Stuttgart


Las ubicaciones de las ciudades nunca fueron casuales y la de Stuttgart no lo es tampoco. Situada en un pequeño valle (la olla stuttgartina), el trazado urbano desciende suavemente hacia el río Neckar que la cierra por el norte. El clima, así abrigada entre colinas y con el efecto del río, es suave y permite crecer viñedos que se dejan ver desde el mismo centro. Los romanos ya supieron intuir la importancia del lugar y establecieron un puesto a orillas del río en lo que hoy es el barrio de Cannstatt, cerca de balnearios de fuentes termales.

Era una ciudad que reconocía vagamente de mis viajes hace veinte años. En mi recuerdo el autobús descendía por una serie de carreteras de curvas ajustadas al perfil de las frondosas colinas hasta llegar a la Estación Central. El metro que tomábamos desde Möhringen realizaba un trayecto parecido hasta el mismo lugar. Al salir a la plaza destacaba, coronando la inmensa torre de la estación, la estrella de la Mercedes, uno de los iconos tanto de la marca como de la propia ciudad. Si los inmensos subterráneos de la  estación ya están concurridos, basta con subir a la bocacalle de la Königstrasse para ver toda la explosión cosmopolita de viandantes que recorren la inmensa calle peatonal. A derecha e izquierda se van situando los centros comerciales, las franquicias y las casas de comida rápida. En el centro de la calle una multitud desordenada sube y baja, entra o sale sorteándose unos a otros. Lo más excéntrico, en el contexto de un mundo global, destaca entre la multitud anónima. Grupos de hombres de aspecto árabe, mendigos mugrientos, alguno esnifando cocaína, mujeres con minifalda extrema se cruzan con ancianas afganas con burka. Como si fuera un puerto espacial de película de ciencia ficción, los actores aparecen como alienígenas de todas las formas y tamaños. Como también sucede en España, pero mucho más extremo, el centro de una gran ciudad alemana, tiene poco que ver con un prototipo genérico"alemán".

Stutgart no es una ciudad con un casco histórico monumental. Si una vez lo fue la guerra lo borró del mapa. Más bien es un gran hueco donde los viejos edificios supervivientes a los bombardeos o reconstruidos se mezclan con todo tipo de edificios modernos con poca alma. A este panorama plano se le suma la proliferación de obras por todos lados que parece que van a reinventar nuevamente el corazón de la ciudad pero que a estas alturas de la película crean cierta sensación caótica.

A poco de subir la Königstrasse se alcanza la gigantesca Schlossplatz rodeada por sus cuatro lados por edificios de corte clásico. Al este se divisa el que fuera palacio barroco de los reyes de Wurtemberg, hoy sede ministerial del estado. Sospecho que debió quedar bastante tocado, al igual que el resto de edificios de la zona y fue reconstruido en su exterior dando por perdido el interior. En el lado oeste la columnata clásica oculta lo que es un moderno centro comercial que nada tiene que ver con el imponente aspecto exterior. La Schlossplatz es el lugar donde la ciudad se humaniza, donde el habitante se despereza sobre la hierba o sestea bajo la Columna de la Victoria. Los enamorados se besan con ternura junto al refrescante chapoteo de las fuentes, los niños corretean escapando de las madres, una familia musulmana tradicional mira con sorpresa una manifestación de ecologistas y unos cuantos refugiados pasean aburridos lanzando miradas no tan disimuladas a las jovencitas alemanas que lucen el palmito presumidas. Y es que, además, Stuttgart es una ciudad donde se detecta el dinero rápidamente. Si no basta con la elegancia con la que mucha gente viste, sólo con asomarse a los escaparates se ven precios de escándalo que aquí se señalan sin pudor. Jerseys a 500 euros o abrigos por tres veces ese precio se ofrecen al potencial cliente. Seguro que alguien se lo gastará.

Si se pudiera hablar de una zona histórica probablemente se centraría entre las calles que entran o salen de la Schillerplatz y llegan hasta la plaza del ayuntamiento. Aquellos días se celebraba la Weindorf y todo el recorrido estaba repleto de puestos de comida, mercadillos y gente tomando vino celebrando los ritos del final del verano y la vendimia propios de sus orígenes. Bajo la inmensa torre del ayuntamiento, tan funcional como aparatosa, sonaba la música del acordeón mientras miles de visitantes bebían y comían especialidades locales. Siguiendo en dirección sur, la ciudad ya deja mostrar su desnivel y las calles se escalonan hasta llegar al final del anillo que una vez la debió de cerrar con las murallas. En este caso es otra torre con el logotipo de la casa Bosh, otro de los emblemas industriales locales el que marca el final de la Könnigstrasse.

La Rotenbuhplatz es el final por el suroeste del casco antiguo y poco hay que ver si no se baja hasta la plaza del castillo nuevamente. Hay que salir, en este caso, por los jardines de palacio y, si uno no se detiene desilusionado por las obras, llega al jardín que se alarga durante kilómetros hasta el río. Cuando lo visitamos un domingo disfrutamos de una visión mucho más íntima de los habitantes de la ciudad, desde la familia de aspecto centro-asiático haciendo un picnic en la hierba como si en las mismas praderas de Mongolia se tratara, deportistas locos saltando con su bicicleta y cayendo aparatosamente, corredores, madres amamantando a su bebé, niños alimentando los peces o hipsters de barba impecable.

No voy a decir que Stuttgard sea una ciudad que merezca una visita deliberada. Si lo que el viajero busca es una ciudad monumental aquí se ha equivocado. Más bien vamos a conocer una ciudad moderna que sigue luchando por encontrar una identidad urbanística más allá de la destrucción del pasado y su reconstrucción apresurada no siempre realizada con acierto. El alma de Stuttgart se halla, más bien, en los viñedos y los bosques que la rodean, en las casas señoriales que dominan desde las colinas o, como mucho, en las callejuelas de Bad Canstatt. Si se visitan en la mañana de un día de buenas temperaturas se podrá ver el alma de algún romano milenario sentado junto a los locales, de cara a quien pase para ver y dejarse ver.Escucharía Yesterday interpretado con pulcritud por trio de músicos, mientras la frutería, regentada por una mujer oriental, ofrece fruta tropical frente a un Kebab. Sólo será si te acercas a la Iglesia del barrio y tienes suerte escucharás como despedida los acordes fabulosos de un órgano donde un músico desconocido interpreta a Bach y te lleva a lo más profundo del alma alemana.


Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy