Matar un frailecillo
Es bien conocida la novela de Harper Lee que se titula "Matar un ruiseñor" (en inglés, "To Kill a Mockingbird"). En la novela, se establece que "es un pecado matar un ruiseñor" porque estas aves no hacen daño a nadie; lo único que hacen es cantar hermosas melodías para el disfrute de los demás. No destruyen jardines, no anidan en los graneros, simplemente cantan con todo su corazón.
El primer día en la Gran Saltee llegaba a su final. La cara oeste de la isla, muy diferente del lado donde habíamos pasado la mañana, se abría al fondo de verdes praderas y como frontera con un mar embravecido. Seguíamos una senda que serpenteaba entre nidos de gavión atlántico que nos observaban con ademán de notario desconfiado y nos chillaban, como si fuéramos delincuentes no deseados. A cada lado, helechos de dos palmos nos acompañaban por el camino ondulante, y a vista de pájaro, se podían entrever los vestigios de los antiguos campos de cultivo o cercados para ganado. La vida humana, aunque fugaz, había dejado restos a lo largo de los siglos.
La costa se escalonaba en tres franjas: una cornisa alta, un cinturón de rocas compactas y, finalmente, una playa de enormes guijarros redondeados —parecían huevos de dinosaurio— donde a veces descansan focas. La luz, suave y difusa, pintaba el paisaje con pinceladas de gris azulado. Ideal para la fotografía por su equilibrio entre luces y sombras.
Pensábamos que ya lo habíamos visto todo, pero no. Ante nosotros, una colonia de frailecillos comenzó un espectáculo inolvidable: vuelos constantes entre mar y tierra, aterrizajes casi cómicos, entradas y salidas de nidos como en una estación de tren subterráneo. Y allí caímos todos al suelo, cámara en mano. Fotógrafos en guerra.
Los pequeños acróbatas, agrupados en rebaños sobre las rocas planas, se iban lanzando hacia el mar perdiéndose en la distancia. Otros descendían como paracaidistas de salto base, casi pasados de frenada, con cara inocente de no haber matado ni una mosca. No era así: muchos llegaban del mar con el pico repleto de pececillos. El pico del frailecillo es una maravilla de la naturaleza. Triangular, alto y comprimido, se transforma durante la época de cría en una paleta de colores: azul pizarra, amarillo vivo y rojo intenso. Esta funda córnea, cuando se acaba la temporada, la pierden —como quien se quita el maquillaje después del baile—. Pero detrás de la estética hay una precisión quirúrgica. La mandíbula superior es móvil, gracias a un mecanismo llamado "cranicinesia", y el interior del pico está armado con espinas orientadas hacia atrás. Con una lengua musculosa y rugosa, presiona los peces ya capturados contra estos dentículos mientras continúa pescando. ¿El resultado? Puede llevar más de una docena de presas a la vez. Todo un milagro logístico para alimentar a su único pollo.
En tierra, camina como un muñeco desgarbado. En vuelo, debe batir las alas con furia, casi frenéticamente. Y, de hecho, le va la vida. Necesita hacer vuelos, a veces de decenas de kilómetros, para encontrar alimento. En el agua, sin embargo, se convierte en un torpedo de plumas: puede bucear hasta 60 metros. Su dieta se basa en peces pelágicos como el capelán, el lanzón, el arenque o el espadín, con algún calamar como delicatesen ocasional.
Pero el entusiasmo fotográfico tenía consecuencias. Muchos frailecillos, al vernos demasiado cerca, daban media vuelta con el pico lleno, buscando una mejor oportunidad para acceder a su nido. Jesús lo entendió rápidamente y nos retiramos unos metros. Entonces sí, empezaron a bajar uno tras otro como pequeños mineros, entrando por esos agujeros misteriosos que puntean el terreno. Ahora, con vuelos horizontales y luz suave, las mejores imágenes del día iban llenando las tarjetas de memoria. El mar rompía con fuerza y la colonia, ajena a nuestro entusiasmo, seguía su ritmo ancestral.
Las gaviotas son enemigas juradas del frailecillo. Le roban los peces al vuelo, como piratas con alas. Pero, tal vez, si les preguntas a los pececillos, tampoco tendrían muy buena opinión de este perfecto depredador que parece un animal acuático cuando pesca. La naturaleza siempre se ha fundamentado en una competencia despiadada.
Hay amenazas aún más profundas: el cambio climático desplaza los bancos de peces, las tormentas extremas matan pollos, la contaminación y las especies invasoras causan estragos. El frailecillo, a pesar de su resistencia, está en peligro. Declarado oficialmente como vulnerable, su futuro pende de un hilo.
Las parejas, ya en fase de cría, no hacían los rituales previos a la cópula, pero mantenían esa compañía que los hace tan entrañables juzgados con nuestros patrones sociales. Los frailecillos crían en colonias densas, en acantilados e islas escarpadas. Son monógamos: las parejas, a menudo lo son para toda la vida, vuelven cada año al mismo nido, se reconocen, se tocan el pico, se hacen ofrendas simbólicas o mueven las cabezas con coreografías predeterminadas.
Son rituales antiguos, que nosotros leemos como gestos de afecto. El nido, excavado con pico y patas, puede medir dos metros de largo. Allí depositan un único huevo. Y durante seis a ocho semanas, la vida gira en torno a un solo pollo, llamado "puffling". Después del período de cría en el nido, el pollo, ya con el plumaje juvenil, abandona la madriguera durante la noche para dirigirse solo hacia el mar, una estrategia para evitar depredadores diurnos como las gaviotas. Pasará hasta cinco años navegando por el mundo antes de volver a su isla natal. Si nada falla, podría vivir hasta treinta años.
Pero sí, hay quien aún mata frailecillos. En Islandia, la caza continúa, a pesar de la caída alarmante de la población: de siete millones a poco más de cinco. Todavía hay webs que ofrecen "experiencias de caza" por miles de euros, con fotos grotescas de cazadores y frailecillos muertos. Grimsey, una isla que debería ser santuario, ve cada verano cómo largas redes capturan aves que luego aparecen desolladas, con las carcasas apiladas como escombros. A pesar de algunas restricciones, la caza continúa acelerando el declive de esta especie tan frágil como fascinante.
FOTOS PROCEDENTES DE LA WEB
El diafragma de las cámaras estaría a esas horas encendido en llamas. Una llovizna suave, cada vez más persistente, confirmó lo que se esperaba y temíamos. Después de días mirando la previsión meteorológica como si fuera el oráculo de Delfos, vimos llegar la lluvia. No nos podíamos quejar, el día había sido muy productivo y no faltaba ya tanto para tener que embarcar de regreso. Sacamos de las mochilas los impermeables, los ponchos militares con estampado de camuflaje y caminamos en paralelo a la costa viendo gaviotas y algunos de sus pollos posados por las piedras o sobrevolando. El paisaje era sombrío y tampoco se podía hacer mucho más. Todo el pescado estaba vendido, como se suele decir. Al llegar a la playa la marea estaba más alta y el acceso a la lancha neumática se hacía sin necesidad de tocar el agua. Al fondo nos esperaban las embarcaciones con cabina que nos llevarían de vuelta a tierra firme.
¿Quién puede matar un frailecillo? En un mundo donde los alimentos abundan, donde la ciencia nos ha abierto los ojos, ¿qué justifica la muerte de un animal vulnerable por placer o tradición? Podemos entender la caza cuando era subsistencia pura y dura. ¿Pero hoy? Matar sin necesidad no es cultura. Es ignorancia. Es soberbia.
Si el ruiseñor simboliza la inocencia perdida, el frailecillo con su mirada de títere y el pico como una acuarela viva bien podría encarnar la belleza amenazada. Matarlo es, como decía Harper Lee, un pecado.
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