Konstanz, absurda Europa


Ayer mismo El País presentaba una noticia que ilustra como ninguna lo absurdo que es el concepto de frontera. Un inmigrante magrebí fue arrestado por la policía en una parada de autobús en la propia frontera hispano francesa a finales del verano de 2015. Según su abogado demostró, fue detenido por la policía del país galo diez centímetros adentro del territorio español, con lo cual tuvo que ser liberado y devuelto a España, donde residía, por tratarse de una detención fuera de su circunscripción.

Viajábamos hacia Konstanz, ciudad en la frontera sur de Alemania. En la vecina población suiza de Tägerwillen reside el amigo que nos había invitado a visitarle y aprovecharíamos el día para visitar la ciudad tanto como para cenar juntos. En la oficina de alquiler de coches nos habían advertido de la validez de nuestro contrato sólo en Alemania así que en ningún caso deberíamos cruzar la línea a riesgo de cometer una ilegalidad. La autopista fue cerrándose en una sucesión de carreteras hasta que llegamos a ver la gran masa de agua del Rin a nuestra derecha. Los carteles ya indicaban claramente dos posibilidades, entrar en la ciudad o pasar a Suiza. Siguiendo, pues las instrucciones del GPS, llegamos a un inmenso centro comercial llamado "Lago". Céntrico y con un inmenso aparcamiento, era el lugar inicial que nos había aconsejado nuestro amigo.

La climatología de la ciudad, dulcificada por el inmenso lago que baña sus riberas, es casi mediterránea y el aspecto inicial de las casas y el color de la luz me recordaba más a la Costa Azul francesa que a lo que se espera de una ciudad alemana. Caminamos por la calle de la estación hasta que, pasando por un corto túnel llegamos al puerto. La explanada ajardinada estaba abarrotada de un público ocioso que disfrutaba de la temperatura. Ciclistas ordenados, parejas en bancos, familias con niños chapoteando en el agua o turistas yendo o viniendo de los cruceros se nos cruzaban en el camino hacia los pantanales o ya hacia el faro con una inmensa escultura que marca la bocana del puerto. A lo lejos, entre las brumas, destacaba la silueta inmensa de un dirigible turístico que sobrevuela el lago entre Friedrichshafen y Konstanza a más velocidad de la que aparenta. En la barandilla del faro cientos de candados daban cuenta de otros tantos romances eternos tal y como se ha puesto de moda últimamente. Es un símbolo que no me gusta, el candado parece que representa un amor cerril e incluso una posesión de la persona que se acepta con demasiada naturalidad. En fin, cosas mías.

Siguiendo la ribera pasamos junto a la pequeña isla y nos acercamos al puente donde el Lago se transmuta en el río Rin. De vuelta accedimos al centro de la ciudad de calles estrechas e irregulares de aire medieval. Según nos contaría nuestro amigo poco después, la ciudad decidió no apagar las luces durante las noches de ataques aéreos en la guerra y ante el riesgo de bombardear la siempre neutral Suiza, jamás fue atacada y sobrevivió intacta. La frontera, invisible desde el aire, actuó así de forma discreta en la salvación de la ciudad. Parece así que el precio de la vida humana también está condicionado por los activos bancarios. Una vez pasada la principal iglesia gótica de la ciudad, el Münster, seguimos la arteria principal de la ciudad en dirección sur entre tiendas de todo tipo y rodeados por una multitud relajada. Al salir por la puerta sur de la antigua muralla se percibía ya la diferencia urbanística en lo que fueron calles de un ensanche realizado tras caer aquellas en desuso. A pocos metros ya vimos una pequeña frontera como las de la Europa que recorrí en mi juventud. Un policía gordo y una compañera rubia detenían con cierto aburrimiento algún vehículo si no les daba por dejar el puesto y esconderse en las oficinas probablemente para tomar un café o para aliviarse. Caminando pasamos a Suiza y tras recorrer unos metros y ver que todo era bastante más feo nos dimos la vuelta para entrar otra vez en la Comunidad Europea. Seguimos por otras calles el perímetro hasta llegar a un segundo puesto desierto y más feo y envejecido que el anterior, si cabe.

En una esquina convenida apareció nuestro amigo, un consultor de software que trabaja para la banca en Zurich. Tras una amistad de veinte años siempre que tenemos la ocasión nos encontramos sea en Madrid o, como fue en esta ocasión, en Konstanz. Nos explicó que era muy conveniente trabajar en Suiza y comprar en Alemania. Los suizos aprovechaban los precios más ventajosos de Konstanz para llenar sus coches y regresar cargados con un veinte por ciento de descuento al serles devuelto el Impuesto del Valor Añadido en la frontera. En su caso habían escogido Tägerwillen para poder llevar a sus hijos a un instituto alemán, más relajado que los suizos en su programa de estudios, tanto como para poder aprovecharse de las ventajas fronterizas.

En un momento determinado nos invitó a ir con su coche a su casa. Vimos, con sorpresa, que en el camino que habíamos recorrido había una salida no indicada, un atajo que te llevaba a Suiza por un puesto fronterizo diminuto. Sólo en los fines de semana, a jóvenes, no a familias, nos dijo, la policía hacía controles para impedir los excesos en el contrabando. A la derecha de la carretera, nos aclaró, todos los campos eran de agricultores alemanes que atravesaban con su maquinaria la frontera para ir a trabajarlos. Su casa, a escasos cinco minutos, estaba en una coqueta y tranquila urbanización. A los suizos no les gustamos los alemanes, nos dijo, se niegan a saludarnos. Al otro lado de la calle vivía un millonario checo que cada semana iba y venía a Praga a sus asuntos. El lugar era tan bonito como claustrofóbico entre vecinos que reuían el contacto y lejos, si no era con coche, del centro de la ciudad.

Cenamos en un Biergarten (cervecería al aire libre) al otro lado, alemán, del río. Repasamos los muchos años de vida y amistad, su carrera en Asia, nuestros problemas con la crisis en España y tantas otras cosas. Él habla un castellano casi perfecto con un acento entre alemán y andaluz y fue uno de los primeros becados con el programa Erasmus en Córdoba. Los dos coincidíamos en lo maravilloso que había sido para los jóvenes de estas generaciones el poder salir, vivir y convivir en otros países. Pienso que la persona que ha viajado, habla idiomas y conoce a gente de muchos países se da cuenta de lo absurdo de muchos clichés. Allá sentados frente a la ribera suiza del Rin no se percibía más que el frescor del río, la alegría de una noche de verano y el tintineo de las luces anaranjadas de las farolas dibujando elegantes curvas en el agua.

Recuerdo ahora la imagen del niño sirio ahogado hace poco más de un año en una playa griega. Para él nuestro paseo banal entre países fue un viaje hacia la muerte. Es precisamente ahí, en la frontera donde se percibe el absurdo instinto del simio a marcar su territorio y patrullarlo, a marcar diferencias y a iniciar guerras siguiendo la estela de una bandera y una nación.


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