En la cima de la vida
“Hyperion”, F. Hölderlin
Tal como había predicho mi amigo Jesús, con tan solo un día fructífero en las islas, la gran mayoría de las fotos posibles ya estaban hechas. Solo cabían variantes o, con suerte, alguna imagen excepcional, de esas que el azar, de cuando en cuando, nos regala.
Ya conocíamos bien los mejores lugares para fotografiar las distintas especies de aves. Por eso tomamos la senda que discurre paralela a la playa de cantos rodados gigantescos. Regresamos a la última posición del día anterior y, con una luz mucho más generosa, pudimos captar vuelos, parejas, grupos, picos repletos de peces y todas esas imágenes tópicas —pero nunca decepcionantes— del frailecillo atlántico. También merodeaban entre las rocas las alcas, de ojos minúsculos, y algunos cormoranes de plumaje verde metálico, realzado por los rayos de sol que, a ratos, asomaban entre las nubes.
Un fuerte oleaje golpeaba con insistencia las rocas. Las alcas lo aprovechaban para iniciar vuelos frenéticos, dejándose impulsar por el viento con las patas y las alas abiertas como paracaidistas practicando salto base. Los cormoranes, mucho más tranquilos en sus atalayas, descansaban sobre rocas cubiertas de líquenes amarillos. Alguno de ellos desplegaba las alas como en un gesto coqueto ante el fotógrafo desconocido. Acostumbrados como estamos a verlos en los humedales invernales de la Península Ibérica, eran para nosotros un trofeo menos codiciado que los frailecillos, alcatraces, araos o alcas.
La posición de la costa y la dirección del viento eran propicias para captar los vuelos veloces hacia el mar en busca de pesca. Las gaviotas, con su movimiento suave, preciso, casi calculado, también ofrecían buenas tomas. Llegué a hacer cerca de doscientas fotos, pero quería volver a rodear la isla, esta vez centrado en los paisajes. Jesús, más paciente y meticuloso, prefirió quedarse en la zona buscando con paciencia ese momento exacto que todo fotógrafo de fauna busca.
Jamás habría imaginado que podría estar horas agazapado en una posición solo para lograr una buena foto. No comprendía cómo mi padre podía levantarse tan temprano y pasar horas frente a una caña de pescar en medio del mar, buscando una captura incierta. Ahora lo entiendo mucho mejor. La edad regala una paciencia imposible —al menos en mi caso— durante la infancia. También debo confesar que me gusta la soledad cuando viajo. En ella alcanzo un grado de concentración en los detalles que me resulta inalcanzable en cualquier otro momento.
Tomé la senda que ascendía suavemente entre praderas de helechos. El viento arreciaba con fuerza, y en un momento me arrancó la gorra, que vi caer de refilón entre la maleza. Me sentí bastante ridículo pateando toda la zona para encontrarla bajo la sombra de la vegetación. Cuando ya pensaba que la había perdido, apareció enganchada en vertical entre dos tallos.
En un momento del día en que el sol brillaba con fuerza, los colores de la isla y del mar se intensificaron. La paleta se volvió, por momentos, dulce, con manchas violetas y blancas de flores salpicando el verde intenso de los helechos. Las piedras cubiertas de líquenes amarillos destacaban como mojones que señalaran una frontera ancestral. Hacia el horizonte, en cambio, la gama era fría, dramática, con una mar azul turquesa en las rocas de la isla y de un profundo gris azulado en el horizonte: presagio de una lluvia próxima.
Tal vez el momento más ridículo del viaje fue cuando el camino pasaba demasiado cerca de un nido de gavión atlántico. Al verme solo, el animal se envalentonó y comenzó a graznar de forma amenazadora. Escuché el batir de alas, y el graznido ya llegaba desde arriba. Temí un ataque en toda regla de un ave que no duda en lanzarse si percibe que su nido está en peligro. Me enfundé la capucha del chubasquero y escapé sin mirar arriba, sintiendo los gritos cada vez más cercanos y un cosquilleo desagradable en la nuca.
En el paisaje se percibían discretamente restos de otras vidas. Vi una construcción cuadrangular de piedra seca que parecía haber sido un abrevadero, largos muros y lo que tal vez fuera una puerta entre dos recintos.
En la colonia principal de alcatraces, cerca de las once de la mañana, tan solo estaban dos de los compañeros de expedición. Joan apareció desde una cuesta cercana y me invitó a acercarme: la luz y los alcatraces se habían aliado. Era un terreno arqueado, cubierto de rocas casi cúbicas, que miraba hacia los escollos del sur de la isla. Efectivamente, el sol bañaba los alcatraces sobre un fondo azul sombrío: una combinación cromática perfecta. Por su parte, los pájaros nos ignoraban por completo, enfrascados en sus idas y venidas con materiales para los nidos.
Subí a una de las cimas más altas de la isla y dejé que la vista se perdiera en ese mar infinito, solo interrumpido por los dos escollos que tanto daño han causado a la navegación. El tiempo se escurría entre los dedos, y en un mirador desde el que se dominaba prácticamente toda la isla, paré a reponer fuerzas. Creo que fue un momento especial, no solo del viaje, sino de los que marcan toda una vida. La belleza del paisaje, la soledad concentrada de aquel instante, la paz interior que me envolvía, se fundieron en una única emoción: felicidad plena.
El conjunto que tenía ante mí, moldeado por millones de años de mareas, vientos huracanados y primaveras prodigiosas, se ofrecía como un paisaje artificial creado por un jardinero oriental. Creo que, si en ese momento me hubiese esfumado en la nada, no me habría importado. Como el replicante de “Blade Runner”, fui testigo de uno de esos momentos que dan sentido a una vida entera: “I've seen things you people wouldn't believe”. — He visto cosas que jamás creeríais …— Son esos momentos que aparecen fugazmente, sin avisar, pero que permanecen en nuestros recuerdos, mientras la memoria lo permita, entre los más destacados de toda una vida.
En cierto modo, era la culminación del viaje, pero también el canto de sirena que me llamaba de vuelta a la rutina diaria.
Seguí, con nostalgia, la senda que bordeaba los acantilados. A lo lejos, los nuevos visitantes, unas pocas decenas, caminaban en dirección opuesta. Iba repasando los detalles del paisaje a través de la cámara: los prados solitarios, las diminutas lanchas rojas en la distancia, la cercana, pero desierta isla pequeña, las cornisas atestadas de aves, las calas escondidas entre rocas oscuras, las flores delicadas emergiendo entre el verde de los helechos, los frailecillos de mirada inquisitiva y las lejanas colonias de alcatraces como manchas blancas en la distancia.
*Thérèse Canavan Bolger: I sang at Paul Neale’s Funeral back in January. The one song the family requested in particular was “The Island”.
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