El arroyo


Ana calculó sus posibilidades con optimismo infantil. Saltó la zanja que le separaba del peral. Por muy poco no alcanzó la orilla y resbaló embadurnando rodillas y zapatos de aquella arcilla roja que teñía todo el pueblo. Un pequeño esfuerzo agarrada a dos matas y ya estaba en el huerto. Con habilidad de gato se encaramó al tronco, apoyó un pie tras otro y se sentó en una bifurcación de las ramas. Sentada en su trona arrancó una deliciosa pera de agua y la embistió a bocados. La pulpa se deshacía en jugos que acariciaban como hormigas juguetonas el dorso de su brazo. Como una pequeña reina miraba por encima de las crestas de los bancales el pueblo de casas de piedra y teja que crecían apiñadas en la base de la vieja iglesia barroca. El cielo de aquella mañana de poniente relucía nítido, como recién estrenado en el paisaje.

¿Quién te llamó? La anciana preguntó con ojos asombrados a su hijo. Fue Manuela, tú la llamaste y me telefoneó. No tardé ni diez minutos en llegar. Ataviada con una bata verde de hospital parecía mucho más endeble que de costumbre. Mujer de hueso ligero y paso rápido parecía una máquina que jamás se tuviera que detener. En el barrio todos la conocían por su amable pero inagotable cháchara. De tienda a tienda disfrutaba cada mañana de los pequeños chismorreos de un barrio que conocía desde hacía veinte años cuando junto con su esposo se trasladara al pequeño apartamento de noventa metros de protección oficial. En el balcón geranios y un canario pardo que escandalizaba una vez pasaba la muda. Su mundo era un santuario de butacones y armarios paralizados en el año de su boda. Los marcos con retratos de toda una vida, niños, adolescentes y una formal pareja de novios en blanco y negro. Era su mundo, limpio, cómodo, suyo.

¡Abuela! ¡Que se está durmiendo! Ana saltó sobre la anciana y se acurrucó en su regazo. De luto, desde la muerte de su padre cuarenta años atrás, arrastraba su cuerpecillo por la casa entre los fogones y el corral. Arrugada como una pasa, sus ojillos negros chispeaban bajo las capas de piel. A su edad tenía ese aspecto que toman los humanos en su vejez, cuando el viejo parentesco con los primates se torna más y más evidente. Sus manos duras como el cuero se enredaron entre las coletas acariciando con ternura sus cabellos. Ana podía sentir a partes iguales el olor corporal y el rastro del humo de la chimenea entre los pliegues de la falda que bajaba desde la anea de la silla hasta las toscas baldosas del suelo.

En la sala de espera mira sin comprender. Su vista recorre los alicatados como intentando percibir el sentido y la ley del orden de la cuadrícula. Un monitor parpadea desconectado sin mostrar nada más que la gráfica vacía. En los dispensarios se apelotonan decenas de cajitas con artilugios de la profesión de nombres tan poco románticos o imaginativos como palillos baja-lengua. Botellas y botellines con remedios de choque para urgencias imprevistas. Pociones mágicas capaces de resucitar a los muertos. En la calle la lluvia furiosa golpea la ventana en un día donde la luz se resiste a llegar. ¿Quién te llamó? Fue Manuela, mamá, te encontrabas mal y la llamaste. Ella me telefoneó. Anda, calla y relájate.

En aquel periodo de hambre un niño era indudablemente más feliz en un pequeño pueblo de montaña que en la más civilizada de las capitales. En la familia no se era rico, pero con lo que daban las pocas tierras de su propiedad y los productos de sus animales tenían suficiente para no necesitar más. Ana era remolona con la comida, pero su tazón de sopas de pan y leche con azúcar como desayuno nunca faltaban. La escuela no quedaba lejos, así que se tomó su tiempo aquel día de septiembre en acercarse al pequeño edificio pintado de blanco donde pequeños y mayores se apiñaban para recibir sus primeras instrucciones de vida. El gato pelirrojo del panadero cerraba los ojos relajado mientras absorbía con placer los primeros rayos de la mañana. Apenas un chasquido y un canto rodado, gordo como un huevo, le golpeó el espinazo al rebotar en el muro. Espantado dio tres saltos y aferrándose a la parra escaló hasta alcanzar el balcón. Entre ofendido y aliviado vio cómo Ana se alejaba dándole una patada a otra piedra de la calle.

La doctora entró como levitando en el cuchitril pomposamente llamado box número cinco. No debía pasar de los treinta, pero con su aspecto arrogante e inaccesible parecía mucho mayor. Con tanta fría educación como falta de afecto conectó a la anciana a diez artilugios con otros tantos cables y tubos. Su hijo recordó por un momento el aparato que acoplaron a su automóvil unos días antes en la revisión de los cuarenta y cinco mil kilómetros. Con el tiempo mecánicos y médicos se unían en la curiosa hermandad de los supremos reparadores, unos con bata, los otros con mono.

Ana se sentaba en un pupitre desvencijado que debía llevar allí al menos desde la dictadura de Primo de Rivera. Generaciones de niños habían garabateado pequeñas marcas en los momentos en que el maestro se ocupaba en otros asuntos. Una pátina negra se mezclaba con el barniz original y las raspaduras de mil zapatos de suela clavada. Ana hacía bailar sus pies al son de sus pensamientos; en ese momento se encontraba vagando en su ensueño de un algarrobo gigante un día del pasado verano. Don Marcial escribía con cuidado los ejercicios de caligrafía bajo la trinidad de la cruz, Franco y José Antonio.

La doctora miró el papelito que había salido de la impresora. Parecía tan inocente como el recibo de la autopista o la cuenta des supermercado. Sin dignarse a levantar la vista apuntó los datos en dos formularios y consultó el historial en el monitor. ¿Qué le ha ocurrido a mi madre? La doctora levantó los ojos por encima de las gafas y le contestó. Parece que ha tenido un accidente cerebro vascular, pero es pronto, tengo que hacerle una tomografía para estar segura. Volvió a bajar la vista, señaló dos casillas más y llamó a una enfermera. ¿Cómo vamos hoy con las tomografías?. Hay cola, dijo escuetamente la auxiliar. Bien, súbanla y cuando sea posible me bajan el informe. Entre el hijo y la enfermera incorporaron a la anciana. ¿Desea aprovechar y orinar? La anciana mira y sospesa las palabras. El engranaje lógico por fin arranca y acepta la invitación a sentarse en el plato y dejar correr al cuerpo. Así aprovechamos para el análisis de orina, dice la enfermera feliz de no tener que ser ella la que tenga que ir a buscarla y que salga por si sola.

Ana vuelve a casa entra corriendo chilla un saludo ensordecedor que es acallado con ternura. Hay una atmósfera diferente, otro compás extraño que no es el habitual. No levantes la voz hija, que está don Saturnino visitando a la abuela. En una de las habitaciones de la planta superior el médico ausculta el pecho de la anciana que ronca como el motor de uno de los monoplazas que sobrevolaba en pueblo lanzando bombas diez años antes. Parsimonioso habla con el hijo y le receta vapores de eucalipto en un tiempo donde los antibióticos son medicina de vanguardia a siglos de aquel rincón rural. Que guarde cama y si ven que le sube la fiebre paños fríos. Cuando el doctor sale, Ana le mira medio recelosa recordando la última visita con su gripe del mes de marzo. El doctor no puede evitar sonreírle y acariciar su melena levemente.

¿Quién te llamó hijo? Pss.. mamá calla y no des la lata. Ya sabes que me llamó Manuela. Yo estaba en el trabajo y me dijo que no te encontrabas bien. ¿Vine con la ambulancia? No mamá. ¿No recuerdas? Te traje yo con mi coche. Anda, estate quieta. No sé que me ha pasado. ¿Quién te llamó hijo? Ay, no sabes cómo me disgusta molestarte. La anciana se recuesta en la camilla y cierra los ojos entre el cansancio y la confusión. Una voz metálica anuncia el turno y dos fornidos auxiliares agarran la sábana y la lanzan como un peso muerto sobre la bandeja del tomógrafo. Como un personaje a punto de ser criogenizado el cuerpo se introduce deslizando la camilla en un cilindro no apto para claustrofóbicos. El operador manipula los controles y un zumbido anega la sala. El monitor muestra los progresos de la instantánea intimidad del cerebro.

Las campanas tocan a muerto extendiendo su cantinela hasta más allá de los acantilados. Una bandada de cuervos se posa pesadamente sobre los tejados que despiden el humo de los hogares. Noviembre se presenta con un cielo de mármol que baña el paisaje de una frialdad lunar. Un cortejo sale de la iglesia y se dirige pausado hacia las cuatro tapias que encierran el último refugio de los del pueblo. Pepín abre el cortejo con su sotana de monaguillo y la cruz de procesión. Un pequeño pelotón de mujeres de falda larga y pañuelo en la cabeza, unos pocos hombres, la familia y los restos de la abuela. Desde lo alto del árbol Ana mira a lo lejos el espectáculo. Eres muy pequeña para estas cosas, dijo tajante su padre. No conforme del todo huyó hasta los bancales cercanos para ver el espectáculo aunque fuera a distancia. Con siete años no se es muy sensible a estas cosas porque no se entienden simplemente. Cuando ve desaparecer el séquito en el recodo del camino baja del árbol y se acerca al arroyo, cruza saltando de piedra a piedra. El agua burbujea entre las piedras blub,blub, blub

Blub, blub, blub… Abre los ojos y ve el dispositivo que le facilita la respiración. Decenas de burbujas saltan dentro del recipiente con un sonido suave que como un rumor envuelve la habitación. Ana no comprende por un momento dónde está. Gira la cabeza y reconoce a su hijo, pero no le dice nada al verlo cabeceando en la butaca. Al otro lado un viejo decrépito tose despiadadamente entre bocanada y bocanada. En el pasillo el trasiego de los que van y vienen. Entra una enfermera y sin mediar palabra, como quien alza la tapa del motor de un automóvil averiado, le levanta el camisón y le cambia la bolsa. Tuteo desganado y algo impúdico. Muy bien Ana ahora ya estás bien limpia. Ella le responde. Ese de ahí es mi hijo. ¿Sabe si es él el que me trajo aquí?

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