todo eran ingresos y las cargas más que mínimas. Alquileres, acciones, plazos fijos y rentas de cien hanegadas. Sólo con vender la mitad de su patrimonio en tierras hubiera podido vivir cien vidas como la actual. Los empleados se escondían siempre que podían en mil excusas, pero habitualmente la anciana, para su suerte, sólo quería hablar con el director. La pregunta era siempre la misma y la respuesta invariable era el extracto del saldo. Lola recelaba de aquel tipo entrajado pero al final no tenía más remedio que aceptar su palabra y la impresión mecanizada en su arrugada libreta de ahorros. Éste hacía de tripas corazón, respiraba por la boca cuantas menos veces mejor, no sin antes haberse escondido dos algodones en las fosas nasales para evitar así la más mínima emanación. Cada visita de Lola era una tortura, no sólo porque traía los billetes enrollados en una gomita y escondidos en el canalillo. El dinero venía cubiertos de una capa de grasa de origen indeterminado e impregnado del mismo olor a inmundicia que su propietaria. En su esfuerzo por sacarlos hacía todo tipo de movimientos que inundaban el despacho de una atmósfera pesada. Tan pronto como podía despedía a la anciana con cualquier pretexto. El emperifollado ejecutivo corría a las ventanas y sacaba la cabeza boqueando como un pez sin agua. Saboreando la dulzura del aire fresco se proponía para sí mismo una vez más el inmediato cambio de sucursal. Del jueves no pasaba que lo hablaba con el Jefe de Zona.Lola seguía su periplo por las calles del centro. Sus ojos abotagados escrutaban la calle buscando conocidos y sólo si estos se despistaban podía alcanzarlos e iniciar una pequeña charla amable. Hablar con Lola era prueba de fe para cualquier buen samaritano. Ver su graso cabello recogido en el moño, los cuatro pelillos mal avenidos de su barba y su boca mellada no era plato de buen gusto y cualquiera que era abordado por ella aguantaba menos de que lo que manda la buena educación. Sus obsesiones monotemáticas y preguntas absurdas desconcertaban, por otro lado, al más experimentado de los contertulios. A pesar de lo descabellado de sus afirmaciones nadie osaba en desmentirla ya que eran conocidos sus espectáculos histriónicos en plena calle. Uno de los que más la temían era el cura de la parroquia de San Pedro. El hombre recién llegado a destino intentó consolar cristianamente a la anciana y a cambio sólo consiguió de ella el rencor y la sospecha de pertenecer a todos aquellos que "estaban en el ajo". Otra de sus víctimas favoritas era un policía municipal, que a pesar de su porra y pistola se arrugaba sólo con verla al otro extremo de la calle.

Lola, como una pesada gabarra seguía calle abajo hasta llegar al paseo. En un periplo famoso por su regular puntualidad llegaba a la plaza de los palomos. Se detenía y tomaba asiento en su banco. Pobre del que lo ocupara ignorante de la tradición. Uno segundos bastaban para que huyera asfixiado. Sentada en su trono miraba a los niños de edad preescolar con ternura. A veces sacaba un caramelo y agitando la mano intentaba regalárselo al más cercano. Las abuelas que los solían cuidar permitían el regalo los segundos mínimos para que Lola no percibiera el desprecio. Rápidamente lo arrancaban con disimulo y lo lanzaban con asco en la papelera más próxima.

La vida no le había dado hijos. Su único amor partió para Argentina en vista del poco aprecio del que jamás llegó a ser su suegro. Ella fue navegando por el océano de la vida hasta que en 1981 el viejo calendario del Banco Atlántico quedara varado un mes de marzo. Desde esa época siempre era marzo de 1981. El tiempo quedó atascado en la cotidiana sordina que era su vida.Se sentía feliz acompañada de aquellos animales que no le hacían ascos. Sacó un par de mendrugos solo un poco mohosos y se dio un baño de palomas y sol de otoño. Cada vez le costaba más acarrear la bolsa de la comida. Pero no se iba a dejar vencer. Ya le habían intentado envenenar una vez, pero no iba a pasar más. El degenerado de su sobrino había entrado con aquella mujer y dos vecinas. Le habían dejado unas pastillas que jamás quiso tomar. ¡Tan tonta no era! Desde ese momento notaba sabores extraños en la comida y por ello decidió salir cada día de casa con la sopa preparada. Ya era mediodía cuando abrió la pesada puerta del domicilio familiar. El bisabuelo, tratante de caballos, había construido un amplio caserón en las cercanías del antiguo mercado de abastos. Casa de entrada amplia para las caballerizas, sólidos bloques de piedra rematados con escudo, primera planta y buhardilla para almacenar comida. La fortuna pasó al abuelo que supo mantener y agrandar el patrimonio de los Estruch. El padre heredó tan solo la tacañería, que si bien no le sirvió para los negocios, sí para mantener la extensa fortuna. Lola no supo ser otra cosa que rentista y vivir de lo que heredara de sus antepasados. De la parca vida encerrada en cuatro paredes pasó a la acumulación obsesiva de todo objeto que encontrara por la calle. Las viejas salas adornadas con muebles de los años veinte estaban atestadas de miles de restos de todas las playas posibles. Cartones junto a llantas de bicicleta, miles de periódicos y revistas, una silla coja, un cuadro del Corazón de Jesús y otro de San Pancracio, dos televisores despanzurrados y viejas latas del Cola Cao de los años setenta. Los pasos normales de una casa se habían convertido en angostos desfiladeros a punto del desplome. Las ventanas dejaban pasar una luz mortecina entre el polvo y las telarañas. Éste era el reino de los mil gatos que ronroneaban felices saltando de torre a torre de diarios o atrapando las sabrosas ratas que campaban entre las grietas. Lola había dado orden de que cortaran la luz hace diez años; ya estaba bien que le robaran con algo que podía ser gratis. El teléfono de baquelita era un objeto inútil y lleno de polvo y los únicos servicios eran el agua, nomás porque era barata, y la pequeña chimenea hornillo en la que quemaba los trozos de madera que sacaba de los contenedores cada noche. Lola calentó la sopa y devoró dos manzanas machucadas. Bajo el agua limpió los restos de comida y lo volvió a meter todo con esmero en su bolsa. Durante la tarde se sentó en una vieja mecedora y leyó novelas de Corín Tellado que podía recitar de memoria a base de leerlas y releerlas. Cuando la tarde cayó prendió una pequeña vela. Arrastrando sus pies encallecidos se acercó a la mesa, no muy lejos de la chimenea, y abrazó la olla con la fuerza del que sabe que en ello le va la vida. En los pies, bajo la silla, la bolsa con el resto de cachivaches. Una vieja manta cubría su cuerpo dando a su silueta la forma de un eremita del desierto. Sentada centró la mirada en el pasillo que llevaba a la entrada y miró con horror y fiereza. Cada crujido que salía de las profundidades de las montañas de basura la sacaba de su duermevela. Temblando de pánico miraba atónita las sombras hasta que el cansancio la vencía de nuevo. No me van a envenenar, no me van a envenenar, no me van a envenenar. La noche la encontró dormida sobre la mesa, un poco de saliva se deslizaba por su comisura de sus labios mientras sus pulmones resollaban con dificultad trabajando para mantener la vida más allá de la decrepitud. Allá sobre el armario un marco polvoriento deja ver una foto en blanco y negro. Una niña de unos siete años con lazo y vestido de volantes posa formal frente a un decorado de jardín romántico inglés con puente. Sentada en una butaca cruza sus piernas mostrando sus botines de charol. Sonrisa y la mirada viva de aquella Dolores enterrada en el pasado.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy