El secreto magnetismo de las islas

“Hay un encanto en cada isla, un susurro de historias antiguas que el aliento marino lleva consigo.” 

 Isabel Allende

“Cada isla es como un mundo olvidado, donde el tiempo se mueve de otro modo y la magia todavía permanece. “

 – J.R.R. Tolkien

Que el clima de Irlanda es extremadamente voluble no era ningún secreto. Un viaje como el nuestro estaba sujeto a la dictadura de la lotería de la lluvia. No era ninguna estupidez; se trataba de ir a una isla donde no hay techo, donde el mar puede volverse de repente muy peligroso, donde los vientos pueden barrer una llanura sin refugios naturales ni artificiales y tantas otras circunstancias que podían impedir el objetivo final del viaje, por no hablar de las incomodidades o del peligro. Las previsiones meteorológicas son cada vez más precisas, y todo hacía prever un empeoramiento a partir del mediodía: lluvia, viento y más oleaje. Los guías del viaje negociaron con la empresa de transbordadores y se acordó adelantar la salida a las siete y media de la mañana —lo cual no era problema, porque el sol, en estas latitudes, ya asoma hacia las cinco— y regresar a buena hora. Se consiguió fijar la vuelta a las once y media de la mañana. La otra opción era hacerlo a las seis y media de la tarde, y no era el caso.


El mar estaba bastante más agitado que el día anterior. Parecía que quisiera ponernos a prueba. Íbamos cabeceando, aferrados a nuestros equipos y amontonados como polluelos en el centro de la lancha. Un compañero del grupo decidió sentarse en la popa y acabó empapado como si hubiera caído al agua. Repetimos el ritual del día anterior: cambio de barca haciendo equilibrios, portando un voluminoso chaleco salvavidas, y llegada a la playa empapados por el agua salpicada. La marea estaba más alta, y el mar en calma, protegido por la isla. No tuvimos que chapotear, solo saltar por la proa a la arena.

Ascendimos por las escaleras de piedra y vimos el monolito de bienvenida erigido por Michael Neale. ¿Qué sentiría aquel hombre, hijo del granjero John Neill de Ballinglee, condado de Wexford, la primera vez que puso el pie en esas islas que divisaba a lo lejos desde sus primeros días de vida? Como su nombre de pila era legalmente "Príncipe", era fácil para un muchacho de campo soñar despierto. El caso es que prometió a su madre: “Algún día seré el dueño de estas islas y me convertiré en un príncipe de verdad”.

¿Quién no ha soñado, de niño o de joven, con vivir en una isla? Aquellos mares, costas y acantilados forman parte de escenarios muy parecidos a los de las novelas de Enid Blyton con las que me inicié en el hechizo de la lectura. Eran libros donde grupos de adolescentes decididos vivían aventuras, resolvían misterios y solucionaban problemas con creatividad y determinación. Eran los niños producto de un mundo aún colonial en el que el hombre blanco traía orden y ciencia a las razas primitivas y a las tierras salvajes. En una de tantas historias, “El secreto de la isla”, huían de unos parientes maltratadores para esconderse durante meses en una isla deshabitada en medio de un lago, creando todo un modelo de supervivencia completamente imposible por otro lado. En otros casos, descubrían túneles misteriosos bajo el mar que llevaban a islas donde se delinquía. De aquellos niños que leían a finales de los sesenta y principios de los setenta, ¿Quién no ha vivido con Robinson Crusoe sus aventuras?, ¿Quién no ha viajado en globo empujado por los vientos a la isla misteriosa de Julio Verne?, ¿Quién no ha soñado con encontrar un tesoro pirata siguiendo el rastro de Stevenson? Una isla siempre es un mundo en sí mismo y, divisada en la distancia, un reto, un misterio por descubrir.

La realidad no es ni mucho menos tan poética. Las islas han sido puntos perdidos en el mar donde la supervivencia ha estado muchas veces al límite. Tabarca, la única isla habitada del litoral alicantino, fue colonizada con genoveses rescatados de la esclavitud, que huyeron en su mayoría al poco tiempo, conscientes de la dureza del lugar donde los había llevado la corona española. Cabrera, en las Islas Baleares, fue un campo de concentración donde dieciocho mil prisioneros franceses pasaron calamidades sin fin hasta quedar apenas unos pocos miles. Todo por no hablar de las innumerables islas-prisión donde el mar era el más alto de los muros.

Esta isla llamada "Salt Ey" por los vikingos tampoco fue un lugar acogedor para los humanos. Más bien un escondite para perseguidos, una base de piratas o un lugar de subsistencia precaria. En el siglo XIX, Great Saltee era propiedad de Hamilton Grogan-Morgan, del Castillo de Johnstown. Estaba arrendada a Patrick y John Parle, a quienes sucedió la familia Furlong como inquilinos. La familia Parle y sus trabajadores sumaban unas veinte personas y constituían la población de la isla. Una familia de tres miembros vivía en Little Saltee. Uno de los hijos de John Parle, Stephen, cayó desde lo alto del acantilado Cellboy, en el extremo suroeste de Great Saltee, cerca de la colonia de alcatraces, y murió. Solo tenía trece años.

En 1904, los Parle vendieron su arrendamiento de Great Saltee a Martin Pierce, de la familia Pierce's Foundry. Sin embargo, en 1907 Martin murió tras sobrevivir a un accidente náutico ocurrido pocos días antes, cuando su barco naufragó en una tormenta camino de tierra firme. La isla permaneció en manos de la familia Pierce durante los siguientes veinte años, hasta que pasó a un sindicato deportivo dublinés en 1930. Posteriormente fue cultivada por la familia Francis. Su barco fue incendiado al descubrirse que exportaban patatas a Inglaterra. En 1943, los Grogan-Morgan pusieron la isla a la venta.

Y es aquí cuando entra en escena el que se convertiría en el primer Príncipe de las Saltee. Michael Neale se había convertido en el principal fabricante irlandés de productos de baño para el ganado: un pesticida líquido. Ahora podía permitirse comprar la isla de Great Saltee, y en diciembre de 1943 hizo realidad su sueño al convertirse en su nuevo propietario.

Michael fue un personaje singular y una leyenda en vida. Un anuncio personal que publicó en los periódicos de Dublín dice mucho de su idiosincrasia:

“Yo, el príncipe Michael Neale, terrateniente, asumiré el título de Príncipe de las Islas Saltee al finalizar la guerra. Asimismo, deseo que se sepa que nadie podrá entrar en las Islas Saltee sin un permiso expedido por mí. Cualquiera que sea sorprendido interfiriendo con los millones de aves o sus huevos que habitan esas islas será castigado severamente.”

Cientos de artículos periodísticos sobre la nueva "micronación" aparecieron en todo el mundo. Dice la revista “Time”, en un artículo de tono bastante irónico de septiembre de 1944:

“Empezó a plantar 3.000 árboles y a desarrollar su dominio como un complejo turístico de lujo. También hablaba de reclutar un ejército privado. Pero la semana pasada el príncipe Neale tenía un auténtico quebradero de cabeza real. A un periodista, el príncipe confesó:

—Mi esposa, una mujer de Liverpool, es algo tímida a la hora de usar el título de princesa...— Y añadió, pensativo: —Cualquiera que no me llame príncipe será ignorado. —”


En las fotos disponibles se ve a un hombre con bigote y atuendo de aviador. Me recuerda a Errol Flynn por aquellos años. Con ropa de calle parecía un detective de Agatha Christie o un personaje de teatro inglés. Michael Neale hizo todo lo posible por crear una micronación, con sus emblemas y escudos correspondientes, en su propiedad, aunque las fuentes halladas aseguran que era más bien una especie de performance romántica que una intención política.

Mandaron construir una casa modesta en la isla y posteriormente cambiaron sus apellidos a “Saltees” mediante escritura pública. Los empleados debían ir uniformados y llegó a pensar seriamente en construir un resort de lujo con casino para visitantes del continente. Incluso quería tener moneda propia.

Michael Saltees tomó clases de vuelo con el excapitán de Aer Lingus, Darby Kennedy, quien estableció el aeródromo de Weston en el condado de Kildare en 1947. Mandó allanar un campo en el centro de la isla como pista de aterrizaje para su avión “Miles Messenger”, con el que volaba regularmente a la isla. Inició una campaña intensiva de reforestación y durante los cinco años siguientes plantó más de 34.000 árboles y arbustos en Great Saltee. Los más exitosos fueron las palmeras “cordyline”, que todavía pueden verse en la isla. Del resto solo quedan algunos arbustos bajos y los que rodean la casa.

En julio de 1947, el príncipe Michael compareció ante el Tribunal Superior con sede en Wexford para tratar asuntos fiscales y también para apelar su derecho al título de “Príncipe de las Saltee”.

En 1949, para intentar controlar la población de ratas en la isla, Michael envió un avión cargado con 46 gatos, pero en ocho años todos habían desaparecido. En 1950, la granja original de la isla se convirtió en un observatorio de aves, que funcionó hasta 1963. Sin embargo, una vez acabada la plantación de árboles, Michael se conformó con dejar la isla como santuario de aves para el disfrute de los visitantes. Su coronación en Great Saltee, con Michael vestido completamente de gala, no tuvo lugar hasta julio de 1956. A la isla se enviaron una “piedra de bienvenida”, un gran trono dedicado a su madre y un obelisco dedicado a sí mismo. El obelisco lleva una placa con su perfil grabado. El trono luce un escudo de armas y la siguiente inscripción:


 “Este trono se alza en memoria de mi madre, a quien prometí, cuando tenía diez años, que un día sería el dueño de las Islas Saltee y me convertiría en el Primer Príncipe de las Saltee. De ahora en adelante, solo mis herederos y sucesores podrán proclamarse Príncipes de estas Islas si se sientan en esta silla, completamente vestidos con las vestiduras y la corona de las Islas, y prestan el Juramento de  Sucesión.” – Michael I.

¿Era una broma hacer vestir a sus hijos como él si querían el trono de la isla? ¿Y si todo era una forma de reírse del mundo? ¿Una performance? ¿Una parodia? ¿Un homenaje romántico a la infancia? Tal vez todo eso junto. Pero con encanto. La isla, que antes había sido alquilada, perdida, heredada y padecida por varias familias, se convirtió por fin en el decorado ideal de una ópera bufa con protagonismo ornitológico.

El príncipe Michael murió en 1998 y está enterrado en el panteón familiar de la isla Bannow, junto a las ruinas de la antigua iglesia de Santa María. Pese a sus excentricidades, parece que contaba con la simpatía de los habitantes de la región.

Great Saltee pasó a sus cinco hijos: Michael, John, Manfred, Paul, Richard y su hija Anne. Michael se autoproclamó Príncipe Michael II. Paul Neale murió en enero de 2018. La isla de Great Saltee sigue siendo propiedad privada de la familia Neale.

Michael I — vamos a darle el gusto — fue un personaje singular, entre la locura, la extravagancia y un sentido muy particular del ecologismo. ¿A quién se le ocurre llenar de gatos una isla con colonias de aves marinas? Tampoco un casino o una pista de aterrizaje parecen compatibles con un paraíso para las aves.

Sí pienso que tanto él como yo mismo somos herederos de una tradición romántica de amor por los paisajes naturales y de una percepción de rebeldía y misterio que se encuentra en esos mundos perdidos que se vislumbran en la distancia. Esa noción alemana del “Fernweh”, de la necesidad de buscar nuevos horizontes lejos del mundo cuadriculado que nos atenaza. Neale, como tantos otros nuevos ricos, intentó copiar los signos externos de la nobleza —incluso de las casas reales— jugando al juego del gato y el ratón en el que no se sabe hasta qué punto iba en serio o todo era un divertimento de nuevo rico.

Pero si el sueño de Neale no hubiera existido, tal vez hoy estas tierras serían una urbanización costera con chalets y torres de alta tensión. Quién sabe si, en el fondo, el Príncipe Michael no fue un visionario disfrazado de excéntrico. Un loco, sí, pero de esos que dejan el mundo un poco mejor.

Era nuestro segundo día en las islas Saltee.


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